Cada año, China entera se paraliza los días 7 y 8 de junio. En estas fechas no hay nada más importante en el país asiático que el gaokao, que es el nombre en mandarín de la temida prueba de selectividad. Un exigente examen de entrada a la universidad, conocida popularmente como la “batalla del porvenir”, en la que los estudiantes se juegan literalmente su futuro. De su nota depende el éxito o fracaso de su vida profesional, personal e, incluso, su futuro matrimonio.
Esta cita académica, que se implantó en 1952 y se interrumpió durante la década de la Revolución Cultural, se celebra de forma ininterrumpida desde 1977 y se ha convertido en el mayor examen de ingreso a la universidad del mundo. No solo por el número de aspirantes (este año concurren más de 10 millones de estudiantes), sino también por la ingente cantidad de personas que moviliza entre alumnos y familiares y profesores que acompañan a los futuros universitarios hasta el lugar donde se desarrollan las pruebas.
Una movilización que se explica por la propia estructura social del país, en el que tener un título universitario está considerado como una garantía para disponer de un buen trabajo y un salario digno. Unas metas que muchas jóvenes plantean como condiciones indispensables a sus pretendientes para contraer matrimonio y formar una familia en el futuro. Y a muchos aspirantes a estudiar una media de diez horas diarias durante años para prepararse para superar el gaokao con buena nota.
Pero ¿en qué consiste este examen criticado por la presión a la que somete a los estudiantes y sus exageradas medidas de control? Pues se trata de cuatro pruebas de entre dos y tres horas de duración cada una que tienen lugar durante dos días y ponen a prueba los conocimientos de chino, matemáticas y una lengua extranjera (generalmente inglés) de los alumnos. A ellas se añade otra con preguntas de física, química y biología, si han apostado por ciencias o de geografía, historia y política, si lo han hecho por humanidades.
Las pruebas son tipo test, excepto la de chino, en la cual el aspirante debe desarrollar en una hora un tema entre dos opciones a cuál más elíptica. Así, por ejemplo, en 2015 había que escoger entre: ¿De qué color son las alas de una mariposa? y ¿A quién admiras más, a un investigador de biotecnología, a un ingeniero técnico o a un fotógrafo?
Angustias y suicidios
La nota máxima es de 750 puntos y cuanto más alta sea más posibilidades hay de ser admitido en las mejores universidades del país y, por tanto, de asegurarse un futuro brillante. Este objetivo es con el que sueñan los millones de estudiantes que participan en el gaokao, pero no es fácil que lo obtengan ya que, debido al número de plazas existentes, uno de cada cuatro aspirantes no pasará la nota de corte.
A todos les angustia la posibilidad de no estar a la altura y defraudar a sus padres. Saben que sus progenitores han sacrificado sus vidas para que estudien y han depositado sus esperanzas en que accedan a la universidad, tengan éxito en la vida y les devuelvan aquellos sacrificios en forma de ayuda para pasar una vejez sin apuros. Es una inquietud que corroe especialmente a las familias de origen rural y de una incipiente clase media, conscientes de que ese descendiente es su seguro de vida, como consecuencia de la política de hijo único que imperó en China entre 1979 y 2015. Unas expectativas que explican que los días del examen numerosas familias se arremolinen delante de los centros donde tiene lugar el gaokao quemando incienso para atraer la buena suerte para sus hijos o esperándoles a que salgan para conocer de forma inmediata las primeras impresiones sobre el examen.
Estas situaciones generan una ansiedad que atenaza a muchos jóvenes y que muchos expertos consideran que estarían en el origen del 90% de los suicidios de los estudiantes chinos, según el Libro Azul de la Educación que publica anualmente el Gobierno del país asiático.
Medidas especiales
Para intentar evitar estos fracasos, las autoridades no vacilan en poner todos los medios posibles para favorecer la concentración de los estudiantes. Estos días, la policía se sitúa en las entradas de los institutos, el tráfico se desvía y se pide a los conductores que eviten tocar el claxon. Una obsesión por impedir el ruido que lleva a paralizar obras, detener los trenes o, como ocurrió en 2013 en Qingdao, envenenar a las ranas para evitar que su croar perturbe a los que se están examinando. Incluso se apostan equipos médicos y ambulancias en las puertas de los colegios por si algún alumno se siente indispuesto.
También se habilitan los transportes para que los estudiantes puedan llegar con tiempo suficiente a las pruebas. Se abren pasillos especiales en las estaciones de metro y se organizan trenes y autocares especiales para agilizar los viajes. Muchos taxistas se ofrecen a trasladar gratis a los estudiantes y la policía, incluso, llega a escoltar a aquellos que se han dormido o se han despistado.
Unas iniciativas que no llegan, sin embargo, a las medidas que se adoptan en Corea del Sur cuando llega el día de la selectividad. En este país, se retrasan media hora los despegues y los aterrizajes de aviones en todos los aeropuertos del país, y la apertura de oficinas, centros comerciales y la Bolsa de Seúl se retarda una hora con el fin de limitar los atascos y permitir así a los estudiantes llegar a su hora al examen. Los más desafortunados incluso pueden llamar a un número de urgencia para que la policía les envíe un coche y motoristas que les abran el paso.
Seguridad estricta
Pero si las facilidades para que los estudiantes lleguen al examen son máximas, también lo son las medidas de seguridad. En el gaokao todo el mundo se juega mucho y la tentación de hacer trampa es enorme. Para evitarlo, las autoridades adoptan cada año medidas más severas, hasta el punto de que en 2016 decidieron incluir en el código penal que copiar en el examen de selectividad es un crimen y puede ser castigado con hasta siete años de cárcel. Una medida que va destinada especialmente a las mafias que intentan vender artilugios a los estudiantes para ayudarles a aprobar.
En este sentido, cada vez son más sofisticadas las medidas para evitar fraudes y que se copie. Muchos centros cuentan con sus propias medidas de seguridad. Tienen circuitos cerrados para controlar a los alumnos y sistemas que detectan cualquier señal de radio procedente de dispositivos electrónicos escondidos. Incluso se utilizan drones para rastrear señales cercanas a los edificios donde tienen lugar las pruebas.
Para acceder a las salas de examen, los alumnos deben pasar varios controles. Son inspeccionados por un dispositivo de reconocimiento facial, con el fin de evitar suplantaciones de personalidad, y deben dejar sus móviles y relojes electrónicos. También se les escanea la vestimenta, ropa interior incluida, para comprobar que no llevan bolsillos secretos o dispositivos disimulados en joyas, gafas o, incluso, en los aros de los sujetadores en el caso de las chicas.
La preparación del examen también es supervisada con lupa por las autoridades. Las preguntas, que son distintas en cada provincia, son vigiladas hasta el mismo momento en que se distribuyen entre los estudiantes. Los profesores que las preparan son sometidos a un severo escrutinio para evitar fugas y los documentos son escoltados hasta las escuelas por guardias de seguridad y monitorizadas por rastreadores de GPS.
Un entorno, en definitiva, que no hace más que contribuir a generar una enorme carga psicológica de unos exámenes que se han convertido ya en una leyenda y que lleva a que los adolescentes chinos sientan escalofríos cuando escuchan la palabra gaokao.