El segundo trimestre suele ser el punto álgido del curso escolar, quizás se pueda decir que es uno de los momentos más estresantes y frenéticos del año: por lo general suele ser largo y es también el momento en que los problemas de aula o de los alumnos se agudizan o acaban por estallar (el cansancio y el día a día hacen salir a flote lo que en el primer trimestre todavía se podía tapar). Los profesores están cansados y cargados de trabajo: informes, reuniones, fiestas, proyectos, excursiones, certámenes literarios, puertas abiertas, vacunas, revisiones dentales, concursos de dibujo….
El segundo trimestre suele ser el momento en el que, como profesor, entras en crisis con el sistema educativo y te preguntas si tienen sentido o siguen algún tipo de lógica (o incluso ética), el alud de actividades que llegamos a hacer. ¿Estamos siendo coherentes con lo que hacemos, o simplemente engrosamos y engrosamos el saco sin ton ni son para dar cabida a los discursos que tocan sin antes revisar su coherencia?
La escuela está en un momento en que podríamos decir que padece de un trastorno bulímico, en parte debido y promovido por las administraciones locales; en gran parte a causa de su incapacidad para discernir, reflexionarse y pensarse. La escuela está, más que nunca, yendo hacia todas partes y hacia ninguna: pura contradicción.
Pongámonos en contexto
Venimos de celebrar la Navidad, y, en menor o mayor medida, todas las escuelas lo han celebrado realizando actividades fuera de lo habitual. En muchas de ellas, la cantidad de actividades es frenética y muy variada: se escriben y memorizan poemas, se cantan canciones, se ven películas de temática navideña, se hacen pesebres, se representa el nacimiento de Jesús, se decora la escuela y las clases, se recolecta comida, se visita algún centro de colectivos desfavorecidos (residencias, por ejemplo), etc. Todo ello en un lapso de tiempo muy corto, un atracón de actividades en toda regla. Del día X al Y, todo gira alrededor de esta temática, sin importar si el significado tras de todo ello rechina, es incongruente o se confronta con otras celebraciones o ideas que también se trabajan en la escuela. Pongamos ejemplos. ¿Cómo se entiende que en la misma escuela se haga una representación del nacimiento de Jesús y se hable a la vez de feminismo, homosexualidad o igualdad? El mensaje que hay detrás de esta historia religiosa, la tipología de personajes y sus roles, no dejan de ser más que anacrónicos y perpetuadores de ideas tan nefastas como: jerarquías sociales, roles de género marcados y estigmatizados como pueda ser la idea del personaje bueno y el malo (como si eso fuera así de claro y sencillo). Una Virgen María que pone su cuerpo al servicio del hombre poderoso, y un marido, faltaría más, que la cuidará y velará por ellos.
Así bien, ¿cómo es posible que este tipo de mensajes estén presentes en las escuelas de hoy, donde, a la vez, se incentivan y se realizan talleres y actividades que promulgan el feminismo o los derechos de las mujeres? Sí, es paradójico, pero esto sucede, y no es más que el reflejo de algo que, por supuesto, está presente en la sociedad misma: repetimos, decimos y hacemos lo que se nos dice que toca decir y hacer, ¿cómo si no se entienden todas estas incoherencias?
Ni feminismo ni religión, pues si cabe el feminismo, por qué no se habla de teorías post-gender, o teorías Queer, por poner un ejemplo. Por una sola razón, el sistema no los ha legitimizado, son ideologías marginales (como lo era en su día el feminismo).
Pero sigamos con el tema navideño y sus incongruencias, que son muchas. ¿Qué demonios son esas canciones que se cantan en Navidad? ¿Qué significan? El humo en las chimeneas, el brillo en los ojos de la gente, la nieve que cae del cielo… ¿Estamos ciegos o nadie más ve que todo esto es una mentira, una ficción? Nos escandalizamos porque los niños pasan horas jugando a juegos de realidad virtual y no están en contacto con la vida real, ¿a qué vida real nos referimos?, ¿a todas estas tradiciones y festividades que se acumulan una detrás de otras en el calendario? Allí donde yo vivo y enseño, no hay chimeneas humeantes y mucho menos nieve. En otoño tampoco hay viejecitas entrañables con chales vendiendo castañas, son los gitanos los que lo hacen, pero a pesar de hablar de la igualdad y de los derechos humanos, nuestras canciones navideñas siguen sin nombrar a este colectivo incómodo, como tampoco nombran otras realidades incómodas. ¿Por qué seguimos perpetuando todas estas tradiciones que nos hablan e intentan conectarnos con cosas que no son reales? Quizás nos de miedo vivir sin más, sin el paraguas de mentiras y ficciones que nos empuja a ver lo que no existe. Quizás nos de miedo que llegue el día en que nos levantemos y no haya una fecha en el calendario que nos ordene qué debo decir –“¡Felices fiestas!”–, qué debo hacer –corre a comprar, decora tu casa, canta canciones…– o cómo me debo sentir –todos estamos felices en Navidad–.
Pero la cosa continua, porque estamos en el segundo trimestre y el curso sigue adelante acumulando festividades y actividades, talleres y conmemoraciones. El Día de la Paz (cada vez más celebrado en nuestras escuelas) o el Carnaval, cada uno de ellos un nido de contradicciones que no se nombran en alto, pero que incomodan a más de un profesor/a. Empecemos con el Día de la paz, un día en que muchos alumnos verbalizan o manifiestan deseos de paz (o mejor dicho eslóganes de paz): “No es no”, “Que no se mate”, “Que no haya guerras” “Que los pobres tengan comida” y un largo etcétera. Los niños repiten como zombis frases estereotipadas y panfletarias cuyo significado o implicaciones no entienden ni conocen. Frases vacías y superficiales que se repiten porque toca. Pero el calendario apremia, hay que seguir con el currículo y no hay tiempo para pensar qué significan todas esas palabras. Así que todo esto no es más que un vómito repentino que queda ahí y se olvida mientras se “avanza”, como quedan ahí todas esas frases arrojas en los exámenes para seguir caminando hacia “adelante”, tal la abeja a la que se le ha extirpado el vientre pero sigue succionando miel. Y en Carnaval más de lo mismo: tiempo de desenfreno y libertinaje; pero usted, pequeño alumno, siga las consignas que se le indican: disfrácese aunque no lo quiera, baile para el público, desfile ante público: expóngase.
Trabajamos en escuelas bulímicas que engullen sin respirar: talleres de consumo responsable en los que se enseña a los alumnos a comprar ofertas de móviles iPhone. Conferencias “feministas” donde se expone la desigualdad de la mujer, ahora toca la mujer, ¿y qué ocurre con el cojo, el ciego o el manco? Escuelas verdes que despilfarran plástico en Carnaval…
Es tiempo de eslóganes, ideales y discursos en un momento en que no hay tiempo ni predisposición para parar y pensar. Por tanto, es tiempo de engullir tanto y lo más rápido que se pueda, para así estar listo para cuando llegue lo siguiente que haya que tragarse. Yo, personalmente, me decanto por una escuela mínima, es decir, por una escuela liberada de todas estas cargas y discursos sociales; una escuela ligera y pausada que no se dedique a producir y funcionar con la lógica de la productividad propia del capitalismo liberal. Abogo por una escuela que no engorde a sus alumnos como engordan a los cerdos en las granjas de producción masiva.