En estos días, los profesores de Filosofía hemos recibido una triste e indeseable noticia: el Gobierno de España, que se halla tramitando la Ley Orgánica de Modificación de la LOE (LOMLOE) o Ley Celáa, ignorando un acuerdo unánime del Congreso favorable a la reimplantación de la Ética en Educación Secundaria Obligatoria, ha excluido dicha materia de la Ley, incumpliendo el citado acuerdo y provocando la ruptura de una unidad de ciclo en el ámbito de la Filosofía, unidad que existe en otras materias. Las explicaciones dadas le parecen al que escribe evasivas, cuando no irrisorias: el espacio para el que se solicita la materia, 4º de ESO, está ocupado y, además, afirman, la Ley quiere fomentar los ámbitos competenciales en vez de las asignaturas estancas (cuando el hecho es que, en los niveles en que se trabaja por ámbitos, la asignatura de Valores Éticos, la más «parecida» en la actual composición curricular a la que se disputa, queda fuera de los ámbitos, es decir, es una asignatura convencional, como se presume que sea la que la sustituirá).
Tal posicionamiento, lamentable sin paliativos, obstaculiza la formación completa de la persona, contraviniendo los propios pronunciamientos de los gobernantes y los principios contenidos en la Ley relativos a la formación integral y crítica de los estudiantes. Sin embargo, este no es un fenómeno derivado solo de una coyuntura política. Es un hecho estructural, que obedece a movimientos históricos, a decisiones concisas y conscientes sobre las exigencias que la sociedad presente y futura ha impuesto al sistema educativo y a sus futuros egresados. Espero que las siguientes líneas ayuden a comprenderlo.
Las leyes
Hace un tiempo, no mucho, una profesora de los actuales ciclos formativos de Formación Profesional se mostró muy sorprendida («eso me ha dejado loca», dijo literalmente) cuando conté en Twitter que, a finales de los años 80 del siglo pasado, recién incorporado a la docencia en la Formación Profesional de entonces, impartía clases de Ética a alumnos de las ramas industriales de Metal y Automoción. Repito: clases de Ética a alumnos, jóvenes y talludos, que estudiaban ¡un oficio! con la «única» mira de la ocupación laboral inmediata. Pero no se vayan, hay más: cualquier alumno que se titulara en Formación Profesional de nivel II (equivalente hoy a un ciclo formativo de grado superior) había recibido al final de sus estudios, además de las propias de su especialidad, clases de Matemáticas, Lengua(s) española y de la comunidad, si era el caso, Idioma(s) extranjero(s), Educación Física, Religión o Ética (en los centros no confesionales) y, anoten, Formación Humanística, cuyo temario —aunque en muchos centros lo reducían a Historia Universal e Historia de España— comprendía también contenidos de Geografía, Antropología, Sociología, Psicología y ¡Arte! Yo enseñaba en diferentes ramas profesionales: administrativa, sanitaria, industrial…, en primer y segundo grado, en horarios vespertino y nocturno. Como profesor de Formación Humanística, además de Ética, explicaba desde el origen del hombre hasta los experimentos de Pavlov, desde la deuda de los Austria con los banqueros alemanes en el siglo XVI hasta las vanguardias artísticas finiseculares.
La ley que amparaba tal desmesura (espero se capte la ironía) era la LGE, la Ley General de Educación o Ley Villar Palasí, promulgada en 1970, que se mantuvo vigente (descontando los fiascos de la LOECE y la LODE) hasta la década de 1990 en que se desarrolló, con la lentitud de una tortuga boba, falta de planificación y medios, la Ley de Ordenación General del Sistema Educativo o LOGSE, con la que España debía entrar en la «modernidad». Fuera porque mantenía la vieja paideia derivada de la formación del espíritu nacional o por otras causas, eso ahora no viene al caso, lo cierto es que la LGE, cordón umbilical que une la dictadura franquista con la democracia, mantuvo en los estudios técnicos y profesionales un espectro absolutamente epatante de contenidos humanísticos.
Hasta el momento, y contra lo habitual en la opinología educativa, pero también en las arenas de la política, he hablado más de los estudios profesionalizadores que de la educación básica y el bachillerato. Sostengo que para apreciar —y comprender— las transformaciones que se avecinaban y que han conducido hoy al desmantelamiento de las humanidades en general, y de la Filosofía y la Ética en particular, resulta más esclarecedor escrutar lo que ocurrió con la Formación Profesional, aunque solo sea por aquello de que cuando las barbas de tu vecino veas cortar…
La historia
En los veinte años y pico que median entre la LGE y el desarrollo de la LOGSE en España, en el mundo, pásmense, sucedieron muchas cosas. Sucedió, por ejemplo, que una compañía llamada Intel presentó en 1971 el primer microprocesador de un único chip. Sucedió que en 1983 se alumbró el protocolo TCP/IP en el que se basa la Internet moderna. Sucedió que, tras la crisis energética de 1973, la geopolítica mundial cambió, entraron en escena poderosos actores en Oriente Medio y las democracias avanzadas experimentaron indicios de una crisis de legitimación que se prolonga hasta el presente. Sucedió que, tras el golpe de estado que derrocó y asesinó en 1973 al presidente chileno Salvador Allende, imponiendo la dictadura militar de Pinochet, unos jóvenes castores de la economía, formados en el capitalismo de la Escuela de Chicago —lo que les ha valido, para la historia, la denominación de Chicago Boys— utilizaron al país como laboratorio de ensayo de un tipo de recetas, no tanto nuevas como radicales, basadas en las teorías de Milton Friedman y Friedrich von Hayek. Tales recetas, a las que pondremos nombre de inmediato, aunque el lector ya se lo habrá imaginado, eclosionaron con rapidez en los EEUU de Ronald Reagan, la Gran Bretaña de Margaret Thatcher o la Nueva Zelanda de Roger Douglas (ministro laborista de centro-izquierda, lo que «desligaba» las soluciones económicas del ideario político, creando, de paso, nudos teóricos en la garganta, difíciles de deglutir). El potente impacto mundial de tales políticas hizo que se acuñaran, incluso, expresiones populares para referirse a ellas: reaganomics, rogernomics, thatcherism o thatchernomics… Sí, efectivamente, lo han adivinado: había llegado el neoliberalismo. Y, con el impulso de la globalización, se instaló cómoda y perennemente.
Mientras, la vieja Europa reaccionaba a la aceleración histórica. En términos hegelianos, trataba de armarse como una totalidad contenida en lo que se denominó «horizonte de convergencia»: nuevos estados miembros, moneda única, legalidad común, solidaridad con las regiones menos favorecidas, libre movilidad de personas y capitales, valores compartidos… Articulados en un lenguaje soft, a cierta distancia del relato duro anglosajón, se establecieron los principios de acción del nuevo bloque geopolítico, es decir, la visión y misión de la Europa del futuro. Tales principios incluyeron también planes educativos de largo alcance y en ellos se formulaba por primera vez la tarea educadora, atención, en términos competenciales. Por todas partes comenzaron a proliferar los «Libros Blancos», manifestaciones de la consciencia —y la consistencia— cultural europea. Jacques Delors, presidente de la Comisión Europea entre 1985 y 1995, impulsó varios: «Libro Blanco del Mercado Interior» (1985), «Libro Blanco sobre el Crecimiento, la Competitividad y el Empleo» (1993) y, ojo a este, «Libro Blanco sobre la Educación y la Formación. Hacia la Sociedad del Conocimiento» (1995). En términos generales, durante el mandato Delors, europeísta convencido y miembro del partido socialista francés, se establecieron las líneas maestras del zeitgeist del siglo XXI.
Esas líneas sancionaron el hecho de que en el futuro, e independientemente de qué dijera el relato oficial —y cómo lo dijera—, las democracias europeas habrían de asumir principios esencialmente conservadores y liberales, al dictado de organismos económicos internacionales: el mercado global, la libre competencia, la desregulación y una concepción de la formación orientada a la capacitación profesional, no a la educación integral de un ser humano informado y crítico. Desde las primeras páginas, el Libro Blanco de la Educación insistía una y otra vez en el «desarrollo de las aptitudes para el empleo» —lo que subordinaba la educación a la mercantilización de las habilidades profesionales—, en la flexibilización en el modo de adquirir y evaluar dichas competencias, lo que acabaría por devaluar el valor formador de la escuela y la universidad en favor de las certificaciones privadas. La Declaración de Bolonia, firmada en 1999, continuó este avasallador sendero instrumental e identificante, como lo habría llamado Max Horkheimer. Por eso fue tan fuertemente contestada por las facultades de Filosofía del país, a las que siguieron luego Derecho y otros estudios.
Europa había decidido que los ciudadanos críticos habían de ceder su sitio a los ciudadanos cualificados, competentes
Regreso al futuro
Europa había decidido, en razón de: a) la globalización económica, b) los nuevos retos de la sociedad de la información y c) el impulso al progreso científico y tecnológico (¿se entiende por qué elegí más arriba aquellos ejemplos?) que los ciudadanos críticos habían de ceder su sitio a los ciudadanos cualificados, competentes. Que la cualificación había de responder a las demandas de los mercados. Y que podría acreditarse, rezaba el Libro Blanco de la Educación, «por medio de un diploma o no». Se atrevía, incluso, a proponer la expedición de «tarjetas de competencias» personales, a modo de DNI de la sabiduría, que constatarían las competencias fundamentales (lengua, matemáticas, historia…) y técnicas (contabilidad, finanzas, marketing…) de los individuos. Los sucesivos informes Delors, sustentados exactamente sobre esos tres ejes, señalaban el camino e incidían en lo apremiante de una transformación de los sistemas educativos de los estados europeos.
En 1990 se promulgó la LOGSE. Mientras los otros estudios, con algunas excepciones, se transformaron menos en contenidos que en reordenación académica, aparición de modalidades, teoría psicopedagógica y nuevos itinerarios para llegar al mismo sitio, la Formación Profesional acometió una renovación sin precedentes que, a la postre, iba a convertirla, de patito feo de la educación, expresión habitual en los medios de la época, en principal destinataria de la inversión económica, la modernización de infraestructuras y los fondos de solidaridad europeos. Creo que las razones habrán quedado claras. La competencia del aprender cómo (know-how) debía imponerse sobre el aprender qué (know-what), el aprender por qué (know-why) y, desde luego, sobre el aprender a ser (learning to be).
Se diseñó, primero de manera experimental, una Formación Profesional «modular», esto es, que desarrollaba titulaciones adaptadas a las necesidades del mercado laboral, previa identificación supuestamente concienzuda de dichas necesidades. Aquellos módulos se acabaron por convertir en los ciclos formativos actuales, y de su calado lingüístico da fe el hecho de que muchos alumnos siguen diciendo que se han matriculado «en un módulo de FP», en lugar de en un ciclo formativo.
Vuelvo un momento a la historia personal. Compaginé durante dos cursos la docencia en la Formación Profesional tradicional, en horario nocturno, y, por prolijas razones que no vienen al caso, también en un módulo de Comercio Interior (convertido hoy en Ciclo Formativo de Grado Medio de Actividades Comerciales), en horario diurno, que mi centro había aceptado «experimentar». En este módulo explicaba escaparatismo, rotulación, cartelismo… en suma, lo que se denominaba «dinamización del punto de venta». Se daba la circunstancia, pues, de que durante el día enseñaba esto y por la noche Formación Humanística, con los contenidos que detallé al principio.
La desaparición de las humanidades en la Formación Profesional no fue sino el augurio de lo que tres décadas más tarde impactaría, de manera sibilina, en la educación secundaria en general
Al comparar los dos modelos de estudios profesionales, el tradicional y el experimental, ¡que conducían a la misma titulación!, llamaba la atención que en los experimentales las ricas y variadas «humanidades» habían desaparecido como por ensalmo. De la noche a la mañana, con nocturnidad y alevosía, ya no estaban. No tenían cabida en el «Nuevo Mundo» del profesionalismo competencial. Se tiró al bebé junto con el agua sucia del baño. De todo el espectro de materias humanísticas solo quedó viva la lengua extranjera: el inglés, claro, que se reforzó y convirtió en inglés «técnico». Lo malo, sin embargo, no es que desaparecieran; es que nadie pareció echarlas de menos. Pero no hay malo sin peor, y lo peor, debo decirlo, fue que una parte del profesorado de los centros de Formación Profesional aplaudió el cercenado curricular y la subsiguiente expulsión de los moriscos. Ya se imaginan quiénes eran los moriscos: los profesores de asignaturas comunes, léase humanísticas.
La desaparición de las humanidades en la Formación Profesional —vamos a suponer que, bajo la ideología de la profesionalización neoliberal, pudiera tener cierta justificación— no fue sino el augurio de lo que tres décadas más tarde impactaría, de manera sibilina, en la educación secundaria en general. Era 1990 y habíamos vuelto a 2020.
De vuelta a las leyes. El descalabro de la Filosofía
Si la LOGSE, y luego la LOE, mantuvieron en los estudios de secundaria un campo humanístico que hoy nos parece «envidiable», es porque algo sucedió con posterioridad que redujo drásticamente su presencia curricular. Presencia curricular de las humanidades es sinónimo de práctica del pensamiento racional, formación de individuos reflexivos y dialogantes, democráticos, capaces de interrogarse sobre los porqués de sus creencias. Es sinónimo de un «hacerse persona» que es, justamente, el objetivo fundamental de la Ética. También es sinónimo de cuestionar la realidad. Y, amigos, aquí topamos con la competencialidad profesionalizadora, con el mercado, con el adoctrinamiento conservador y también, literalmente, con la Iglesia. Si, con las humanidades jugando en el tablero, la tarea formativa señalada es titánica en una sociedad que impele a los jóvenes en sentido contrario, sin ellas es sencillamente un imposible. Una entelequia.
La Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE) o Ley Wert se aprobó en 2013. Fue la ley educativa estrella del Partido Popular, que no quiso perder la oportunidad de tener su propio «Libro Blanco sobre la Profesión Docente» y lo encargó al filósofo José Antonio Marina. La LOMCE abraza, organizativa y curricularmente, principios meritocráticos neoliberales, amén de segregadores. Por ceñirnos a los contenidos filosóficos y éticos —y aunque el Estado autonómico, afortunadamente, vino en auxilio de los desarrollos curriculares y las administraciones pudieron, gracias a él, mantener cierta libertad en la organización del porcentaje del currículo que les competía— los departamentos de Filosofía vieron esquilmada su presencia en el currículo al menos de tres maneras: desapareció la Ética y, con ella, cualquier atisbo de presencia filosófica en todo el ciclo de ESO, lo que en la práctica significaba que un alumno podía acabar su escolarización obligatoria sin haber cursado una sola asignatura del Departamento de Filosofía. Ni falta que hacía, debió pensarse. Le bastaba con elegir Religión. Con la eliminación de la Ética se rompía, además, la unidad curricular de tres cursos (Ética en 4º de ESO, Filosofía en 1º de Bachillerato, Historia de la Filosofía en 2º de Bachillerato) que, a imagen de otras materias, la Filosofía había ostentado hasta el momento y que le confería la coherencia y continuidad necesarias desde el punto de vista formativo. En segundo lugar, se recortó la carga curricular de la Historia de la Filosofía de 2º de Bachillerato y se la relegó a la optatividad, con lo que decaía su presencia en las pruebas de acceso a la universidad. Sin esta presencia asegurada, el interés académico del alumnado por la asignatura tendió, para ser francos, a cero. Desaparecieron innumerables unidades en los centros. En tercer lugar, y en ello se ha incidido poco, a mi juicio, el espacio de optatividad del Departamento menguó drásticamente. Si, en los tiempos de la LOGSE y la LOE, el Departamento podía ofertar (entre 1º y 2º de Bachillerato) las materias optativas de Psicología, Sociología, Antropología o, incluso, Filosofía de la Ciencia, ahora, y en esas estamos aún, al menos en la Comunidad Valenciana, desde la que escribo, solo «aguanta» la Psicología en 2º de Bachillerato.
Tan gigantescos tijeretazos se comprenden aún mejor reflexionando sobre el apuntillado a los objetivos humanísticos que, desde el punto de vista ideológico, ha supuesto la LOMCE: de acuerdo con sus principios neoliberales, y manifestando inusitada urticaria ante un pensar crítico o dialéctico que pueda cuestionar las desigualdades económicas, las injusticias sistémicas, las brechas sociales o la crisis ecológica, concede, en el otro extremo, un peso extraordinario al espíritu innovador, el entrepreneurship, la economía financiera, la competitividad, la iniciativa privada, la desregulación o el pensamiento computacional y algorítmico, orientado a la solución eficiente de tareas.
No solo la ESO ha alumbrado para los casi niños una nueva asignatura, «Iniciación a la Actividad Emprendedora y Empresarial», sino que los libros de texto de Filosofía de 1º de Bachillerato están obligados por ley a contar con un apartado relativo a la Filosofía y la empresa. La formación económica no es denostable per se, antes al contrario. Tal vez sea más necesaria que nunca. Siempre que esta aproximación siga pautas de criticismo, precisamente lo que el modelo actual no promueve. De todas maneras, y para ser honestos, el «espíritu emprendedor» se introdujo en 2002 en la LOCE, a instancias del Consejo Europeo de Lisboa, y tuvo continuidad en la LOE. Ahora, simplemente, se ha profundizado y expresado en forma de presencia curricular redoblada.
Hablamos en pasado de la LOMCE, pero es la ley que sigue vigente en este, por lo demás, aciago año 2020. Ciertamente, ha sido «repelada» en sus aspectos más enconados por varios decretos en las comunidades autónomas, pero vigente al fin y al cabo. Y sucede en estos días, y por lo cual se me ha dado ocasión de escribir este artículo, que el Gobierno, esta vez socialista, se halla en trance de derogarla y sustituirla por la enésima: la referida Ley Celáa. Contra el acuerdo unánime del Congreso a favor de recuperar la unidad del ciclo de Filosofía, como se ha explicado, contra todo argumento racional, contra todo pronóstico. La redacción del proyecto de la LOMLOE, que acaba de aprobarse en el Congreso, no contempla la restitución de la Ética en la Educación Secundaria Obligatoria. Los manifiestos de la Red Española de Filosofía (REF), la plataforma del estudiantado por la Ética, las voces colectivas de departamentos universitarios, las voces particulares de los profesores de Filosofía en los medios, en las redes, en la interlocución con las autoridades, de nada han servido hasta el momento. La Ley aún debe pasar el trámite del Senado. Solo queda una oportunidad, pero es remota.
Adversus Philosophos
En agosto de 2015, una carta de Hakubun Shimomura, ministro de Educación y Cultura de Japón, dirigida a las 86 universidades nacionales y a todas las instituciones de enseñanza superior, las conminaba a tomar «medidas activas para abolir las ciencias sociales y las humanidades o convertirlas en áreas que satisfagan mejor las necesidades de la sociedad». En julio de 2019, líderes empresariales y políticos de América Latina, reunidos en la Cumbre Empresarial de la Alianza del Pacífico, aplaudieron la siguiente intervención de la vicepresidenta de la multinacional Coca-Cola Latam: «La región necesita menos filósofos, menos psicólogos, menos abogados (aunque yo lo sea) y más técnicos». En las últimas décadas han proliferado a lo largo del cosmos capitalista grupos de interés que, como los advocacy tanks norteamericanos, se han especializados en influir en los gobiernos, elaborando informes bien pagados a partir de los que crear espacios de legitimación para la toma de decisiones políticas conducentes, por lo general, a satisfacer las demandas formativas de las empresas y los padres.
Hegel, fascinado, como Carlyle y otros en su tiempo, por los grandes hombres de la historia, decía que eran los que habían “entendido los signos del tiempo”. Más allá de los personajes que Hegel tenía en mente, ¿quiénes representarían hoy el “espíritu del tiempo”? ¿Individuos concretos o tal vez estereotipos? ¿Acaso los self made men, los hombres «hechos a sí mismos»? ¿Esos «triunfadores» a los que el pensamiento ultraliberal apela como modelos sociales? Fueren quienes fueren, desde luego, no son los intelectos que reclaman más literatura, arte, historia o filosofía. Tales disciplinas no son operacionales, no son competenciales, ni algorítmicas, no hacen borrón del pasado, sino que nos acercan nítidamente a él, nos permiten comprender quiénes somos, cómo se ha forjado nuestra identidad, sobre qué bases se ha edificado el presente; y ello es la condición, no imagino otra, para poder elegir libre y conscientemente el futuro que queremos para nosotros y para las generaciones venideras. Pero nada en la configuración del saber actual —y no solo en este país— mira en esa dirección: las Humanidades no están en el espíritu del tiempo.
Para lamento de quienes consideramos la actividad libre del pensar como el mayor logro de la humanidad, los ataques sistemáticos a la cultura, a la ciencia y a toda actividad dirigida a conformar sujetos más conscientes, más justos, más sabios, procedan de donde procedan —y se ha visto que el lugar desde donde se lanzan los misiles está más allá de las derechas y las izquierdas—, son deleznables y mezquinos. Cofinhal, presidente del Tribunal Revolucionario que ajustició a Lavoisier, lo hizo al grito de «la República no tiene necesidad de científicos». Entre 1558 y 1559, dos execrables Pragmáticas promulgadas por Felipe II, el rey «prudente», prohibieron respectivamente la libre traducción, impresión y circulación de libros y la salida de españoles a estudiar en universidades extranjeras. Siglos antes, el emperador Juliano II, apodado «el Apóstata», vedaba a los cristianos los estudios humanísticos, «no fuese que, si aguzaban la lengua, estuviesen más preparados para contestar a los ataques de los gentiles». Con sus diferencias, los ejemplos aducidos tienen en común que las razones por las cuales se atacó y confiscó el saber fueron tan espurias como destructoras. Como con la Ética.
Sexto Empírico, filósofo griego que escribía en los albores del primer milenio, se opuso a toda forma de dogmatismo derivado de las pretensiones de universalidad y verdad de los saberes particulares. A tales pretensiones contrapuso un terapéutico escepticismo que plasmó en su tratado —en realidad un compendio—, Adversus dogmaticos («Contra los dogmáticos»). No concibo actitud más dogmática que la promoción de esquemas de pensamiento unidimensionales, derivados de la racionalidad económica y tecnológica. Prefiero un pensar bullicioso, nebuloso y repleto de dudas, que tenga como objeto al ser humano en toda su complejidad, a la certeza ingenua del creyente iluminado, el revolucionario abducido, el camarada fanático o el experto irrefutable. No por memético va a ser menos cierto aquello de que lo peligroso es el pensar, no los pensamientos.
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