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Dijo Mark Twain que la ficción salva mientras la realidad mata, así que imaginen que el aula de cualquier colegio es un teatro. El estrado, a modo de escenario, permite al profesor representar su obra ante un bullicioso público, sus alumnos. Lo más hermoso de todo es que la obra que interpreta está destinada a hacer de ellos seres humanos más ilustrados y por ello autónomos, abriéndoles las puertas del camino que les llevará, quizá algún día, a la plenitud de la madurez. Imaginen que la educación, como la ficción, salva.
Les confieso que si algo he echado de menos en mi juventud han sido profesores capaces de seducirme. Pocos tuvieron el talento de invitarme a adentrarme en su disciplina con curiosidad y placer, tal vez heridos la mayoría por el letal desencanto que nace de la rutina. Es precisamente contra ese desencanto que el cine suele retratar a los personajes que pueblan esas aulas en las que empieza todo, como rezaba el título de una celebrada película de Bertrand Tavernier.
Apuesto a que lo primero que les vendrá a la cabeza es la imagen de esos muchachos alzados sobre sus pupitres exclamando aquello de “Capitán, mi capitán” ante un abrumado Robin Williams en el momento del adiós. No soy especial amante de El club de los poetas muertos (1987) de Peter Weir. Creo que en ella prima más el sentimentalismo ‘buenista’ que el verdadero sentimiento, una pena, porque si por algo destaca Peter Weir es por su capacidad para reflejar poética y sensualmente su delicada, extrema y hasta hiriente sensibilidad.
En Semilla de maldad (1955), Richard Brooks situó al veterano de guerra y profesor de Gramática Richard Dadier (Glenn Ford) en un colegio situado en los barrios menos favorecidos de una gran ciudad, poblado por los más descarriados herederos de la posguerra. Y le enfrentó al problema eterno del educador, el que comentó una vez con ironía el músico Sting, él mismo antiguo profesor de instituto: “Cuando entras en el aula te das cuenta de que tu trabajo consiste en civilizar a 30 delincuentes en potencia que te esperan con los cuchillos afilados”.
Por supuesto, el liberal y progresista Richard Brooks denunció el riesgo de que triunfara el caos (el inquietante Vic Morrow, en su debut, encarnaba al temible líder de una “rebelión” salvaje y nihilista), pero el humanismo del profesor conseguía atraer a su causa al líder negro, orgulloso e insolente de la clase (Sidney Poitier, en falso precursor de los Panteras Negras). Semilla de maldad fue un filme potente y adelantado a su época, que puede ser interesante revisar hoy para comprobar cómo han evolucionado las cosas. Además, fue la película donde se escuchó por primera vez el Rock Around The Clock, de Bill Hayley, lo que equivale a decir que fue un faro que iluminó el nacimiento del rock and roll, movimiento musical juvenil por excelencia del siglo XX.
Hay que destacar que la manera que tiene de ganarse el profesor a sus alumnos es haciéndoles vivir sin que se den cuenta la estimulante experiencia de ver y pensar el cine. La ficción y la educación se alían para huir de la renuncia a la vida, es decir, para salvar a los que pueden ser salvados que, por desgracia, no son todos.
Otro profesor admirable es el especialista en la Roma antigua William Hundert (un impecable Kevin Kline) en El club de los emperadores (2002), de Michael Hoffmann, un espíritu clásico que se enfrenta totalmente solo ante jóvenes de familias adineradas que no están demasiado por la labor de cultivar un humanismo que les huele a rancio. Lo hermoso de este personaje es su vulnerabilidad plagada de dudas, sobre todo cuando en el ocaso de su vida descubre que su fe y su esfuerzo para hacer del más inteligente pero díscolo de sus alumnos un ser honesto y moral no han servido de nada. Triste y desoladora conclusión que nos obliga a preguntarnos: ¿Qué es lo que vale realmente la pena en la labor de educar?
En Profesor Lazhar (2011), de Philippe Falardeau, quizá nos da la respuesta un maestro argelino en perpetua lucha contra el desarraigo y el dolor causado por una trágica pérdida familiar. Al sustituir a una maestra de Montreal que se ha ahorcado en el aula donde daba sus clases, se ve enfrentado a la responsabilidad de hacer asumir lo que es la muerte a los traumatizados alumnos de la maestra, unos niños muy pequeños y vulnerables, especialmente los que han encontrado el cuerpo de la suicida. A través de la educación, el debate y la reflexión, no siempre fáciles de hermanar con lo más profundo de la sensibilidad infantil, pero también al compartir su dolor con el de los niños, consigue que estos pequeños aprendices de héroes den un paso fundamental hacia la complejidad de la vida.
Filme delicado y sensible, a mi juicio apasionante porque da prioridad a la vertiente más humana, más cercana y más cálida y no rehúye mostrar la fragilidad de la condición humana al tiempo que nos invita a asumirla como una terrible, inevitable pero fortalecedora compañera de viaje. La educación salva. También a los profesores.
En Francia, hay un largo y rico camino de películas sobre este tema, que va desde Cero en conducta (1933) hasta La clase (2008), de Laurent Cantet, pasando por el admirable documental Ser y tener (2002), de Nicolas Philibert.
En Cero en conducta, revolucionaria obra maestra de Jean Vigo, los niños se rebelan contra unos maestros casposos y mediocres, asfixiados por un sistema que, como suele ser habitual, premia al biempensante y castiga la vocación de libertad. Canto a la anarquía más jovial y desacomplejada, fue considerada en su momento hasta antipatriota por poner radicalmente en cuestión el sistema educativo de la Tercera República. Francesa.
En La clase, es el profesor quien descubre con perplejidad que sus valores tal vez ya no sirven ante una nueva generación de chavales que los rechazan por una incapacidad casi genética para comprenderlos. Al acercarse al teatro con ellos es cuando el cine se torna reflexión sobre sí mismo, como instrumento de análisis, como documento y, también, como recurso pedagógico. Filme rico, complejo, apasionante, abre puertas a afrontar la educación desde una perspectiva más actual que no siempre nos resulta cómoda.
No se puede acabar este texto sin hablar de François Truffaut, que jamás se imaginó –según confesó– rodando una película entera sobre un señor que se dedica a dar clases a un niño en una casa de campo y, sin embargo, lo hizo como nadie en El niño salvaje. Siempre atento y sensible al mundo de la infancia, Truffaut se aproximó por primera vez a la escuela con su mítica Los 400 golpes (1959), en la que la familia y la escuela se muestran incapaces de comprender, acompañar y ayudar al (muy a su pesar) conflictivo Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud) a encontrar su camino.
Retrato de un aprendizaje patoso hacia una posible, sólo posible, redención, el filme de Truffaut sigue siendo hoy una de las inamovibles cumbres del cine, tal es la fuerza de una valiente, radical y hasta impúdica honestidad que difícilmente dejará de conmovernos. En La piel dura (1976), un Truffaut más sereno y jovial se muestra encantado de presentarnos a un maestro más receptivo, cercano y cálido que el de Doinel y que, además, se convertirá en padre a lo largo de esta trama de niños que es, casi casi, una Historia de la Infancia.
Pero es en la sublime El niño salvaje (1970) en la que Truffaut alcanza uno de los momentos más bellos del cine en su relación con el mundo de la educación. Tratado con el distanciamiento de un falso documental, el filme narra la relación que, a finales del siglo XVIII, tuvo lugar entre el doctor Jean Itard y un niño asilvestrado, hallado en la región de Aveyron, un caso muy comentado en la época. En un tonificante esfuerzo, que en la realidad histórica acabó en fracaso, Truffaut consigue emocionar al describir con una frialdad casi clínica un proceso laborioso en el que la emoción más desarmante, constantemente presente, posee la inteligente virtud de la discreción.
Hay un momento en el que el doctor Jean Itard, cuya frialdad científica irá desvaneciéndose cuando se da cuenta de que tiene entre sus manos la posibilidad de convertir a una fiera en un ser moral capaz de distinguir lo justo de lo injusto, le dice a su maravillosa ama de llaves que entre los dos enseñarán al niño a ver y escuchar.
Truffaut, enamorado como pocos de su arte, nos invita así a amar el cine, gracias al que podemos descubrir este canto de amor a la educación. Porque el cine, como la educación, siempre estará ahí para resguardarnos de esa dura e implacable realidad que siempre acaba por matarnos.
Javier Arazola (Barcelona, 1961)
Cineasta.
Director del cortometraje Un asesinato (1985), el mediometraje Happy end (1996) y el largometraje Freetown (2001).
Realizador de más de 180 episodios de numerosas series de televisión, principalmente Ambiciones, para Antena 3.
Amante de la música y de la lectura de Marcel Proust, es un cinéfilo empedernido y lo demuestra a menudo en su blog.