Volver a las aulas, a las calles, al trabajo, a la vida, como si nada hubiera pasado, como si el huracán global del Covid-19 no hubiera pasado arrastrando al planeta sería un triste y vergonzoso regreso al que llaman “normalidad”. Por respeto a quienes han sufrido, están sufriendo o murieron por una pandemia, pero también por un compromiso apasionado por la vida y por los seres humanos, necesitamos aprender a vivir en la “nueva realidad”. Esto debe significar que es necesario educar(nos) para descubrir que no podemos -o no debemos- volver a lo que teníamos antes de este primer trimestre del 2020.
Por ejemplo, no podemos volver a vivir una catástrofe para descubrir que los Estados, los gobiernos y sus instituciones evidencian graves carencias o enfoques y visiones que no privilegian al ser humano. Si en estados de bienestar la cosa ha sido terrible, ¿cómo es o cómo podrá llegar a ser en estados fallidos? Durante estas semanas nos han pedido responsabilidad personal y familiar para no contagiarnos, para no afectar a otros, para no extender el virus. Y eso, por supuesto, está bien, es nuestra responsabilidad como ciudadanos y ciudadanas, como grupos familiares. No podemos evadirlo. Pero tampoco nos ceguemos y olvidemos que mucho de este drama se ha debido a irresponsabilidades de los grandes poderes, a carencia de institucionalidad efectiva, a engaños o mentiras por razones políticas, a que se privilegia las decisiones de los grandes poderes económicos. Está bien que respondamos individualmente, pero no podemos aceptar que las condiciones estructurales e institucionales sigan siendo las mismas.
Se precisa, entonces, generar educación política y ciudadana que movilice, que llame a la participación de esos grandes conglomerados que se conforman con votar cada cierto tiempo, sin mayor participación o compromiso. La educación, mucho más que nunca, debe asumirse como una exigencia para el compromiso político, ese que nos lleve a construir una cultura política distinta, que cree estructuras e instituciones para proteger la vida, no para proteger los intereses corporativos.
La educación, en el retorno, también debe mirar hacia el centro de todo: el ser humano. Eduquemos para la vida en toda su integralidad, y ello incluye la consideración tierna y solidaria hacia otros. Incluye la sensibilidad hacia los que más sufren, hacia los excluidos y empobrecidos (que ahora lo serán más por los efectos de la pandemia). Una educación que deje la tecnocracia y la necesidad de cumplir con estándares predeterminados y priorice la emocionalidad sana, la salud, el encuentro interpersonal que construye, que ayude a crear convivencia digna y pacífica.
Una tercera llamada de atención, entre muchas, se ubica en algo que empiezo a descubrir en la vida de muchos educadores y educandos. Los espacios virtuales para el aprendizaje (con plataformas de todo tipo) eran la gran aspiración de muchos enfoques pedagógicos. Llegó el coronavirus y ¡pegaron el grito de júbilo! Se demostraba que la educación a distancia es la gran carencia en la educación escolar. Y claro que así ha sido, ha permitido mantener ritmos y procesos de aprendizaje. Sin embargo, ¿todos los niños, niñas y jóvenes tienen acceso a internet, a teléfonos móviles, a computadoras potentes? En nuestros países latinoamericanos se ha evidenciado que la inmensa mayoría no tiene acceso a todo eso, por razones económicas. Es escandalosa esta realidad en los establecimientos públicos, donde la pobreza se pasea con soltura.
A lo anterior, se agrega que el teletrabajo y los ritmos de educación a distancia han venido a crear una ironía: ¡Ahora se añora, se extraña, se necesita la presencialidad! Imagino, (porque todo está en el mundo oscuro de las incertidumbres), que tendremos que aprender a valorar la vida escolar que aprecia al máximo el encuentro presencial, pero que está apoyada, de manera complementaria (y no sustitutiva) por los esfuerzos virtuales. Esto incluirá una consideración socioeconómica, cultural y técnica de aquellos entornos de mayor pobreza.
Educar(nos) para una nueva realidad conlleva que aprendamos a vivir para construir esa nueva realidad. El desgano, la indiferencia o el conformismo, que nos pueden llevar a vivir la educación desde la rutina que no nos compromete a luchas por la vida digna, puede ser el peor de los efectos de esta pandemia. No volver a la realidad anterior debe ser la consigna educativa que nos una mundialmente. Necesitamos descubrirnos como seres que aprendieron e hicieron de esta crisis una escuela para la vida plena, para la solidaridad global y para el gozo de encontrarnos, como humanos, en la cercanía o en la distancia. Si el Covid-19 no ha tenido una sola nacionalidad, la lucha por un mundo mejor tampoco tiene fronteras o pasaportes. Todos estamos y somos parte de esta casa planetaria.