Contenidos + metodología + tecnología = aprendizaje. A grandes rasgos, esta es, desde nuestro humilde punto de vista, la fórmula del éxito educativo. Como demuestran diversos estudios, no hay aprendizaje sin emoción y, para que la haya, ese aprendizaje debe convertirse en una experiencia real y única (desarrollaremos esto en un próximo artículo). Sin embargo, hoy creemos que hay que añadir una nueva dimensión.
Supongamos que hemos escogido los contenidos que queremos que nuestros alumnos aprendan, que empleamos la metodología activa que mejor se adapta al grupo y que utilizamos la tecnología para que haya una vinculación con el mundo real y la experiencia de aprendizaje se ajuste a todos y cada uno de los miembros. Todo encaja; nada puede salir mal. ¡Error!
Supongamos ahora que todo esto se da en pleno mes de junio, a más de 30 grados, y que el aula no dispone de ningún aparato que nos permita regular la temperatura. Cambia la cosa, ¿verdad? O simplemente imaginemos que un alumno está incómodo porque ha crecido y el pupitre se le ha quedado pequeño. O que quiere ir al baño y nadie le deja. Queda claro, pues, que el entorno donde se debe dar el aprendizaje resulta de vital importancia para que éste se dé o no.
En el párrafo anterior hemos visto cómo de importante puede resultar el ambiente con algunos ejemplos negativos. Démosle la vuelta a esto ahora. Imaginemos un espacio en el que cada cual puede realizar la tarea que se le haya asignado de manera óptima. Algunos pueden dibujar en una pared, otros pueden buscar información en ordenadores o en su iPad, otros pueden, estar hablando con sus compañeros de grupo… Esto es lo que algunos denominan smart classroom: un espacio que se ajusta a las necesidades de cada alumno y que le permite dar el máximo.
Ahora bien, una smart classroom no es únicamente un aula que dispone de las últimas tecnologías aplicadas a la educación. De hecho, son incontables los casos en los que se integra la tecnología manteniendo la misma disposición espacial que hace 50 o 100 años, es decir, con pupitres y sillas dispuestas en filas. Es evidente que cambiar la metodología y emplear nuevos recursos sin un cambio de escenario es complicado. Por ejemplo, ¿cómo van a colaborar de verdad si no pueden estar cerca unos de otros?
Una smart classroom, de acuerdo con Guillermo Bautista, debe tener un diseño arquitectónico, funcional y organizativo que se ajuste a las necesidades del alumnado y permitir el uso de metodologías por proyectos colaborativos globalizadores en los que se integre la tecnología de manera intensiva e invisible. Por tanto, por ejemplo, debe ser flexible, para poder adoptar la disposición más adecuada en función de la tarea que se esté llevando a cabo en cada momento o ser confortable, como un hogar, de manera que los alumnos se sientan cómodos y deseen aprender del mismo modo en que lo hacen fuera del aula.
Como demuestra el trabajo Clever Classrooms, de Barrett et al. (2015), el entorno puede condicionar el aprendizaje en hasta un 16%. Por tanto, ha llegado la hora de adentrarnos en el espacio y dejar atrás los escenarios centenarios para ajustarlos a las necesidades de nuestros alumnos, los ciudadanos del siglo XXI.