En las últimas conferencias que he tenido la oportunidad de impartir ha surgido en los debates, de un modo recurrente, la estrecha relación entre una forma de desarrollo profesional docente con la problematización e investigación del curriculum. El contexto histórico al que se recurría para hacer referencia a esta relación era la década de los años 80 del pasado siglo y, una preocupación que estaba en la base de muchas de las intervenciones, era el vínculo entre el cambio y la mejora de la escuela con el cambio y la mejora de lo social. Que es lo mismo que decir que la buena didáctica es una exigencia profesional que debe acompañarse de la pregunta ética sobre el sentido y la función social de la escuela y el papel que deberemos jugar los y las docentes. No sé si el lector o lectora llegará a adivinar que estas argumentaciones estaban defendidas, en su mayor parte, por profesionales de la enseñanza ya jubilados o a punto de jubilarse. Maestros o maestras que iniciaron su andadura por la docencia empujados por la urgencia política de un nuevo profesorado y un nuevo curriculum acorde a las exigencias de una joven democracia que intentaba desprenderse de la pesada herencia sociológica y cultural de la dictadura franquista.
Entre las cuestiones que se debatían una muy bien definida era la exigencia de un empoderamiento y autonomía profesionales del maestro que le permitieran tomar en sus manos la problematización del curriculum. Frente a la idea de un profesorado limitado a las destrezas técnicas de aplicar un curriculum, en la mayor parte de los casos regulado por el libro de texto, la idea de un profesorado que orienta su epistemología profesional por un proceso reflexivo, constructivo de significados, basado en la problematización y la investigación sobre lo que pasa en la escuela, sobre los procesos de enseñanza y aprendizaje. Y ciertamente, algunos de los más antiguos y menos desmemoriados recordarán que la creación de los Centros de Profesores por el Ministerio de Educación y Ciencia (Real Decreto 2112/1984 de 14 de noviembre) tenía en sus orígenes la finalidad de abrir un espacio de intercambio profesional que permitiera profundizar en la comprensión del trabajo en la escuela y, por tanto, de los complejos procesos que acompañan la selección cultural y sus concreciones curriculares. No olvido que en esos mismos años una potente red de Movimientos de Renovación Pedagógica alimentaba un discurso renovador y abría nuevas miradas sobre los conceptos de curriculum y de enseñanza rechazando los corsés burocráticos para la planificación didáctica de las tareas en el aula. Pero debo insistir en que cualquiera de los textos que nutrían los procesos reflexivos de ese modelo de desarrollo profesional venían a subrayar el carácter político, socialmente comprometido, de la actividad docente.
Más allá del apunte histórico o la nostalgia del tiempo pasado, la pregunta recurrente en los debates que vengo citando es: por qué ha perdido fuerza en la formación inicial y permanente del profesorado la reflexión sobre la estrecha relación entre empoderamiento profesional y la problematización del curriculum y por qué ha desaparecido de los modelos de formación la comprensión del carácter político de esa relación entre el tipo de maestro que queremos ser y el tipo de curriculum que queremos desarrollar. Quizá, esta podría ser una pregunta generadora, para decirlo con los términos de Freire, que facilitara esta necesaria reflexión profesional y política sobre el sentido de nuestras prácticas.
Mientras llega ese diálogo, aquí les dejo un par de apuntes para ir elaborando respuestas. El primero, muy bien argumentado en el libro La polis secuestrada (Trea Ediciones), tiene que ver con la hegemonía del discurso neoliberal que viene a decirle al profesor que se deje de idealismos éticos y que consuma los diferentes productos que para su formación viene ofreciendo un mercado regulado por fundaciones, institutos y publicaciones que desarrollan una monocultura sobre la escuela que normaliza y disciplina la práctica pedagógica en un sentido de exaltación de la iniciativa individual y olvido de cualquier forma de racionalidad crítica. Aquellas ideologías pedagógicas basadas en la comunidad, la cooperación, la investigación, el pensamiento crítico o el análisis cultural quedan insensiblemente invisibilizadas por recomendaciones de expertos e informes técnicos que abogan por soluciones mercantilistas neoliberales para los problemas educativos dejando al profesorado fuera del juego de la reflexión y la toma de decisiones sobre el sentido profundamente emancipador que debería tener la educación.
La segunda consideración, muy relacionada con lo anteriormente señalado, tiene que ver con la proliferación de políticas educativas que definen el curriculum en términos de estándares de aprendizaje, es decir, en términos de resultados medibles a través de pruebas estandarizadas. El argumento es conocido: frente a los vaivenes políticos y confusas políticas curriculares necesitamos procedimientos objetivos que definan el logro educativo alcanzable para cada sujeto, independientemente de su origen o contexto social. Dicho así, el estándar es garantía de equidad social, las metas son las mismas para todas las escuelas. Siguiendo con esta lógica, si la equidad debe ser universal, a nadie debe extrañarle que una oficina de técnicos y expertos internacionales alejados de las escuelas trabajen en la elaboración de esas pruebas estandarizadas con la que medir el logro de cada niña y cada niño. Se acabó entonces el debate sobre el curriculum. Sin haber resuelto su extraordinaria complejidad conceptual y despreciando la vertiente política implícita en todo discurso curricular.
«Pues no nos descubres nada nuevo», me dirá la compañera jubilada sentada en la primera fila. El relato no es muy diferente de aquella obsesión por los inputs y outputs definidos en términos de objetivos operativos a la que tuvimos ocasión de enfrentarnos. Precisamente porque es un falso discurso de equidad y queríamos asumir en la escuela y en el debate profesional y público cómo acercar el curriculum a la vida real de la infancia, nos enfrentamos a la estandarización y buscamos teorías y metodologías didácticas acordes al deseo y el consenso comunitario sobre cómo producir ese acercamiento. Y de eso nos quejamos precisamente ahora: de la desmemoria con la que asumimos la ruptura entre profesión docente e investigación del curriculum.