Al comienzo de la década de 1990 leí un libro, que una vez más no logro reencontrar, de un autor afroamericano sobre cómo la humillación sistemática que sufrió en la escuela lo convirtió en un resiliente. Y, a la larga, en un escritor de éxito. Otros muchos no han tenido ni tienen tanta suerte.
Aquello me hizo recordar un episodio vivido en mi infancia. En segundo de bachillerato un profesor de matemáticas sacó a la pizarra a mi compañera de pupitre y amiga y, al no contestar como él quería a sus preguntas, le vino a decir que de malas maneras era “tonta”. Sentí una enorme indignación que, aunque muda, se me debió notar ya que me puse a escribir en la libreta sobre lo impresentable que me parecía la conducta del profesor. Él se levantó, me la pidió y me indicó que saliera de clase. Pensé que me llevaría a la dirección, que me expulsarían del instituto, pero no fue así. Lo sorprendente para mí fue que al llegar por la tarde a casa, ¡me lo encontré allí! Hablando con mis padres. ¡Casi me muero! Éramos vecinos de barrio y conocía a mi familia. Lo que les explicó, según me dijeron mis padres, es que no me convenía la amistad con mi compañera de pupitre y gran amiga (lo seguimos siendo). A mí me indignó de nuevo y pensé que quizás era porque vivía “en la otra parte del río”, en “el arrabal”, lejos de nuestras casas del centro.
Como al escritor, esta sensación de humillación y maltrato también me sirvió. Me sirvió para intentar (espero haberlo conseguido) no maltratar a nadie y, en particular al alumnado, por pensar que “no se parece a mí” o que no cumple con mis expectativas. De hecho me ha servido para preguntar a las personas que dicen haber decidido dedicarse a la docencia “porque les gustan los niños”: ¿Y qué hacen con los que no les gustan?
Este tema que nunca ha dejado de preocuparme, nos llevó hace años a plantearnos al grupo de investigación un estudio sobre el papel de los episodios humillantes vividos en la escuela (no de los infringidos por los compañeros sino por los responsables de la institución) en los procesos de éxito y fracaso escolar. Pero al final, no lo hicimos.
Este año, el tema me ha vuelto a encontrar en el Congreso Europeo de Investigación Educativa (ECER 2018) y lo hizo de la mano de Thomas Popkewitz y la colega finlandesa Ina Juva. En la ponencia invitada del primero, con el sugerente título: “La paradoja de la investigación: Las buenas intenciones de la inclusión que excluye y degrada”, fue discutiendo diversas evidencias de cómo las investigaciones y prescripciones educativas estandarizantes y normalizantes habían ido creando un discurso de “lo deseable” que, sistemáticamente dejaba fuera a “lo indeseable”.
Y pensé: “Y parece que todo lo ‘indeseable’ es todo lo que ‘no es como nosotros esperamos o deseamos’”. (‘Vuelta a un tema que me sigue hace décadas’, Sancho, J. M. (2011). En ‘Esperando a los otros’. Cuadernos de Pedagogía, 412, 80-83). En particular me afectó una de sus argumentaciones a la que él llamó: “Sistemas/Cibernética en PISA y la investigación sobre el profesor. De la teoría del equilibrio/eiseequilibrio a las personas y las comunidades: la emergencia de lo normal y lo patológico”. (No he encontrado cómo traducir eiseequilibrio, pero se intuye). A partir de la propuesta de la OCDE de que garantizar que todos los niños se beneficien de una enseñanza de alta calidad no sólo es un fin importante en sí mismo, sino que la evidencia de las evaluaciones internacionales sugiere que un buen funcionamiento del sistema en su conjunto depende de que así sea.
Popkewitz planteó que con las esperanzas vienen los miedos. Miedos en forma amenazas, ya que los emigrantes y los grupos sin capital cultural y habilidades sociales y psicológicas carecen de motivación, y están desconectados, descorazonados o son demasiado pobres para estudiar. Y la pregunta es ¿cómo los acoge la escuela?
Si esta intervención me afectó, la de la colega Ina Juva me puso literalmente ‘los pelos de punta’. Su comunicación titulada: «‘No encontró su lugar en esta escuela’. Reexaminando el papel de los profesores en el acoso escolar en una escuela integral finlandesa. (Publicada en Ethnography and Education, DOI: 10.1080/17457823.2018.1536861) mostró la cara más oscura de ‘idílico’ sistema educativo finlandés.
Presentaron un estudio etnográfico que exploraba la naturaleza compleja del maltrato al mostrar que es mucho más que rasgos de estudiantes individuales. Algo bastante inusual, dado que el maltrato ha sido abordado a menudo como un fenómeno que concierne principalmente a los individuos.
El estudio consistió en el seguimiento de un estudiante y las reacciones de toda la escuela, tanto del profesorado como del alumnado, ante el acoso que venía sufriendo. Esto permitió trazar un mapa de la comprensión de la naturaleza del acoso y cómo el profesorado reacciona ante él. Así como examinar su papel y su comprensión de forma de actuar en el acoso escolar.
Al entender la intimidación como un fenómeno más amplio y no como un mero problema de los individuos, se concentraron en las estructuras y actores que contribuyen a la intimidación. Se preguntaban cómo los docentes, a sabiendas o no, manejan el acoso y lo hacen incluso cuando no son conscientes de que lo están haciendo. En general, el maltrato se conecta con el hecho de nombrar al estudiante intimidado como ‘no normal’ o ‘desviado’. En este caso el estudiante fue categorizado como ‘no normal’ y esto afectó a la forma en que lo trataban los docentes.
La investigación ha mostrado que la manera en que los docentes perciben a los estudiantes influye en la forma en que actúan en un caso de intimidación. Las escenas observadas por las investigadoras dejaron a la audiencia literalmente boquiabierta. Mientras llegaban a la conclusión de que “los profesores, las normas y la cultura escolar desempeñan un papel importante en el maltrato, contribuyendo a él o previniéndolo, y justificándolo o problematizándolo”. Mientras su estudio hacía visible cómo la (no) normalidad está conectada con la intimidación.
Un estudiante que es llamado «no normal» y que se convierte en blanco del maltrato, puede ser ignorado por los docentes. En este caso no solo no intentaron intervenir en el acoso al que lo sometían los compañeros, sino que también participaban en su exclusión, achacándole la culpa por lo que ocurría.
Llegados a este punto me gustaría compartir y lanzar una discusión sobre un interrogante que me produce una gran inquietud. ¿Hasta qué punto somos conscientes, o incluso contribuimos, a discursos, políticas educativas y prácticas institucionales o educativas que puedan conllevar y fomentar maltrato institucional aunque sea para un alumno (también docente)? Porque no hay nada más injusto y deseducativo que la intimidación normalizada en la estructura de los sistemas.