Uno de los procesos educativos más importantes en la sociedad neoliberal de las tecnologías de la aceleración, del eslogan del “quiero todo aquí y ahora”, de la tiranía del tiempo sin tiempo, es el aprendizaje de la espera. Es primordial desarrollar la capacidad de esperar a que lleguen los acontecimientos en su momento, que no suele ser el momento en que se produce el deseo de lo querido.
La sociedad, impulsada por la publicidad que produce el mercado, tiende a satisfacer lo que demandamos en cada momento de forma instantánea. Las empresas de distribución compiten en responder antes a las demandas de los clientes. Los individuos aprendemos que la espera es un tiempo desaprovechado cuando podemos acceder a casi todo en el instante. Y así en múltiples aspectos de la vida. Porque vivimos en el tiempo de la simultaneidad, del rendimiento perpetuo, de la desaparición de la espera, que siempre está enraizada en el momento presente, en el instante. Los padres, si está en sus manos, se prestan con frecuencia a dar a los hijos lo que quieren en el instante en que lo piden.
En la sociedad de la aceleración y del rendimiento, la educación se convierte en una carrera contra el tiempo. La sobreoferta educativa del mercado produce la sensación constante de que nos falta tiempo para dar respuesta a todas las exigencias de una sociedad cada vez más competitiva. Es preciso llegar a todo y no perder ninguna de las oportunidades que se nos ofrecen y que, con frecuencia, parece que son todas. Por eso, estamos en una sociedad donde la espera pierde todo valor en sí misma, y esta se convierte en un tiempo perdido e inútil, sacrificado al resultado inmediato bajo el poder de la rapidez y la prisa. Observamos constantemente que uno de los males mayores de nuestro tiempo es el olvido de la espera y la lentitud. Y, sin embargo, aprender a esperar puede ayudarnos a perder el temor de encontrarnos con nuestros propios pensamientos y nuestro propio ser eludiendo la huida a las pantallas y los estímulos de evasión que vienen del mundo exterior.
Aprender a observar los tiempos de espera en la vida cotidiana tiene una gran importancia en la modulación del propio ser y de las manifestaciones emocionales ante lo esperado y lo inesperado. La espera proporciona momentos de incertidumbre que pueden provocar una gran desazón o ser anunciador de grandes oportunidades. El tiempo de la espera puede ser un tiempo de reflexión, de pensar y repensar el lenguaje de la educación, de la política, de la emancipación, de la fraternidad. Necesitamos el tiempo de una espera reflexionada y compartida para crear discursos y narraciones basadas en las posibilidades de imaginar y poder producir un futuro alternativo al de este presente sin espera. Podemos aprender que ésta, casi siempre, es un tiempo de incertidumbre. El acontecimiento esperado puede no suceder y la sorpresa, lo inédito, puede acontecer.
Sin embargo, en los inicios de la vida y de la experimentación de la existencia nos enfrentamos con el aprendizaje de la demora, del aplazamiento, de la postergación, que va ligado al primer entrenamiento de la vida. Introducirse en los procesos y entornos de aprendizaje de los elementos de la vida cercana y cotidiana requieren tiempos de espera y de hacerse conscientes de la necesidad de ella: conocer y adaptarse a los ritmos del día y la noche; el curso que comienza y camina hacia unas metas; la observación de los procesos reproductivos en la naturaleza (en el huerto escolar, en el parque, en el campo…); saber esperar y acompañar a los que tienen diferentes ritmos de aprendizaje y singulares habilidades y capacidades que requieren un tiempo de desarrollo que no es el nuestro; saber ser esperado para confluir con los demás en tantas actividades compartidas de la vida cotidiana (la preparación de una fiesta o un acontecimiento, el paso de una actividad a otra, el comienzo y el final de un proyecto de trabajo…); saber que los procesos madurativos en el desarrollo humano requieren su tiempo.
En la infancia, con frecuencia y cuando no se somete su vida a los intereses de los adultos, hay tiempos prolongados e indefinidos que pueden parecer un juego feliz o una tortura. En esos espacios se produce una experimentación del aburrimiento necesario y saludable. También significa el aprendizaje de la autonomía para organizar el propio tiempo, frente a las imposiciones de un modo de vivir que nos colonizan y diseñan otros. Aprender a esperar así, es poner la mirada en el pensamiento crítico y utópico. Todos tenemos idealizados momentos de espera de nuestra infancia: la llegada del cumpleaños, de la navidad, de la fiesta, del encuentro con los primos, de la llegada de las vacaciones, del comienzo de la escuela y del encuentro con los amigos y amigas. Era degustar una alegría anticipada en la espera del acontecimiento. A veces, la demora también nos contagiaba la angustia del posible castigo amenazante: “verás mañana”, “eso no se hace y…”, “si no haces…”, “pierdes el tiempo”.
Sin saber esperar el niño se convierte en tirano y la pataleta es el grito que pide que se calme y satisfaga su deseo al instante; el adulto en un ser sumiso, infantilizado, dependiente de los estímulos externos de consumo. La infancia y la juventud son un tiempo de autocreación en la espera, de la inversión a largo plazo, de paciencia e incertidumbre, de sueños y esperanzas por cumplir.
¿Qué pasa en la escuela y en la educación con los tiempos de espera, si es que los hay? ¿Son tiempos vacíos? ¿De qué se llenan? Con frecuencia se parecen más al contenido de la sala de espera de un hospital donde el miedo y la urgencia llenan de angustia un tiempo que debiera ser de libertad y alegría de vivir. Cuando observas un centro educativo desde fuera, conociendo lo que sucede dentro, percibes la desaparición de los tiempos calmados, ya que se impone un ritmo acelerado por la urgencia de acabar los contenidos del currículo oficial, de llegar a tiempo a los exámenes, de alcanzar el éxito exigido, de la burocracia impuesta, de no perder el tiempo en función de llegar a un rendimiento y unos resultados que se han de medir y pesar. Parece que siempre falta tiempo, ¿para qué? Hay una pérdida de relación tranquila, de conversación serena, de pensamiento calmado y reflexivo, de auténtica relación educativa.
Es necesario recordar que esta escuela no es la que queremos. El aprendizaje de la espera solo es posible en la escuela sin prisa, la de la calma, la lentitud, del respeto a los diferentes procesos de aprendizaje, del conocimiento en profundidad de las diferentes identidades y singularidades, del cuidado mutuo, de la cooperación, de la solidaridad y la empatía compartidas. Una escuela liberada del modelo educativo de la aceleración constante y el rendimiento sin límites que nos impone la configuración de la personalidad neoliberal. A. Köhler (2018) nos dice que “mientras tengamos espera, nuestra existencia tiene una dirección y un fin”. La educación sin espera es una educación sin dirección ni sentido.
Aprender a habitar en la espera es aprender a resistir. Y resistir es no entrar en las formas de vida del neoliberalismo, de los resultados inmediatos, de las respuestas instantáneas a los deseos incontrolados, de la tensión estresante del éxito sobre otros. La escuela, en general, ha entrado de lleno en estas dinámicas deshumanizadoras. Sabemos que esperar no es pasividad, es tener la paciencia y el sosiego suficiente para construir procesos creadores de las formas y contenidos de la vida que queremos vivir. Es el aprendizaje de una espera activa, dinámica, comprometida ética y políticamente con la sociedad, la persona y la educación que queremos construir. Por eso, aprender y saber esperar es aprender a vivir y saber que la vida es tránsito, que no hay otro modo de acercarse a su sentido casi indescifrable, que esperamos que algún día nos desvele el misterio del ser. Podemos aprenderla todos y practicarla ya en la escuela. Pero no cualquier espera, sino la que nos ayuda a vivir y a convivir en la inestable seguridad que nos da la incertidumbre compartida.
Necesitamos un tiempo educativo de espera sostenido en el sosiego y la calma, en el respirar profundo antes de precipitarnos y acelerar poniendo velocidad de crucero a la catástrofe. Aprender a no tener prisa significa que nos tomamos el tiempo que necesitamos para analizar la realidad, para conocernos a nosotros mismos, para conversar con los demás, y para entender los ritmos de la naturaleza y de la vida también en nosotros.