En las últimas semanas, determinados sectores de la sociedad española han redoblado sus esfuerzos para reivindicar lo que denominan “libertad educativa”. Para ellos, la libertad educativa equivale a que los padres puedan elegir (o ser elegidos por) colegios e institutos de titularidad privada sufragados con dinero público (centros concertados), proceso al que llaman “libertad de elección de centro”. Aseguran que así se garantiza el derecho a que los padres elijan la formación religiosa y moral acorde con sus convicciones (Constitución Española, 27.3), a pesar de que la evidencia jurídica contradice su argumento (Tribunal Constitucional, sentencia 86/1985). Sostienen que la educación pública adoctrina a sus hijos en valores contrarios a los suyos. Su propuesta para evitarlo es ceder directamente la gestión de los centros a quienes defienden, en la mayoría de los casos y con escaso disimulo, intereses particulares (económicos, políticos y/o religiosos). Dicho de otro modo, quieren tener las manos libres para adoctrinar a sus hijos en valores que no respetan la diversidad ideológica, religiosa o sexual, y en un contexto que excluye a parte del alumnado. Y lo grave es que lo hacen y quieren seguir haciéndolo con dinero público.
En su férrea defensa, los supuestos adalides de la libertad educativa omiten, en primer lugar, que los titulares del derecho fundamental a la educación -que incluye la libertad educativa- son los niños y las niñas, y no sus padres. En segundo lugar, no mencionan que hay enormes obstáculos para que la libertad educativa se desarrolle de forma efectiva: no dicen que lo que realmente compromete esa libertad es que un niño asista a un centro con más del 80% de población vulnerable, porque ese contexto impide un aprendizaje adecuado para todos; que una niña de 3 años esté en una clase con otros 24 alumnos sin más apoyos que la tutora, porque esa situación limitará su aprendizaje en un momento clave de su desarrollo; que un niño sea invitado a marcharse de su colegio bilingüe por no seguir el ritmo, porque un centro debe atender a toda la diversidad y no lo hace; que una niña, por tener síndrome de Down, se vea obligada a irse a un centro de educación especial por carecer de los apoyos necesarios, porque se conculca su derecho a la inclusión; que un niño se eduque solo con varones, porque se le priva de entender y relacionarse de forma adecuada con otros géneros, o que a una niña se le obligue a realizar actividades religiosas en horario escolar, porque se compromete su libertad de conciencia. En estos y otros muchos casos se restringe gravemente la libertad educativa de la persona para acceder a una vida plena, respetuosa y con igualdad de derechos y oportunidades.
De esta forma, las propuestas de quienes hoy se proclaman sus defensores nada tienen que ver con la libertad educativa en términos sustantivos. La verdadera libertad educativa reside en que el origen y el contexto social de la niña y el niño no restrinjan sus opciones vitales. En un Estado democrático, el encargado de poner las bases materiales y sociales para garantizar ese principio es el sistema educativo, cuya finalidad es que todas las personas puedan elegir qué quieren ser en todos los ámbitos de su vida: en su trabajo remunerado, sus relaciones sentimentales, su identidad religiosa o sus ideas políticas. Para garantizar la libertad educativa, el sistema educativo debe asegurarse de que en su seno se respete la libertad de conciencia del alumnado, siempre bajo los principios democráticos de convivencia y los derechos y libertades fundamentales (CE, 27). Esta idea es incompatible con la imposición de formas de ser y de pensar por parte de grupos con intereses particulares de carácter económico, político o religioso.
En definitiva, el sistema educativo no puede soslayar su obligación y debe promover la libertad educativa estableciendo un contexto educativo adecuado y con recursos suficientes para todo el alumnado, eliminando las barreras económicas y sociales en el acceso a los centros, y garantizando la libertad de pensamiento. Ello solo es posible desde la ampliación y mejora de la escuela de titularidad pública, y a la ciudadanía corresponde defender y perfeccionar ambas, la libertad y la escuela pública, porque son lo mismo.