“Instaría a que los programas para promover la igualdad de los gitanos se diseñen y monitoreen en consulta con los representantes de las comunidades gitanas, en lugar de ser diseñados y monitoreados por otros”. Se trata de una de las muchas recomendaciones del Relator Especial de las Naciones Unidas, Fernand de Varennes, tras su visita a España a finales de enero. En un informe preliminar recuerda a nuestro país cómo contamos con la segunda comunidad gitana más numerosa de Europa y que el camino ha sido exitoso en la disminución del analfabetismo pero no tanto en el éxito escolar, con un 64% de alumnos gitanos que se van del instituto sin título. También se muestra alarmado por haber tenido constancia de centros educativos con una concentración de hasta el 90% de alumnado gitano sin que exista un plan nacional para abordar esta realidad.
Tina y Barró
La Asociación Barró funciona desde hace 25 años en Puente de Vallecas (Madrid) y en este tiempo ha ido extendiendo su acción a otros lugares como Ciudad Lineal, Villa de Vallecas o la Cañada Real. De centrarse en la alfabetización de la mujer gitana en un primer momento ha ido ampliando su ámbito de actuación a los niños, adolescentes y jóvenes. Ya no solo de etnia gitana, también de origen migrante y, más en general, en situación de vulnerabilidad.
Ha cambiado mucho desde su creación por la Compañía de María a petición de los Servicios Sociales en 1994, como nos relatan Esther Galante, coordinadora general de proyectos; Aura Morales, mediadora intercultural, y Estrella (Tina) Iglesias, de la primera promoción de mediadoras gitanas de Barró, la de 2004-2005. Esta última interviene hoy, entre otros, en el CEIP Asturias y en el IES Madrid Sur, pero en un principio tuvo que mentir en casa para poder apuntarse a ese curso: “Yo estaba acostumbrada a estar en mi casa, atender a mis hijos, a mi marido. No pensé que podía hacer nada que no fuera eso, el tema de los cuidados. Al recibir la renta mínima de inserción (RMI), acudía a una asociación de mi barrio, Mujeres Opañel, y surgió el tema del curso de mediación para mujeres. Yo he sido siempre una persona con una autoestima más bien baja, con muchos miedos, no sabía cómo me iba a organizar… pero finalmente di el paso, pensando aún en cómo lo iba a contar. Al final a mi marido le dije una mentirijilla, que nos iban a quitar el RMI si no hacía ese curso”.
No ha sido un camino de rosas, pero en este tiempo, Tina (47), a la que “sacaron” en 6º de EGB –a ella y a su hermana, los varones siguieron estudiando– ha conseguido su primer contrato laboral –en un campamento de verano de la asociación El Fanal–, se ha sacado el graduado escolar por las tardes trabajando por las mañanas, se ha formado en el curso de la Universidad de Navarra de experta en intervención con la comunidad gitana y, desde 2006, como otras compañeras de promoción, entre ellas la hoy coordinadora técnica del programa de mediación, trabaja para Barró.
Ha participado en numerosas reuniones entre familias gitanas y profesores, ha asesorado a docentes, ha trabajado apoyando a la educadora con grupos de mujeres de Cañada Real, y en el grupo de apoyo escolar de niños y adolescentes también allí –“donde más experiencia adquirí”, reconoce-. Ha animado a otras mujeres a sacarse el graduado y ha visto cómo uno de sus hijos sigue sus pasos y está formándose para ser mediador. Hoy se acuerda de la vergüenza que pasaba al principio, cuando al elaborar informes para los centros educativos tenía dudas con la ortografía, o de aquel educador que, en las prácticas dentro de un programa contra el absentismo escolar en Villa de Vallecas, le recomendó dejar lo de mediadora por lo de monitora de aerobic, “con muchas más salidas”. También, de los conflictos con un marido que nunca hasta entonces la había visto salir de casa, enfrentarse al mundo laboral, relacionarse con personas no gitanas… O de la respuesta medio en broma de sus hijos –“Mamá, qué paya eres”– cuando les obligaba a ir al instituto. Si le preguntas “¿Qué estarías haciendo ahora si no hubieras hecho nada de esto?” responde: “¿Yo? Con pijama y bata, fregando…”.
Empezar a trabajar, a relacionarse con otras personas y sentir que estaba haciendo un buen trabajo le cambió la vida radicalmente, reconoce Tina, “a mí, que estaba en casa, que rara vez salía a vender con mi marido y que ni sabía hacerlo, que una vez cuando nos quitaron el género me puse a llorar… pero que sentía que ese era mi entorno, que eso era lo que se esperaba de mí por ser mujer gitana”.
La transformación de Tina ha corrido pareja a la evolución del programa de mediadores de la Asociación Barró. “La mediación social se utiliza mucho, pero no con esta metodología de rescatar a la propia gente. Tenemos mediadores que son ellos mismos realojados, mujeres contratadas que siguen viviendo en Cañada y se convierten en referentes sociales en su propio espacio comunitario como una especie de trabajadoras sociales, de referente al que acudir”, explica Esther.
Hoy poco queda de aquella asociación de 1994, salvo el lugar en que se encuentra. Lo que arrancó con el esfuerzo de muchos voluntarios hoy se ha profesionalizado, hasta los 37 trabajadores de plantilla que la integran. La mediación, junto con el trabajo en red –colaboran con otras entidades en la red Artemisa– son dos de sus pilares. Pero tampoco ha sido fácil. Para el primer curso de mediación, el de Tina, hablan con el Ayuntamiento, diseñan unas prácticas de un año… “Pero el sueño dura poco: son mujeres que en la mayoría no cuentan con el graduado escolar y empieza a haber trabas burocráticas”, rememora Esther. Lejos de rendirse, estas mujeres se siguen formando y, si no es posible que logren un puesto de trabajo en un centro educativo, sí pasan a trabajar para la red Artemisa u organizaciones como Barró, que desde un principio apostó por esta figura “como un filón para complementar proyectos y programas y lograr mejor los objetivos”: “Son perfiles fundamentalmente receptores de la renta mínima de inserción, pero empezamos a ver que ahí hay mujeres líderes de su comunidad, con ganas de aprender, de superarse, para tener un papel mucho más activo en los cambios sociales y educativos que intentamos producir”.
Así ha funcionado con Tina, Manuela, Paqui, Sandra, Samuel… Barró forma –ha habido cuatro cursos en este tiempo, con entre 10 y 15 personas– y el objetivo es reinsertar después en los propios proyectos: “Esto ha supuesto un cambio brutal a la hora de trabajar en Barró, porque yo puedo ser una muy buena educadora, trabajar con una familia gitana y llevarme estupendamente con ella, y puedo decirle que el niño tiene que ir al cole y que tienen que ir a hablar con la profesora… pero si va también una mediadora gitana y se lo dice desde sus claves culturales, desde un entendimiento de la situación, va a conseguir muchísimo más. Ellas ejercen como puente, van dejando pequeñas huellas en los centros”, proclama Esther, que reconoce que el sistema educativo no está preparado para afrontar la diversidad cultural actual. “Los docentes no están formados para tratar esta diversidad, no cuentan con competencias interculturales. La mediadora, con su trabajo, puede lograr el acercamiento e implicación de las familias, que vean el centro como algo suyo, que crezca su sentido de pertenencia, pues sin esto es muy difícil avanzar. Pero hace falta también que los profesores cuenten con esas herramientas, que lo vean como algo natural… El proyecto de mediación no es para favorecer a esta o aquella comunidad, es para intervenir con las partes, también con la institución, asesorando a los profesores sobre el mejor modo de expresarse ante una familia en una reunión”, secunda Aura.
Poco a poco, las instituciones empiezan a ser conscientes de lo beneficioso de esta mediación. Existen, por ejemplo, mediadores gitanos en el Tanatorio Sur y el Ayuntamiento se acordó de Barró en todo el proceso de desmantelamiento y realojo del poblado chabolista del Gallinero. “Había entidades trabajando, pero sobre todo con los niños, les está costando acceder a los jóvenes y a las familias. Y nos piden hacer una réplica. A nosotros nos da vértigo, porque la población gitano-rumana no tiene demasiado en común con la población gitana española, pero hacemos el primer curso de mediación social con población gitano-rumana en 2014-2015 y la experiencia es muy positiva y se repite en 2016 y 2018, tanto con hombres como con mujeres. Hoy tenemos contratados a seis gitanos rumanos que colaboran con el Samur Social del Ayuntamiento en asentamientos urbanos, en colegios, en rutas, presencia en horario lectivo… una figura que fue, además, muy importante durante el desmantelamiento y el realojo el mes de septiembre pasado, con una mediadora que se encarga del seguimiento ahora de las familias ya realojadas”, explica Esther.
Tina, que fue receptora –cuando hacía cursos de alfabetización, búsqueda de empleo y habilidades sociales– y hoy es protagonista de programas dirigidos a la comunidad gitana, reconoce que “es fundamental contar con el apoyo de entidades, de profesionales, que ven que puedes, que te animan a seguir adelante aunque se te pase por la cabeza rendirte”. “Yo estoy cansada de oír ‘es que no quieren integrarse’. Si esa gente viviera un día en la piel de una persona gitana –que vayas al supermercado y te siga el de seguridad, que quieras alquilar un piso y te veten por ser gitano, que en el colegio tus hijos estén mirados de otra manera…– verían que no es fácil, que muchas veces es hasta normal la hostilidad”, reflexiona Esther, que defiende sus programas como complementarios de otros como los de la Fundación Secretariado Gitano.
El alumnado gitano
Sobre la segregación del alumnado gitano, Tina constata que en el colegio en el que ella estudió, el mismo en que estudiaron sus hijos, esta ha ido a más: “A veces hay colegios que rechazan de una manera muy sutil a las familias gitanas: “Aquí el niño se va a sentir mal, casi no hay gitanos, todos sus primos están en otro cole, el nivel es más alto y no lo va a tener fácil…”, señala.
“Algunos centros son reticentes a integrar en el centro la figura de la mediadora por el desconocimiento de sus funciones y la resistencia al cambio también está ahí.. Y otros casos en los que los protocolos contra el absentismo no se cumplen de manera óptima”, relata Esther, que, además de un buen proyecto intercultural y de inclusión social, de la formación de los docentes, entiende que es necesario bajar la ratio y aumentar los recursos. “Programas como el bilingüismo son tremendamente segregadores para niños con bajos recursos, cuyos padres tienen pocos estudios o ninguno, y que no cuentan con la posibilidad de enviar a sus hijos a una academia de idiomas… pero además el sistema educativo está concebido de manera que los niños deben dedicar todos los días tres o cuatro horas a los deberes, de forma que se tiene que reforzar casi más en casa, y hay familias que, a medida que sus hijos van creciendo, no están preparadas para reforzar”, constata.
A eso se añade muchas veces la falta de información, incide Tina. Familias que aceptan que lo mejor para su hijo es acudir a la clase de compensatoria porque allí van más niños y niñas gitanos y se va a sentir arropado, y firman sin saber con qué nivel van a salir de allí. Aunque suene impopular decirlo, Esther asegura que en determinados casos, como medida excepcional, una repetición a tiempo puede ser beneficiosa: “Quizá en una clase de 30 niños repiten un máximo de 5 y, curiosamente, nunca son los niños gitanos. Así, nos encontramos con niños que acaban 6º de primaria sin saber leer ni escribir, y sin expediente de absentismo, lo que es una vergüenza”.
Y esto, en el colegio. En el instituto, reconocen, es aún más difícil. También para las mediadoras. “Allí no hay la misma relación con la tutora, son muchos profesores, los alumnos están en plena adolescencia y es brutal la presión del grupo”, enumera Tina. “A mí no se me habría ocurrido decirle a mi padre o a mi madre que estaba pensando en dejar el instituto. Sabía que esa no era una opción”, analiza Esther. “En una familia gitana, desde mi experiencia, no hay ninguna mujer que si le preguntas ‘¿Quieres que tu hijo estudie?’ te responda que no. Pero ese hijo entra en la adolescencia y entonces le reconocen como adulto, y dice que no quiere ir, y se echa novieta e inicia otra vida que culturalmente no está mal vista… El ‘Si es lo que quieres, vale’ se abre paso”. “A muchos de esos chicos que abandonan nos los encontramos después en Barró, con 22 años, sin la ESO, en el proyecto de adultos para sacarse el graduado”, concluye Esther.