Las versiones sobre la realidad colombiana contadas desde Narcos, una serie de ficción, pueden ser eso, ficciones. Por eso cuando los estudiantes de periodismo de la Universitat Autònoma de Barcelona, de la Pompeu Fabra y mi compañera de despacho empezaron a preguntarme si todas las historias que Narcos, la serie de Netflix, contaba de Colombia eran verdad, empecé a preocuparme. Venían entre fascinados y aterrados con las acciones de Pablo Escobar. Sus preguntas eran sobre los hechos históricos que sí, pasaron, pero su reconstrucción narrativa de la historia, así como el imaginario que intuía que se construía en la mente los estudiantes, en mi compañera de despacho, era algo que también me obligaba a hacerme preguntas.
¿Cómo se hace una ficción sobre el terrorismo que vivimos? ¿Qué hilos narrativos son los que unen esas piezas sueltas de realidad seleccionada? ¿Qué construcción —interesada— hace la serie del realismo mágico? ¿Qué Colombia es la que se cuenta? ¿Qué tanto de ficción y qué tanto de realidad tiene esta ficción que arrastra al público juvenil en España? ¿Por qué en las redes sociales la gente usa palabras que son típicas de Colombia sin saber exactamente qué significan? ¿Por qué las pronuncian y las escriben mal? Junto con mis estudiantes empezamos a pensar. Ellos me llevaron al camino de Hannah Arendt y a Eichmann en Jerusalén: “De vez en cuando, la comedia se convierte en horror y acaba en relatos, seguramente bastante verídicos, cuyo humor macabro sobrepasa el de cualquier imagen surrealista”. Después de negarme dos años a hacerlo, vi Narcos y, al minuto siguiente de acabar las tres temporadas —y con un esfuerzo sobrehumano para hacerlo sin aburrirme—, cancelé mi suscripción a Netflix.
Ahora es el turno de México, pero el relato es el mismo: una caricatura de la propia historia, hollywoodense (netflixoodense), que deforma la realidad y se burla de ella. Como en el mismo uso del juego de palabras que da tanto de qué hablar en las redes o en las paradas de autobús en Barcelona.
El juego de ficción y realidad me pareció brusco y agresivo. Tosco. Recordé esos años que la serie narra —en la voz del agente Murphy, de la DEA, de los Estados Unidos— y sentí rabia. Recordé los rezos de mi madre, a mis hermanos. Recordé a mi amigo Juan Pablo que tenía cicatrices menores muy cerca de su ojo, atacado por los vidrios que saltaron disparados por la primera bomba que estalló en Bogotá, cerca de casa. La casualidad del horror se me apareció desdibujada y disfrazada en el juego cómico-trágico-real del tono de la serie.
Volví a hablar con mis estudiantes mientras entre todos le dábamos vueltas al éxito y a la popularización de la serie, a su poco éxito en Colombia, a sus críticas dicotómicas. A su juego entre una ficción y una parte de la historia real. Era real. Netflix había revivido al narco más famoso del mundo, en su versión estilizada y apta para el público occidental, joven y adicto a las redes e internet. Mis estudiantes hicieron pruebas y experimentos con consumidores de la ficción que comprobaban sus propias hipótesis sobre la construcción de la imagen de un personaje-símbolo —Escobar— y de un país —Colombia—. Ellos también se sorprendían del propio poder de la serie y de su plataforma. Era un experimento puro de aplicación de varias de las teorías de la comunicación que veían en sus clases. Teníamos que ampliar el análisis. Ellos, los estudiantes, mi compañera de despacho y las críticas que leí de la serie, son los responsables directos del libro de ensayos: “Por qué amamos a Pablo Escobar? Cómo Netflix revivió al narcotraficante más famosos del mundo”, publicado por la Editorial UOC en su colección de Comunicación.
Los diez capítulos del libro, que se cierran con una entrevista a Sebastián Marroquín (hijo de Pablo Escobar) intentan reflejar una polifonía de aproximaciones a Narcos y a las narco-novelas como espacios de éxito audiovisual y de consumo popular. En el libro participan voces expertas de la crítica televisiva como Omar Rincón, o especialistas en la cultura política colombiana como el filósofo Oscar Mejía Quintana. Periodistas como Mireia Mullor, crítica de cine y de ficción, artistas plásticos, como Juan David Laserna, y profesores universitarios como Cristina Fernández Rovira, Charo Lacalle y Núria Simelio, complementan el elenco de voces al que se suman estudiantes universitarios de todos los niveles. Es una aproximación comunicativa, sociológica y política a la serie que ha convertido en icono cultural a una forma de ser: lo narco.
El libro, empieza así:
Colombia: 1989-1993 ¿Cómo sobrevivimos?
A las 6.45 am del 29 de mayo de 1989 mi padre nos dejó a mi hermano Juan y a mí en el colegio en el que estudiábamos y que quedaba a tres kilómetros exactos de casa. Vivíamos en la Carrera 3ª con la Calle 56, en Bogotá. Algunos minutos antes, mi hermano Jorge había salido a tomar el bus escolar en la Carrera 7ª con Calle 56, a sólo cinco calles de casa. Su colegio estaba mucho más lejos y tenía casi una hora de recorrido. A las 7.11 am mi padre estaba a tres calles de casa, viajaba lentamente y oía la radio en su camioneta pick up roja.
A las 7.12 am mi hermano Juan, ya en clases, oyó una fuerte explosión que enmudeció a la profesora. Todos los estudiantes se acercaron a la ventana y vieron que salía humo de algunas de las calles hacia el norte de Bogotá. Al cabo de unos minutos de preguntas y exclamaciones, la clase siguió. Nadie sabía qué había pasado.
A las 7.12 am mi hermano Jorge viajaba dormido en el bus del colegio.
A las 7.12 am yo jugaba al fútbol, como cada día antes de clase. Sentimos, todos, un fuerte trueno en un día gris, pero sin lluvia. Nos miramos asustados. Se hizo un silencio horrible en un patio repleto de niños. Desde donde estábamos no se veía nada. Poco a poco retomamos el partido.
A las 7.12 am mi madre fue despertada por una fuerte detonación a cinco calles de nuestra casa. Los cristales se estremecieron y la casa se sacudió un poco por la onda explosiva de un carro bomba de más de 100 kilos de dinamita. Sobresaltada salió de la cama en busca de su familia. Ni mi padre ni sus tres hijos estábamos ya en casa. Mi hermana Marcela, con tan sólo dos años, dormía sin inmutarse en la habitación de al lado. Sabedora de nuestros itinerarios mi madre comenzó a rezar.
A las 7.12 am mi padre sintió una onda y un gran estruendo. Pensó que de su pick up se había desprendido la zona de carga y bajó del coche, asustado. Circulaba por la Carrera 6ª con Calle 55, a sólo tres calles de la explosión. Se detuvo y comprobó que todo estaba correcto en el coche, pero vio una lluvia de cristales rotos que estaba a punto de caer sobre él. Subió rápidamente al coche para protegerse mientras los vidrios de las ventanas de muchos edificios de la zona caían. Mientras el estruendo se hacía menor y los pedazos de cristal quedaban recogidos como recuerdos de la tragedia en la zona de carga de su pick up vio que la gente corría por las calles. Gritaba mientras una cortina de humo comenzaba a expandirse. Huían del punto exacto en el que se había producido la explosión: la Carrera 7ª con Calle 56. Puso el coche en marcha y condujo rápidamente hasta casa.
A las 7.15 mis padres se encontraron en casa y se abrazaron. Mi hermano Juan y yo estábamos seguros en el colegio, lejos de la zona de la explosión, confirmó mi padre. Pero nadie sabía nada de mi hermano Jorge que había estado justo en esa esquina solo 20 minutos antes del atentado terrorista, el primero que el cartel de Medellín perpetuó en su guerra del terror y en su estrategia de atemorizar al país entero. Mi madre continuó con su oración.
A las 7.30 la radio confirmaba el atentado contra el entonces director del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), Miguel Maza Márquez. Un atentado del que logró salir ileso al viajar en un coche blindado, pero en el que murieron siete personas y más de 50 resultaron heridas. Ivonne Paola Calderón Rodríguez, una niña de 6 años que esperaba, como mi hermano Jorge, el bus del colegio junto a su padre y dos hermanos, murió al ser impactada por varios tornillos que se le alojaron en la cabeza.
El agente de Policía José Apache, después de prestar su servicio, llegó hasta esa esquina para tomar un bus que lo llevara hasta su casa. Fue arrojado por la explosión encima del coche del director del DAS, y voló en pedazos. Omaira Reyes Castro había tomado un bus desde algún lugar de la ciudad y, justo a las 7.12 minutos, el vehículo en el que viajaba se detuvo al lado del coche bomba a recoger pasajeros. Fue atravesada por esquirlas de la bomba y murió instantáneamente. Francia Helena Sarmiento y Elsa Cuervo, dos mujeres que cruzaron la calle en el momento de la explosión, volaron en pedazos. Julio Barrero, también agente de Policía, fue alcanzado por una lluvia de partes del vehículo de la explosión y murió al día siguiente. Luis Fernando Reyes, otro estudiante, como yo, como mis hermanos, también murió tras la explosión.
A las 7.20 am la Carrera 7ª con Calle 56 era uno de los puntos más sensibles de la capital. Era paso obligado de buses de colegios, pero también la parada de múltiples rutas hacia el sur y el norte de Bogotá. Había múltiples tiendas y comercios y hasta la sede de la Liga contra el Cáncer de Bogotá. Muchos padres y madres salieron a comprobar que los buses de sus hijos ya habían pasado. En la calle, en esa esquina, el desconcierto declarado por un panorama de guerra —edificios con las puertas y ventanas rotas, coches destrozados, paredes quebradas— y de heridos que aún se preguntan qué había pasado se mezclaba con la angustia de la desinformación. Ricardo Torres, uno de los heridos que esperaba el bus de su colegio, relataba su propia tragedia a la Revista Semana:
«Cuando sentí la explosión alcancé a ver cómo los vidrios del edificio en donde me encontraba se me venían encima, crucé la calle sin darme cuenta y un coche por poco me atropella. Vi el coche del general y, sobre él, mucha carne y sangre. (…) me acordé de que había dejado mi maleta y a otros siete niños que esperaban conmigo el bus. Cuando me devolví, sólo encontré a un niño como de 10 años con la cabeza sangrando porque había recibido muchos vidrios. Un hombre del DAS me llevó a mi casa a pocas cuadras de la explosión. Fue terrible. No logro apartar de mi mente lo sucedido».
A las 8.00 am mi hermano Jorge llamó desde el colegio para decir que había tomado el bus 20 minutos antes de que estallara la bomba.
En mi colegio nos dijeron que nos íbamos a casa temprano, las clases se interrumpieron. Entramos en un estado de sitio permanente, por la guerra. A partir de ese momento, oíamos explosiones, hacíamos simulacros de evacuación y veíamos en la televisión más bombas, más muertos, más sangre, más heridos, y candidatos presidenciales que morían asesinados. Celebrábamos juntos ir a casa más temprano a jugar mientras los profesores intentaban decirnos que no eran tiempos de alegría. Crecimos tristes, encerrados, enrejados, asustados.
Entre 1989 y 1993 en Bogotá tuvimos once atentados terroristas que causaron más de 200 muertos y 1.100 heridos. No fue casual que incluso yo, con 13 años, celebrara la muerte de Escobar en esa Navidad de 1993. Al menos cuatro de esas once bombas estallaron en lugares donde transcurría mi propia cotidianidad, como la de miles de colombianos.
Entre tantas víctimas, lágrimas, balas, bombas, sangre, ruido, palabras, mentiras, gritos, guerras… solo sobrevivimos por cuestiones de azar. Desde las 7.20 am del 29 de mayo de 1989 mi madre nunca dejó de rezar.