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Como malabaristas al borde de la catástrofe.
Suena el timbre y nos apresuramos de un aula a otra. Nos acompaña un alumno con quien vamos resolviendo el último incidente. Nos cruzamos con una compañera y le damos el parte de la entrevista de ayer con una madre. Subimos la escalera y dos alumnas nos preguntan si podemos hablar en el recreo. Dudamos. En el recreo hay reunión por el clima y además nos urge comentarle algo a la orientadora. Pero les decimos que sí, claro.
Y así hora tras hora, día tras día, semana tras semana, mes tras mes. Cualquiera que dé clase en secundaria sabe bien de lo que hablo. Y esto es solo la parte visible del iceberg.
27 horas semanales de permanencia en el centro. De ellas, 20 lectivas. El resto, guardias, atención a familias, reuniones de tutores y de departamento, una hora quizás de biblioteca. Encuentros apresurados, escandidos por los dos timbrazos que marcan los periodos lectivos, y constantemente interrumpidos. De este cómputo -el de las 27 horas- quedan fuera los recreos: nuestras primeras horas extra no reconocidas. Y como no hay tiempo ni espacios para nada, nos buscamos en los pasillos, en los baños, en la puerta del aula. Cuántas conversaciones simultáneas, solapadas, inacabadas.
Tres horas semanales -aunque de cómputo mensual- para asistencia a claustros y evaluaciones. Unos claustros convertidos en interminables monólogos, de donde toda discusión ha quedado desterrada. Y las evaluaciones. La única ocasión en que se reúne el equipo docente de cada grupo. Cuatro veces al año. Naturalmente, tutores y no tutores nos afanamos en sacar tiempos de la nada para hablar de tal o cual estudiante, de un grupo que anda desfondado, de un pequeño proyecto interdisciplinar que quisiéramos proponer en una clase. Fuera de horario, también.
Y siete horas y media a la semana… para todo lo demás: preparación de clases, corrección de trabajos y exámenes, formación, participación en grupos de trabajo, lecturas profesionales, elaboración de materiales, planificación de salidas o intercambios, etc. Esta es la jornada que nos hacen firmar.
Naturalmente, hace años que firmo mi horario como “No conforme”. Es imposible sacar adelante las clases con un mínimo de decencia si nos limitamos a cumplir la jornada extraescolar de siete horas y media que la Administración establece. Como tantos otros colegas, siento que apenas empieza el curso mis tiempos personales se adelgazan de manera insoportable, mucho más allá del deber profesional. Y no hablo ya de lo que tantos hacemos por gusto, inquietud o compromiso: asistencia a jornadas o congresos, participación en plataformas o mareas, proyectos de investigación, colaboraciones en medios como este. Me refiero única y exclusivamente al desempeño profesional cotidiano, al deber moral de ejercerlo con un mínimo de honestidad.
Si tenemos grupos de treinta y tantos estudiantes, ¿cuántas horas semanales para corregirles un comentario de texto, una argumentación, un relato, un examen, un cuaderno, un trabajo? Multipliquemos después por el número de grupos a nuestro cargo. Si somos profes de Literatura, ¿cuántos libros habremos de leer antes de proponer una lectura compartida o elaborar una lista abierta para que puedan elegir? Multipliquemos por el número de niveles en que damos clase y calculemos el tiempo invertido. Si prescindimos del libro de texto y no vamos, por tanto, tampoco a despacharnos con cuatro fotocopias de este o aquel, ¿cuántas horas hacen falta para elaborar unos materiales de cierto fuste y coherencia? Sigamos multiplicando y sumando.
Si nuestra formación inicial -y aun el acceso a la función docente- vivió de espaldas a los contextos escolares y al alumnado adolescente, ¿cuántas horas de formación necesitaremos para estar en condiciones de llevar a cabo una trasposición didáctica medianamente sensata de aquel temario universitario, y de llegar a todos aquellos rincones a lo que nadie nos condujo: coeducación, convivencia, interculturalidad, etc.? Si nuestras condiciones laborales nos abocan al individualismo más estéril, ¿de dónde sacar tiempos para coordinarnos con colegas de dentro y fuera del centro?
7 horas y media, dicen. Ni aun multiplicando por tres nos salen las cuentas. Pero lejos de reducir la jornada presencial y repensar su organización, en los últimos años los responsables políticos no han hecho sino incrementar el número de grupos, niveles y estudiantes que cada docente tiene a su cargo manteniendo, inamovible, el tiempo pretendido de dedicación fuera del centro.
Y como el destinatario -el beneficiario- de nuestro trabajo no es patrón ni capataz alguno sino niñas y niños a los que conocemos y apreciamos, y de cuyas circunstancias personales y familiares algo sabemos, somos muchos quienes tratamos de aguantar el tirón hasta el límite mismo de nuestras fuerzas.
“Los profesores prefieren tener menos alumnos por clase a que les suban el sueldo”. ¿Es que acaso podemos decirlo más claro? Lo que reclamamos no es ni más autoridad, ni más prestigio, ni más dinero. Lo que reclamamos son condiciones dignas para hacer bien nuestro trabajo: más tiempo y menores ratios.
La persistencia de los recortes nos está asfixiando.
Guadalupe Jover es profesora de Educación Secundaria.