No es fácil. Es caro y complejo. La formación es fundamental, en muchos sentidos. Centros más bien pequeños, con un gran volumen de profesionales. Pero con los ingredientes adecuados y una buena dosis de tiempo, lo que parece increíble, se convierte en posible.
El centro educativo Ponce de León es concertado, en un barrio complicado de clase trabajadora del sur de Madrid. Pegado al Hospital Doce de Octubre. En el barrio de San Fermín.
Nació en los años 70 como un «colegio para sordos». Hace 20 años se encontraron con una disyuntiva. Las familias querían que sus hijos siguieran en la secundaria en el mismo centro y, secundaria como tal, en la educación especial, no existe. De forma que el Ponce de León solicitó a la Comunidad de Madrid la posibilidad de abrir grupos de secundaria, pero serían grupos ordinarios. De repente el colegio de educación especial se empezó a transformar en un centro de inclusión, aunque los nuevos, en este caso, eran los alumnos «ordinarios».
“Nosotros éramos, hace 20 años, solo de sordos. Y éramos una burbuja y los niños no aprendían con sus iguales, emocionalmente no había un desarrollo normalizado… había una serie de carencias muy fuertes”.
Hoy, el colegio se divide en dos. Por una parte está el ordinario, con enseñanzas desde infantil hasta ESO y algunos ciclos formativos de grado medio y superior. El bachillerato quedó en el aire con la llegada de la crisis y la dificultad económica para abrir esta etapa. Por otra, el centro de educación especial, con educación básica obligatoria, cursos de transición a la vida adulta y otros profesionales. Aunque “nuestra filosofía es la de la inclusión”, asegura Montse Pérez, su directora.
Y la inclusión, aunque está en proceso, se respira en los pasillos y las aulas. Niñas y niños, maestras, parte del personal de administración y servicios son bilingues en lengua oral y lengua de signos española. Desde los tres años, el alumnado, tanto oyente como sordo, aprende la lengua de signos, que utilizan indistintamente unos con otros. Todo el profesorado, además de ser PT o AL, habla lengua de signos para poder comunicarse con todo el alumnado. Y las familias, tanto sordas como oyentes (aquellas en mayor medida, lógicamente), lo tienen «fácil», dado que la escuela de padres del centro ofrece cursos para aprender lengua de signos.
Cuando las paredes se caen
Montse Pérez nos recibe en el hall de entrada del edificio principal pocos minutos después de que niñas y niños hayan entrado en las aulas. Nos va a enseñar el proceso en el que el centro se encuentra metido (uno de tantos pero que puede ser capital en unos años). Al inicio de este curso, tras algunas obras de remodelación, han conseguido juntar el aula de primaria de la parte ordinaria, con el primer curso de educación básica del especial. Una pared panelada en el medio de ambas aulas hace las veces de separación (o no) de ambos espacios.
El aula tiene dos formas claras. En un lado hay una que recuerda mucho a una clase de educación infantil de cualquier centro educativo. Sobre la alfombra que domina el espacio, 27 niñas y niños están sentados, reunidos en asamblea. Con ellos se encuentran, hoy, cuatro maestras. Por una parte, una maestra que se expresa en lengua española y otra en lengua de signos. Junto con las dos profesora del aula de primaria está la profesora del grupo de educación especial todos los día; y dependiendo de la actividad a lo largo de la semana se incorpora la Especialista de LSE.
La organización habitual es que en el aula de primaria haya siempre dos docentes, la que habla y la que signa. Cuando abren el aula a la clase de educación especial, se suma la profesora de educación especial. “Nuestra filosofía es la inclusión: que puedan estar, participar y aprender con sus iguales. Pero también necesitan sus momentos específicos”, asfirma Montse
De los 27 niños y niñas que hay, dos pertenecen al aula de educación especial. El resto, a la ordinaria. Y de estos, cinco son sordos y el resto, oyentes. Hay niños con implantes, otros no, hay niñas hiperactivas, con rasgos de autismo, del barrio y de lejos (una familia, incluso, llegó a mudarse desde fuera de la Comunidad de Madrid, nos cuenta Montse, para llevar a su hijo al centro). “Hay niños con problemas del lenguaje pero asociados a discapacidades diferentes. Porque la sordera no viene sola; puede ir con trastornos de la atención, con problemas de desarrollo, con rasgos autistas…”, explica la directora.
Aunque todo tiene su truco. El centro es de línea uno, concertado y con el apoyo de la Fundación Montemadrid, nacida de la extinta Caja Madrid y su Obra Social. Estas características, efectivamente ayudan. En lo organizativo, ya que tienen más o menos 400 alumnos y hay unas 80 personas a su cargo. La Fundación, además, apoya económicamente una parte de los recursos humanos que tienen. Nos cuenta Montse que existe una aportación voluntaria de 25€ que solo abonan el 40% de las familias, pues no pueden pagarla.
El proyecto de las aulas que pueden comunicarse y, de vez en cuando, se cierran para que el alumnado de especial pueda trabajar algunos temas, ha comenzado este año con el primero de los cursos pero el objetivo es que vaya ascendiendo hacia el resto de cursos que componen el centro. Llevará tiempo y es posible, dice Montse, que ella misma no pueda verlo antes de jubilarse. Pero ese es el camino que han escogido.
Otro de los trucos está en un equipo de orientación que podría envidiar cualquiera. Logopedas, fisioterapeutas, trabajadoras sociales… Son ocho personas en total.
La Comunidad de Madrid no es estricta con algunas de las cosas que se hacen en el centro, como el hecho de que se haga trabajo por proyectos de investigación en todos los cursos, de manera que la organización de los horarios lectivos no siempre responde a lo que está ocurriendo en las aulas al minuto. Pero no pone pegas. Es un modelo que está funcionando y que, además, a la Consejería no le está costando dinero. Todos los recursos extras que supone esta inclusión las aporta Fundación Montemadrid.
El aula que recuerda más a la de primaria, con sus sillas y sus mesas, se organiza en diferentes rincones en donde niñas y niños trabajan diferentes aspectos del proyecto que investigan. Un cuadrante en el aula recuerda al alumnado las diferentes zonas y cada uno decide en qué rincón pasará cada día. La única obligación, explica la directora, es que cada niño pase por todas las zonas una vez a la semana.
“Esa autonomía nos permite a los adultos sentarnos con quien lo necesita para que pueda estar trabajando. La batería de actividades de cada mesa se decide en función de qué niños están en cada rincón”, de manera que el proceso de enseñanza-aprendizaje es mucho más individualizado.
Por supuesto, las resistencias están. O estaban. En los primeros años sobre todo, cuando el centro abrió las puertas al alumnado ordinario de secundaria, las familias a las que la administración les daba plaza en el colegio se asustaban porque es de educación especial. A base de trabajo y perseverancia, esas primeras resistencias se fueron diluyendo. Ahora hay lista de espera cuando llega la matriculación.
Cuando vieron que era factible la inclusión de alumno oyente en secundaria, el centro apostó por aumentar a las etapas de infantil y primaria. Le han dado la vuelta al concepto de inclusión. No es el alumnado sordo el que es escolarizado (que no incluído) en un centro ordinario, sino al revés.
Una política que, además, han ido extendiendo a otras organizaciones con las que trabajan. Comenta Montse cómo, cuando comenzó este proceso, colaboraban con la Federación Madrileña de Deportes para sordos. Les hicieron trabajar, a partir de ese momento, con niñas y niños oyentes. De nuevo, la inclusión «al revés».
Ahora, tras todos estos años, siguen dando pasos. Las reuniones de equipos, con el personal docente y demás, se realizan en lengua de signos. Dado que todo el mundo tiene esta lengua en común, parece lo más sencillo hacerlas así. Y, en el caso de que alguien no tenga el más alto de los niveles (hasta cuatro según el marco europeo de las lenguas), habrá una persona que hará las veces de intérprete. Habrá interpretación para los oyentes.
Además, tienen proyectos Erasmus+. Envían alumnado con necesidades educativas también. El año pasado fueron cuatro alumnos quienes viajaron fuera de España. Viajaron dos de sus profesores con ellos como acompañantes.
Y, por supuesto, otra de las claves está, claro, en la escasa o nula movilidad del profesorado. Al ser un centro concertado, no tiene el problema habitual con las interinidades. Y al tener un proyecto tan específico, quienes acuden a él para enseñar lo hacen sabiendo perfectamente dónde entran. Han de ser PT o AL, además de tener competencia en lengua de signos suficiente para dar las clases. Los problemas aquí aparecen en secundaria, «los problemas aquí aparecen con titulaciones de profesorado que no sean maestros, con conocimiento y dominio de la LSE», pone como ejemplo Montse. Es más complicado que un licenciado en un grado que decide hacer el master de secundaria, también tenga inquietudes por la lengua de signos (en el caso de que sea oyente) y tenga ganas de participar en el proyecto del Ponce de León.
Le preguntamos a Montse sobre la polémica de los últimos años que enfrente a quienes defienden la inclusión y a quienes hacen lo propio con la educación especial. “ Yo no defiendo la especial por la especial”. “Entiendo, afirma, que este colegio es único, que en un mismo centro existan los dos modelos es complicado porque la normativa no ha ido por ahí. Pero a mí es el modelo que me gusta: en el que estén integrados los dos, que los grandes profesionales que hay en especial sirvan como recurso en la inclusión y que los niños de la especial y la ordinaria tengan las mismas oportunidades de aprender, estar y de estar con sus iguales”.
Retos
El bilingüismo, al que tan acostumbrados estamos en los últimos años, español e inglés, supone uno de los problemas importantes. El colegio no es bilingüe en estos dos idiomas. Sí lo es en otros. Entre otras cosas, porque el inglés, con el alumnado que tienen, supone la multiplicación exponencial de las dificultades, además de que acabaría suponiendo una segregación interna en el colegio. Todo el mundo tendría que manejar cuatro lenguas: lenguas de signos española e inglesa, además de español e inglés.
Su apuesta está en otro lado, una inclusión sin diferenciación, al menos en la mayor cantidad posible. Pero no renuncian a la enseñanza del inglés, de manera que, además de las horas legalmente establecidas para un centro no bilingüe, el Ponce ofrece horas adicionales para el inglés, tanto para oyentes como para sordos.
Por supuesto, el reto de los recursos y la financiación siempre están presentes. Por su idiosincrasia y por el barrio en el que se encuentran, con mayor motivo.
La burocracia y la oganización es otro reto cotidiano con el que lidian la directora y la secretaria, además de que cada cuatro años como mínimo tienen que “convencer” a la inspección del proyecto que llevan a cabo.
Durante la conversación con Montse aparece también el asunto de las evaluaciones externas. Las enfrentan todas (“Hay que hacerlas”), pero la ddecisión de qué alumno las pasa es individual. “Si yo tengo que exentar a 5, pues no me cruje ningún hueso”.
“Si entendemos que un niño se va a sentir mal si no la hace, pues que la haga. Si me baja la nota me da igual. Si entendemos que lo va a pasar mal porque ni aunque me siente yo con él la va a entender porque tiene su adaptación, su ritmo y su manera, vemos lo que el equipo de orientación dice y tomamos la decisión en función del niño, no de la nota que nos dé. Aunque sabemos que luego las familias miran”.
“¿Quién se ha visto beneficiado? (se pregunta Montse Pérez) Fundamentalmente los sordos. Y por quien montamos toda esta historia, la forma e trabajar, el bilingüismo, es por los sordos. ¿Quién se ve beneficiado en segundo término pero igual al 100%? El ordinario. Se está beneficiando. A parte del aporte de valor que tiene que yo convivo y vivo y me desarrollo con cualquier tipo de capacidad”.