El 20 de febrero, más de un mes antes del confinamiento obligatorio que aquí comenzó el 13 de marzo, publiqué la columna titula David y Goliat, en la que reflexionaba sobre cómo un “ser invisible” había noqueado al gigante Mobile World Congress. Hablaba de lo poco (o nada) que las tecnologías digitales estaban contribuyendo a la resolución de los “verdaderos” problemas sociales: pobreza, incremento de las desigualdades, polución, cambio climático, etc., etc. Y argumentaba la necesidad de “reivindicar que el desarrollo de cada aplicación tecnológica venga acompañado de una previsión de sus consecuencias indeseadas a largo plazo”, “una tecnología con conciencia” porque para mí no existía nada más educativo.
A un poco más de un mes, nuestro paisaje se ha transformado profundamente. Hospitales llenos, calles vacías, patios de recreo silenciosos, todo el mundo (o casi todo) en casa. Ha aumentado el miedo, así como las teorías, más o menos conspiratorias, para todos los gustos y, sobre todo, la legión de “sabios” que todo lo saben, que no paran de criticar a los demás, pero son incapaces de ofrecer solución alguna.
De repente, ya no hay problemas, solo uno y se llama COVID-19. Todo lo demás se ha “apagado”, perece que no existe. Pero los educadores sabemos que no, sabemos que, como ese “ser invisible”, algunos problemas están creciendo de forma exponencial y están teniendo y tendrán, un impacto descomunal e imprevisible en la educación. Porque la vida sigue…, aunque no lo parezca.
En estos momentos, millones de niños, niñas y jóvenes pasan 24 horas al día en lugares cerrados. Sin exponerse al sol (pocos tienen patio o jardín), ni a realizar el necesario ejercicio físico. Entiendo que todo el profesorado está pendiente de ellos y a través de los medios digitales intentan seguir con actividades de aprendizaje, aunque impliquen pasarse horas frente a la pantalla (¿aumentará la miopía?, ¿las adicciones? O ¿estarán tan hartos que se “desengancharán”?). Aunque como reconocía la ministra de Educación Isabel Celaá, al menos, el 12% del alumnado no se conecta a las clases. Quizá algunos porque no quieren y muchos porque, por diversas razones, no pueden.
Porque no todo el mundo vive en hogares confortables con familias que puedan dedicarles tiempo, ayudarles en sus tareas y acompañarlos en su aprendizaje, en su desarrollo y en su bienestar físico y emocional. Familias con insuficiente capital cultural, con viviendas inadecuadas, con altos niveles de pobreza, con episodios frecuentes de violencia…. Y todas, independientemente de estas condiciones, sin saber cómo controlar su propia ansiedad y la del resto de la familia.
Me han asegurado (no lo he podido comprobar) que los servicios sociales están pendientes de los temas más básicos como la alimentación y de otras incidencias extremas. Los ayuntamientos parece que aseguran que el alumnado con beca en los comedores escolares siguan siendo atendidos. Espero que las situaciones “extremas” también. Pero ¿quién se hace cargo de aquellos aspectos también fundamentales para el desarrollo personal, social y emocional?
La vida sigue y, más pronto o más tarde, el alumnado volverá a los centros educativos. ¿Qué nos encontraremos? ¿Cómo los vamos a recibir? No me preocupa tanto que “pierdan” un curso, el aprendizaje es continuo y transversal. Quizás no hayan aprendido hechos que pueden buscar en cualquier base de datos. Lo que importa es saber qué es lo que han aprendido (positivo o negativo) en este extraordinario periodo. Lo que me preocupa es cómo calibrar cómo les ha afectado este largo periodo de confinamiento en su salud física y mental y cómo transformarlo en algo positivo. Me preocupa cómo tenerlo en cuenta y convertirlo en fuente de aprendizaje. En motor de interés, empatía y responsabilidad hacía ellos mismos y el mundo que les rodea.
Teniendo en cuenta que todo el profesorado, y los adultos en general, estamos también pasando por el mismo proceso y podemos experimentar experiencias y consecuencias parecidas, estamos frente al mayor reto educativo que hemos vivido las generaciones desde final de la década de 1940. Volveremos a los centros llenos de saber y de ignorancia. Según Jacques Rancière (El maestro ignorante), esto puede ser una gran oportunidad para aumentar nuestro saber pedagógico y nuestra capacidad de aprender. Pero no es un reto fácil, mejor abordarlo en colaboración y con todos los recursos disponibles.