T. Piketty, J.K. Galbraith y B. Sachs, economistas de reconocido prestigio, se preguntaban en un artículo reciente, “¿Qué nos ha enseñado esta crisis? En primer lugar, que los seres humanos en el trabajo no pueden ser reducidos a meros recursos”. Y, más adelante, afirmaban que algunos servicios “son actividades que deberíamos proteger de las leyes del mercado. En caso de no hacerlo, correríamos el riesgo de acentuar todavía más las desigualdades, sacrificando a las personas más desvalidas y vulnerables”.
En esta crisis se ha puesto de manifiesto también algo que, con tanta ingeniería verbal y tanta burocracia tecnocrática, tal vez habíamos olvidado: que las escuelas e institutos no son propiamente centros de entrenamiento, de aprendizaje, sino de educación, de crecimiento y desarrollo personal, de formación de la subjetividad. Y que la educación es, por encima de todo, un encuentro entre seres humanos, porque ni los alumnos son objetos prestos a ser moldeados o disciplinados, ni los docentes simples recursos puestos a su disposición, cual ordenadores de carne y hueso o libros de texto encarnados. En este encuentro, la comunicación y las relaciones personales juegan un papel insustituible, porque una y otras se dan entre sujetos que hacen cosas juntos y que se sienten vinculados por un lazo de confianza mutua; que construyen significado, ideas y emociones al compartir actividades, en un proceso abierto e indeterminado. Por eso, la educación es casi siempre un camino lento, difícil, en que los resultados –programados por adelantado, o no- nunca están garantizados.
En este encuentro, el docente asume una responsabilidad especial: ya hemos dicho que no es un simple recurso, pero tampoco un mero facilitador o acelerador del aprendizaje, ni un compañero que se limite a acompañar a los alumnos. El docente está en la escuela para enseñar. Parece un verbo antiguo o casi fuera de lugar, porque la enseñanza se ha asociado –muchas veces con razón– a la escuela transmisiva, autoritaria y verbalista; también por la preeminencia de las teorías del aprendizaje que han otorgado todo el protagonismo al aprendiz. Pero creo que con el agua sucia de la escuela que no queremos hemos tirado también al docente, como si se tratara de algo prescindible o intrascendente.
Esta crisis, sin embargo, ha revalorizado la función docente, ha puesto al descubierto ese valor añadido, difícil de explicar pero tan presente, junto a la importancia de los compañeros, protagonistas también de este encuentro didáctico. Porque un docente es un adulto que actúa en primera persona, capaz de presentar conocimientos complejos e ignorados, de hacer preguntas insospechadas, complejas, sin una respuesta predeterminada, de establecer prioridades, de manejar problemas y conflictos, de generar complicidades y sinergias, de dar testimonio con sus conductas y su modo de proceder…
Los docentes están ahí para transitar de lo que es deseado a lo que es deseable. Los alumnos no son consumidores, cuyas necesidades e intereses haya que satisfacer de la manera más rápida y eficaz, sino personas abiertas a la posibilidad de ser enseñados, de descubrir nuevos mundos, de salir del terreno de juego que les han marcado sus familias y sus experiencias anteriores, de caminar hacia su independencia.
Lo expuso de forma clarividente, hace ya muchos años, J. Dewey, cuando afirmaba que los intereses de los niños deben tomarse como un indicador de su estado de desarrollo, como señales de una capacidad a punto de activarse; que dichos intereses no deben ser reprimidos, pero tampoco complacidos. Porque los niños viven en un mundo pequeño y limitado, y no deberían ser abandonados a su propia espontaneidad. Por eso, el docente que postula Dewey es un buen científico, alguien que ha experimentado en su propia carne el placer de investigar, de descubrir, además de un buen conocedor de cada uno de sus alumnos.
En esta crisis ha habido que contar desde el primer momento con el saber de los epidemiólogos y, en general, de los profesionales de la salud, que han puesto sobre la mesa las vías de contagio, sus múltiples y dañinos efectos sobre las personas y las formas más eficaces no solo para curarlas, sino para evitar al máximo la posibilidad de nuevos contagios. Pero las decisiones han recaído sobre los gobiernos, los encargados de gestionar la vida del país, que han tenido en cuenta, por supuesto, lo que dice la ciencia médica, pero también otras múltiples variables que inciden y condicionan la vida de la ciudadanía (economía, trabajo, ocio, bienestar personal, vínculos familiares, movilidad, seguridad…).
Algo similar podríamos argüir para la educación escolar. Evidentemente hay unas bases científicas que los docentes deben conocer: la neurociencia, que nos instruye sobre como funciona el cerebro y nuestra mente; las teorías del aprendizaje, que nos ilustran sobre qué mecanismos y órganos se movilizan o conviene movilizar para producir aprendizaje; las demandas de cada sociedad concreta en un momento histórico determinado, que buscan inserir en su seno a las nuevas generaciones; etc. Pero la función docente no debe actuar al dictado de ninguna de estas ciencias, porque en la escuela y en los institutos lo que hay son personas multidimensionales, que deben crecer y desarrollarse en todas ellas, y porque la función de la educación escolar va más allá de los estrictos intereses y necesidades individuales.
El énfasis casi exclusivo en el aprendizaje ha tenido unas derivadas que vale la pena considerar. En primer lugar, se habla de él como de una nueva mayéutica, como si todo el conocimiento estuviera ya en el interior de los niños y jóvenes, como si solo hiciera falta el andamiaje o el entorno propicio para su alumbramiento… También se presenta el aprendizaje como algo inevitable y permanente, natural como la vida misma, casi como una condena de la que no podemos escapar, de manera que, cuando alguien no aprende o se niega aprender, es que algo falla en él, es que se trata de alguien problemático… Además, aprendizaje es un término con un sesgo individualista e individualizador, que podría ignorar y prescindir de las relaciones y la comunicación en los procesos y prácticas educativas. En cualquier caso el lenguaje del aprendizaje no es inocente: conduce más a la adaptación que a la emancipación, más a la domesticación que a la posibilidad de elegir entre diversas alternativas.
Dice Ph. Meirieu que la educación es “el esfuerzo para conseguir que personas consideradas ineducables y abocadas a la exclusión, accedan a la cultura y a la libertad; para remontar las contradicciones inevitables entre el principio de educabilidad –según el cual, todos los alumnos pueden aprender y crecer- y el principio de libertad –según el cual, nadie puede aprender por otro, ni obligarle a crecer”. Una educación que busca asociar la instrucción –la transmisión, la reproducción y la producción de saberes- y la emancipación –la capacidad de pensar por sí mismo. Una educación que asume el compromiso de que toda la ciudadanía adquiera unos saberes y unas competencias que le permitan reducir al máximo los déficits derivados de su entorno sociofamiliar y así poder optar a unas posibilidades profesionales y sociales que la suerte le había negado.
Xavier Besalú es profesor de Pedagogía de la Universidad de Girona