Es una de las voces más autorizadas a nivel global sobre la integración de las TIC en la escuela. Autor de un largo listado de estudios, Björn Hassler muestra especial interés por el aprendizaje con dispositivos móviles. Últimamente, sobre todo, en el África sub-sahariana. Entusiasmo y crítica se funden en su visión sobre la fiebre tecnoeducativa.
Aunque nació y creció en Alemania, Hassler ha desarrollado la mayoría de su carrera profesional en Inglaterra. Durante años trabajó en el Centre for Science and Policy de la Universidad de Cambridge. Ahora colabora con la Universidad de Johanesburgo. También co-dirige el nodo investigador EdTech Hub. Pero dedica la mayor parte de su tiempo a una apuesta personal: la empresa social Open Education & Development, con amplia presencia en países en vías de desarrollo.
¿Cuáles son las limitaciones específicas de la investigación educativa?
Déjame empezar con una puntualización. Se hacen muchos experimentos educativos, pero no todos arrojan resultados positivos. Muchos piensan que hacer algo es siempre mejor que no hacer nada. Y no es cierto. Pero demos por hecho que una intervención concreta arroja un resultado positivo. Queremos aplicar ese hallazgo a otra situación…
… que será siempre distinta en uno o varios aspectos. Ahí es donde la cosa se complica.
Me gusta trazar una analogía con la física, que es lo que estudié en la universidad y sobre lo que hice mi doctorado antes de pasar al mundo educativo. En un sistema dinámico no caótico, cuando cambias las condiciones un poco, el resultado cambia un poco. Pero en uno caótico, pequeños cambios pueden producir resultados completamente distintos. No diría que el educativo es un sistema caótico pero es, sin duda, uno muy complejo, con una gran cantidad de factores implicados. Así que tenemos que proceder con mucha precaución, como si condujéramos en la niebla.
A no ser que en varios estudios realizados en situaciones diferentes los hallazgos apunten en una misma dirección.
Y preferiblemente estructurando la intervención desde una teoría del cambio, que permite fijar objetivos claros y trazar posibles caminos para alcanzarlos, algunos más nebulosos —pero quizá más efectivos— y otros más despejados. Ahora bien, ¿quién fija esos objetivos? ¿Profesores, políticos, alumnos, investigadores? La clave es que sean relevantes desde una óptica socioeducativa.
Un estudio científico implica siempre algún tipo de traslación numérica, cuantitativa. ¿Cómo se miden con cierta objetividad el pensamiento crítico, la creatividad, la capacidad de síntesis, la comprensión profunda de lo que aprendemos?
Existen métodos para hacerlo, aunque obviamente siempre será más exacto medir los resultados de un aprendizaje puramente repetitivo y mecánico. Si saco mi faceta, digamos, de investigador anarquista, lanzaría una pregunta: ¿por qué tenemos que medirlo todo en educación? Hay competencias francamente difíciles de medir. ¿Significa que debemos renunciar a enseñarlas? No, siempre que sean socialmente relevantes.
¿Piensas que en esa decisión sobre qué ha de enseñarse tienen cada vez más peso los enfoques utilitaristas orientados al mercado laboral?
No estoy seguro de poder responder a una pregunta tan amplia, sobre todo con perspectiva mundial. Pero te puedo decir lo que pienso que debería hacerse en los países de rentas bajas, que son mi principal objeto de acción y estudio. No se trata solo de formar pensadores críticos para resolver problemas en entornos laborales. Los jóvenes han de tener una mirada crítica sobre la política, sus gobernantes. En algunos países de África, simplemente lograr que los jóvenes dominen las matemáticas básicas ya es dinamita, porque les permitirá saber si están obteniendo un salario justo. Este interés especial que siempre muestro por el pensamiento crítico quizá venga de haber crecido en Alemania en los años 70. La II Guerra Mundial no estaba tan lejos, y en la escuela se insistía —y todavía se insiste— mucho en la importancia de reflexionar sobre la información que nos llega, de no darla sin más por cierta.
¿Qué opinas sobre la segregación escolar por itinerarios formativos a edades muy tempranas en el sistema alemán?
Es anacrónica, aunque el modelo se ha suavizado respecto a cuando yo estudié. Entonces la división entre ramas académicas o profesionales era mucho más rígida, y la decisión que se tomaba a los 10 o 12 años, más difícil de cambiar. Creo firmemente en una escuela integradora, con permeabilidad entre alumnos de distintas capacidades.
Al creador de la vacuna de Pfizer/BioNTech, Ugur Sahin, querían mandarle a una haupschule [el tipo de escuela menos exigente en la secundaria alemana]. Sus profesores pensaban que el chico no valía gran cosa como estudiante. Al final fue, por insistencia de sus padres, a un gymnasium [el más exigente], estudió Medicina y fundó BioNTech.
Conmigo sucedió lo mismo. Deletreaba fatal, probablemente ahora hubiera sido diagnosticado como disléxico. Y mi caligrafía era terrible. Así que, al final de la primaria, recomendaron a mis padres que fuera a una haupschule. Ellos se negaron, fui a un gymnasium y allí, como las asignaturas de ciencias cobraron más peso y se me daban muy bien, pasé en seguida de ser considerado un mal alumno a uno bueno.
Sahin llegó a Alemania a los cuatro años con su familia desde Turquía. Hay quien piensa que su origen y entorno familiar fueron determinantes para que sus profesores de primaria pensaran que la mejor opción para él era la haupschule.
El sesgo racial no es ni mucho menos exclusivo de Alemania. Aquí en Londres, los chicos negros de origen caribeño suelen ir a los centros de secundaria que hay en sus barrios, lo que [dentro de la gran diversidad de formatos escolares que existe en Inglaterra] condiciona geográficamente sus oportunidades educativas. El sentido último de tener un sistema educativo es hacer que la educación que recibas dependa lo menos posible de tu origen. Se trata en definitiva de igualar oportunidades. Incluso en países como EEUU, con un sistema comprensivo hasta los 16 años, tu origen determina enormemente tus estudios, tu carrera profesional, tus ingresos como adulto. Más incluso que en Alemania, con su modelo de segregación a edades tempranas.
Conoces bien la educación en el África sub-sahariana. ¿Percibes imperialismo cultural en los proyectos que allí se emprenden financiados, en parte o totalmente, por países o donantes occidentales?
Sí, aunque ya no resulta tan evidente como antes. Ahora se hace de forma más sutil. Muchos proyectos, por ejemplo, requieren que los responsables de llevarlos a cabo posean un título universitario en Desarrollo Internacional. Este tipo de estudios, con esa denominación concreta, se imparten sobre todo en universidades de EEUU o Reino Unido. Así que las personas más cualificadas de África —digamos alguien que haya estudiado Educación en Nairobi (Kenia), que conoce bien su país y sus particularidades— no pueden acceder a ellos. Cuando uno visita las páginas web de estas iniciativas, lo habitual es que aparezcan fotos de adultos blancos y niños negros, a veces mirando a cámara con cierto aire desempoderado.
Tu principal campo de investigación es la tecnología aplicada a la educación. ¿Vamos aprendiendo a sacar partido pedagógico a las inversiones millonarias en dispositivos digitales?
Cada vez hay más evidencias científicas que nos dicen qué fuciona y que no. El problema es la enorme disparidad que sigue existiendo entre lo que nos dicen estas evidencias y lo que normalmente se hace. En países con rentas bajas, la gran brecha procede del escaso énfasis que se pone en un tipo de formación docente que permita sacar a la tecnología su potencial educativo.
¿Y a nivel global?
Pocos programas TIC tienen en cuenta, por ejemplo, las diferencias entre grupos de edad. La forma en que aprende un alumno en los primeros años de primaria y en los últimos de secundaria es totalmente diferente. Su capacidad de atención, sin ir más lejos, varía mucho. Pero damos tablets a niños de 8 años y pretendemos que aprendan con ellas todo el tiempo. Y estos niños pueden hacerlo un rato, pero luego necesitarán moverse, jugar… Otro gran problema es que la tecnología tiende al aprendizaje individualizado. Así que restamos importancia a algo tan importante como hablar, una actividad clave para el desarrollo de habilidades lingüísticas y la configuración del pensamiento.
¿Piensas que la tecnología se prioriza en ocasiones frente a otras innovaciones educativas por su mero carácter fotogénico? Quizá otras transformaciones menos costosas resulten tanto o más efectivas, pero no quedan tan bien en una foto…
Déjame aclarar algo: pienso firmemente que tiene que haber tecnología en la escuela. Esta no puede ser una burbuja fuera de la sociedad. Pero hemos de poner al alumno y sus necesidades por delante de los dispositivos. Y estas necesidades siguen siendo las mismas que en el pasado. Las nuevas tecnologías —algunos creadas hace apenas 10-15 años— no han supuesto un cambio evolutivo en el cerebro de las nuevas generaciones, como uno escucha a veces. Claro que hay que integrar la tecnología en la escuela, pero sin que ocupe todo el tiempo, solo cuando tenga sentido. Tampoco debemos olvidar que se trata de iniciativas muy costosas, así que hemos de pensar en términos de coste/oportunidad, sobre todo en países pobres. Otras innovaciones como la metacognición o el aprendizaje colaborativo resultan tremendamente eficaces y mucho más baratas. Los mejores proyectos de renovación pedagógica que he conocido cogen algo de esto, algo de aquello etc, en lugar de jugarse todo a una carta.
Llama la atención, desde un experto en la materia, un discurso crítico con lo digital en la escuela. Lo habitual entre personas con tu perfil es que demanden más tecnología, no menos.
Insisto en que creo que las TIC tienen un enorme potencial transformador y de mejora educativa. Pero soy muy crítico con muchas de las iniciativas que se emprenden precisamente porque pienso que van en la dirección incorrecta y al final podrían resultar contraproducentes, poniendo a la gente en contra de la tecnología. Me preocupa, sobre todo cuando pienso en África, que en 10 años la conclusión generalizada sea: tanto dinero para nada. Para que esto no ocurra, repito, hemos de situar primero a los alumnos y también, claro, a los profesores, preguntarles, atender sus necesidades.