Hace más de diez años nuestro país firmó la Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad y su Protocolo Facultativo, aprobados en diciembre de 2006 en la Sede de las Naciones Unidas. Una firma que no fue simbólica, ya que España se había convertido en uno de los países promotores e impulsores de esta iniciativa.
La Convención dedicó el artículo 24 a la educación. Se reconocía el derecho de las personas con discapacidad a la educación a lo largo de la vida y a “acceder a una educación primaria y secundaria inclusiva, de calidad y gratuita, en igualdad de condiciones con las demás, en la comunidad en la que vivan”. Se incorporaba la necesidad de realizar “ajustes razonables” y la de “prestar los apoyos necesarios para una formación efectiva” en un contexto de “plena inclusión”. Se arbitraban mecanismos para asegurar la educación de los niños y niñas sordos, ciegos o sordo-ciegos (entre ellos la incorporación y contratación de profesionales con dominio del Braille o le Lengua de Signos) y, finalmente, se conminaba a los estados a asegurar también el acceso general a la educación superior y profesional.
En el ámbito universitario se produjeron de forma rápida algunos avances –algunos aún por consolidar– relacionados con la adaptación en las pruebas de acceso y el establecimiento de cupos y gratuidades, la accesibilidad universal o la incorporación del Diseño Universal para el Aprendizaje a los planes de estudios. Sin embargo, en las etapas previas a la universidad las cosas no fueron tan rápidas ni sencillas en absoluto. La LOE acababa de ser aprobada en 2006, con lo que no se produjo una revisión en profundidad de las políticas de inclusión en los primeros años, y aún quedaba por llegar la siguiente ley educativa, la LOMCE, cuya filosofía general se sitúa en las antípodas de la igualdad de oportunidades y la educación de calidad para todas y todos. Por si esto fuera poco, en 2012 se había aprobado un Decreto Ley, llamado eufemísticamente de “Racionalización del gasto público en educación”, que estaba llamado a tirar por tierra muchos de los avances anteriores en materia de ratios, recursos financieros y apoyos al sistema educativo y que ha tenido consecuencias nefastas en los colectivos más vulnerables y con mayor riesgo de exclusión.
En 2014 el Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de la ONU inició una investigación sobre el cumplimiento de la Convención en España. El informe presentado en junio de 2017 ha resultado demoledor, haciendo constar incumplimientos en casi todos los órdenes y aspectos evaluados: acceso a los centros ordinarios y mantenimiento de educación segregada; derechos de las familias a decidir; especial vulnerabilidad del alumnado con discapacidad intelectual; desenfoque de los modelos de evaluación psicopedagógica, etc. Sería prolijo analizar todos, aunque pueden encontrarse algunos análisis elaborados por distintas organizaciones, como el que desarrolla Plena Inclusión Madrid, que también ofrece un enlace directo al informe.
Quizá baste para hacerse una idea el siguiente párrafo contenido en el “resumen de los hallazgos” presentado por el Comité: “23. El Comité considera que la información disponible revela violaciones al derecho a la educación inclusiva y de calidad principalmente vinculadas a la perpetuación, pese a las reformas desarrolladas, de las características de un sistema educativo que continua excluyendo de la educación general, particularmente a personas con discapacidad intelectual o psicosocial y discapacidades múltiples, con base en una evaluación anclada en un modelo médico de la discapacidad y que resulta en la segregación educativa y en la denegación de los ajustes razonables necesarios para la inclusión sin discriminación en el sistema educativo general. Esta situación de segregación, respecto a la cual el Comité hizo referencia en sus observaciones finales sobre España en 2011, continúa afectando, como entonces, a alrededor de un 20% de las personas con discapacidad, con repercusiones adversas para su inclusión en la sociedad”.
Entre las recomendaciones del informe –de variada entidad y calado– ciertamente algunas se refieren a la eliminación de la educación segregada, tanto en los centros ordinarios como en los centros especiales. Pero no son, desde luego, las únicas.
Y desde mi punto de vista, es muy preocupante que lo que hasta el momento haya trascendido como medida principal o, al menos, como la única conocida hasta la fecha, es el propósito decidido de eliminar la posibilidad de escolarizar a algunos alumnos y alumnas en centros específicos.
Resulta difícil pronunciarse sobre la pertinencia o la conveniencia de esta medida sin saber exactamente cómo va a articularse y cuáles serán las condiciones, plazos y forma en las que se llevará a cabo. Es posible que muchas personas piensen que eso no es relevante, que lo importante es encaminarse hacia ese objetivo. De momento, ya han surgido debates y voces en sentidos distintos y provenientes de ámbitos diversos: patronales de educación concertada o privada, centros educativos, colectivos varios, familias y profesorado. Por mi parte, prefiero esperar para tener una información más completa.
Sin embargo, no puedo dejar de advertir que el verdadero y perentorio reto que debemos afrontar es el de garantizar unas condiciones de mayor inclusión e igualdad de oportunidades en los centros ordinarios. Todavía son ingentes las barreras y obstáculos para una inclusión efectiva: lo son por los currículos disparatados, la ausencia de medios y recursos, la anticuada concepción de la evaluación psicopedagógica y por algunas actitudes, culturas y prácticas en las que predomina un componente segregador.
Aunque reconozco que las acciones emprendidas por el equipo ministerial actual me producen mucha más confianza que las de los anteriores, me asalta la duda de si de verdad se pretende hacer un abordaje integral de las condiciones de nuestro sistema educativo para garantizar o, al menos, para encaminarnos con paso firme hacia unos contextos educativos más inclusivos.
La reversión de los recortes ya en marcha –bajada de ratios, incremento de recursos y apoyos, etc.– deja demasiada responsabilidad en manos de las administraciones autonómicas y algunas no parecen muy dispuestas a dar el imprescindible giro a sus políticas presupuestarias de ajuste. En algunos parlamentos autonómicos, como el de Madrid, se ha bloqueado la posibilidad de debatir sobre la iniciativa legislativa de un gran número de ayuntamientos en favor de la inclusión. Algunas normativas recientes, aparentemente “inclusivas”, perpetúan formas de hacer segregadoras o constituyen meros pronunciamientos retóricos, vacíos de contenido real y de acciones consistentes.
Me alegra saber que las recomendaciones del informe se están teniendo en cuenta y me alegrará aún más que vayan a ponerse en marcha muchas medidas que, de forma coordinada, mejoren las políticas encaminadas a la inclusión en nuestro país. Confío en que no nos quedemos en ajustes parciales o estéticos y, sobre todo, en que no empecemos la casa por el tejado: los cimientos de la inclusión deben ser los centros ordinarios en los que se escolariza, hoy por hoy, la mayor parte del alumnado en riesgo de exclusión. Solo será posible construir reforzando esos cimientos.
Si no fuera así, me parece que habremos desaprovechado una oportunidad. Y, como siempre, los que lo sufrirán serán principalmente los niños y niñas ahora excluidos, sea cual sea la modalidad educativa en la que se encuentren. Y también, por cierto, las familias y los profesionales de la educación, a quienes es difícil seguir pidiendo esfuerzos para alcanzar metas para las que tal vez no hayan sido adecuadamente preparados y, sin duda, para las que están insuficientemente provistos y apoyados.
Víctor Manuel Rodríguez Muñoz. Director del Área Educativa de FUHEM