Estoy escribiendo esto al atardecer, viendo la puesta de sol en Fabero del Bierzo, mientras el día desaparece. Recordando aquella frase de la novela La Reina Roja, de Juan Gómez-Jurado, sentenciando que la vida es apenas un destello fugaz entre dos negruras infinitas. Cierto, pero hay destellos de vidas que dejan un resplandor cegador, como un cometa con una larga estela de luz y lucidez.
Cuando se busca su figura en Wikipedia, esa herramienta enciclopédica, fruto de la inteligencia colectiva y el altruismo del común, las dos primeras palabras que le definen es “maestro”, en primer lugar y “político”, en segundo. Pero quiero detenerme en este primer aspecto que, aunque inseparable del segundo desde un concepto de ciudadanía comprometida, como él mismo aseveraba, es quizá una visión sobre la que no se ha escrito tanto respecto a Anguita y que nos interesa, también y especialmente, a la comunidad educativa y a quienes trabajamos en el ámbito de la educación. Especialmente en estos tiempos, en el que el relato neoliberal ha naufragado con la crisis del COVID19, poniendo en valor la importancia de lo público, de lo común, del apoyo y la ayuda mutua.
Siempre fue un maestro. A lo largo de toda su vida. No solo en su profesión como tal, sino también en su labor política, cuando tras dejar sus clases en el colegio “Los Califas” en 1979 se presentó como candidato del Partido Comunista de España a la alcaldía de Córdoba, logrando ser el candidato más votado y siendo reelegido como alcalde en las siguientes elecciones por mayoría absoluta. Como dice otro camarada y profesor de la Universidad de Salamanca, José Sarrión, “practicó la política como una labor educativa. Se diría que nunca dejó de ser un maestro, la profesión de la que vino y a la que volvió después de la política”.
Él mismo se identifica como maestro de escuela, por su “deseo impenitente de explicar” que los hechos no son así porque han caído del cielo, sino porque tienen causas. Hacia “pedagogía política” a la manera socrática desafiando a pensar con criterio propio y recomendando estudiar, estudiar y seguir estudiando. Paulo Freire decía que «la educación es siempre un quehacer político» y Julio Anguita podría decir también que “la política es siempre un quehacer pedagógico”.
De hecho, en el prólogo que tuvo la amabilidad de escribir para el primer libro que publiqué, titulado La Globalización Neoliberal y sus repercusiones en la Educación decía claramente: “La Escuela debe impartir conocimientos y vivencias acerca de la vida en sociedad y de las normas e instituciones que sirven para que la ciudadanía ejerza como tal. Nunca he entendido a aquellos que presumen de profesionalidad estricta y se niegan a entender de aquello que afectando a la polis los concierne a ellos quieran o no. Cada día entiendo más a Pericles cuando manifestaba su desconfianza hacia los que no querían saber nada de la cosa pública. En la actualidad esa posición obedece a dos razones: o son unos ingenuos negativos o se consideran bien instalados en su apoliticismo por la rentabilidad económica y social que ello comporta”.
Era, como diría Henry Giroux, un intelectual comprometido, la mejor caracterización de un auténtico maestro de su tiempo. Giroux y McLaren, dos de los más reconocidos exponentes de la pedagogía crítica a nivel internacional, explican, siguiendo a Paulo Freire, que todo proceso educativo es una forma de intervención política en el mundo y puede ser capaz de crear las posibilidades para la transformación social. Antes que ver la enseñanza como una práctica técnica, la educación debe ser considerada una práctica moral y política bajo la premisa de que el aprendizaje no se centra únicamente en el procesamiento del conocimiento recibido, sino en la transformación de éste como parte de una lucha más amplia por los derechos sociales, la solidaridad y un mundo más justo y mejor. Esto es lo que hizo Julio Anguita a lo largo de su vida, como maestro y como político.
El que fuera coordinador general de Izquierda Unida decía que el político tiene que hacer como Prometeo, robar el saber y dárselo a la gente. Como profesor y especialista en Historia entendía que, en sus propias palabras, “el concepto de ciudadanía universal ligado a los Derechos Humanos es hoy el único proyecto consecuente de liberación y emancipación; no sólo porque señala la meta ineluctable sino porque obliga a compromisos y prácticas concretas e inmediatas en lo cotidiano”.
Por eso, cuando volvió a dar clases a alumnado del primer ciclo de secundaria en el año 2000 en el Instituto, tras veinte años de labor política, y le preguntaban si iba a dar clase a su alumnado desde el marxismo, él respondía que no hay que ser marxista para descubrir que el mundo es injusto. Este es justamente el sentido de la educación como un proyecto de desarrollo de las personas como ciudadanos y ciudadanas partícipes activamente en el proyecto político, económico y cultural de la sociedad en la que viven. Es un proyecto para la democracia y la ciudadanía. Y eso supone la imposible separación entre educación y práctica política. A pesar de la concepción de la derecha conservadora y neoliberal que identifica con adoctrinamiento cualquier indicio de política que no sea la suya.
Para una parte del profesorado, esto puede representar una violación de la neutralidad académica, una politización de los procesos educativos. Pero, como dice Jaume Carbonell, toda enseñanza es una práctica enraizada en una visión ético-política que trata de llevar al alumnado más allá de lo que ya conocen. La visión de Julio Anguita, que conectó tanto con las nuevas generaciones del 15-M, conlleva que no podemos permitir que la educación de las jóvenes generaciones esté al margen del modelo económico y social imperante. Esto sería una forma de imbuirles en la creencia de que no es posible otro mundo, que no es posible una verdadera democracia social, responsable y participativa.
Por eso uno de los aprendizajes fundamentales para el profesorado y las comunidades educativas que nos lega este insigne entusiasta de la educación, es facilitar a los estudiantes las condiciones y dotarles de las habilidades y el conocimiento imprescindibles para reconocer las formas antidemocráticas de poder, la forma represiva en que los intereses ideológicos invaden el imaginario social, inquirir sobre las razones profundas de las injusticias y pelear contra las sistemáticas desigualdades económicas, de clase, de etnia y de género, comprometernos con el sufrimiento de quienes nos rodean, conectando el trabajo escolar con los asuntos de la vida social y política real de nuestra sociedad y con los desafíos enfrentados por los movimientos sociales en las calles, con objeto de repensar el orden social actual y generar alternativas que mejoren la vida de la gente y el planeta. Porque la educación es inseparable de la vida, del modelo social y político que queremos construir y defender.
Su legado pervivirá no solo en su obra, sino también en todos quienes hemos aprendido de su ejemplo, de su coherencia y de su capacidad pedagógica para explicar que otro mundo es posible. Porque si algo tenía claro, desde su convicción comunista, era que otro mundo solo sería posible si anteponíamos el bien común, la solidaridad colectiva, la justicia social y lo público, lo de todos y todas. Ponerlo por encima y antes que las reglas del mercado, del capital y de la ideología neoliberal, marcada por el individualismo, la competencia y la acumulación de unos pocos a costa de la inmensa mayoría.
Como dijo de Julio Anguita, en una entrevista hace años, el premio Nobel de Literatura y comunista, José Saramago: “España necesita la conciencia ética de Anguita”. Efectivamente, si alguien que conozca ha encarnado el poema sobre las “personas indispensables”, de Bertolt Brecht, es Anguita: “Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos. Pero hay los que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles”.
En memoria y homenaje a quien ha sido y seguirá siendo para mí referente y ejemplo de vida y coherencia política y educativa, mi amigo, compañero y camarada Julio Anguita:
«¿Qué sería de este mundo sin militantes?, ¿Cómo sería la condición humana si no hubiera militantes? No porque los militantes sean perfectos, porque tengan siempre la razón, porque sean superhombres y no se equivoquen… No, no es eso. Es que los militantes no vienen a buscar la suya, vienen a dejar el alma por un puñado de sueños. Porque, al fin y al cabo, el progreso de la condición humana requiere, inapelablemente, que exista gente que se sienta en el fondo feliz en gastar su vida al servicio del progreso humano. Porque ser militante no es cargar con una cruz de sacrificio, es vivir la gloria interior de luchar por la libertad en el sentido trascendente» – Pepe Mújica Cordano, expresidente de la República de Uruguay.
Enrique Javier Díez Gutiérrez. Profesor de la Universidad de León, Coordinador del Área Federal de Educación de Izquierda Unida, miembro del Foro de Sevilla y del colectivo Uni-Digna.