Me levanto día a día, y siempre descubro en los medios una crítica, por lo general nada constructiva, a los docentes como colectivo. Parece algo asumido que los docentes somos un poquito vagos, al parecer no queremos dedicar tiempo y esfuerzo a formarnos, nunca tenemos suficiente empatía con los alumnos y sus familias, nos falta pasión, adolecemos de una supuesta vocación que sí o sí debe tender al infinito para justificar cualquier abuso de nuestra profesionalidad, tenemos una enorme culpa en las evidentes flaquezas de la llamada “teledocencia” y hasta he escuchado que, durante algunos meses de confinamiento, hemos cobrado nuestra nómina por no trabajar. No entraré ahora a discutir cada una de estas cuestiones. Solo diré que mi ordenador personal se fundió a las dos semanas de confinamiento al estar prácticamente 24 horas encendido para enseñar y atender, como mejor pude y supe, a mis más de 160 alumnos (con sus respectivos 160 entornos diversos). Ordenador personal que fue sustituido por otro pagado por mí, que usaba una conexión a internet pagada por mí, una webcam pagada por mí, etc.
Tampoco gastaré letras y esfuerzo criticando la conveniencia o no de las TIC en las aulas, aunque han entrado como elefante en cacharrería a pesar de todas las advertencias sobre los peligros de su aplicación indiscriminada e irreflexiva en los procesos de aprendizaje. El hecho es que se las ha hecho entrar arropadas por las empresas privadas que van a hacer un buen negocio vendiendo su habitual humo educativo, por responsables políticos que no ven en la escuela sino un laboratorio de ingeniería social que les debe garantizar la continuidad en el poder en el medio plazo y por toda una legión de “expertos” educativos que se han rendido, pobres, a las promesas de una tecno-utopía que ya es más vieja que Matusalem (decía Thomas Edison en 1922: “El cine está destinado a revolucionar nuestro sistema educativo y, en pocos años, sustituirá en gran parte, o incluso totalmente, el uso de los libros de texto”). Nihil novum sub sole.
Sí dedicaré más espacio, sin embargo, a las exigencias de “pasión”, “motivación” o “vocación”. Como vemos, son tres aspectos realmente abstractos, difícilmente objetivables, difícilmente medibles y, por tanto, imposibles de evaluar sin caer irremediablemente en la mera opinión del que se atreva, valiente, a tal gesta. Pero claro, la opinión personal y subjetiva de cualquiera, en sí, de nada vale más allá de dejar al descubierto las filias y las fobias, los gustos y los disgustos o simplemente los prejuicios y concepciones del que emite dicha opinión. En efecto, mucho me temo que no es justo valorar el trabajo de un docente partiendo de la opinión que cualquiera puede tener y, en democracia, expresar sobre algo tan etéreo como su vocación, su pasión o su motivación.
Como muchos ya se podrán imaginar, hay un buen puñado de docentes que se toman su trabajo con gran rigor e impecable profesionalidad a los que la palabra “vocación” les genera urticaria por la vinculación con la llamada religiosa al sacrificio; la palabra “motivación” les retrotrae a algún curso barato y pseudocientífico de coaching, mindfullness o crecimiento personal de los que se estilan ahora en el mundo educativo, y la palabra “pasión” la liga más a la subida al monte Calvario o a una película romántica que a lo que de verdad se hace y se debe hacer dentro de un aula. A los docentes se les juzga bajo estos difusos parámetros porque cada vez más se los equipara a monitores de ocio y tiempo libre, a youtubers o a payasos de circo que tienen el deber de entretener y evitar frustraciones al respetable público.
Si os soy sincero, qué vacías suenan las llamadas a la vocación y las soflamas de pasión, cuando vienen de aquellos que no han pisado un aula real desde que terminaron BUP o COU. Qué vacío suena el discurso que pontifica sobre las bondades de la diversidad en boca de alguien que no ha salido de su despacho en años y, por tanto, no ha disfrutado, pero también sufrido, la diversidad real a pie de escuela. Qué descaradamente interesadas suenan las promociones que te vende hoy una empresa para solucionar el problema educativo que la propia empresa diseñó y generó ayer, ayudada por unos medios de comunicación indignos, mercenarios y vergonzosos. Qué vacía suena la palabra motivación cuando el docente debe dedicar horas y horas a rellenar una burocracia infinita, a lidiar con unas ratios por aula demenciales, a sobrevivir con una carestía de recursos humanos y materiales que se ha cronificado, a tener siempre la espada de Damocles sobre el cuello en el seno de una sociedad que cada día cuida menos del saber y, por tanto, pierde a marchas forzadas el respeto por el especialista encargado de mimarlo, engrandecerlo y transmitirlo.
Pero los profesores no somos youtubers ni monitores de ocio y tiempo libre, no hacemos de prestidigitadores de las emociones ni evitamos sanas y necesarias frustraciones y, mucho menos, se nos puede exigir ciega vocación franciscana para legitimar cualquier atropello en el ejercicio de nuestra profesión. Los profesores enseñamos desde el dominio de contenidos científicos y académicos, y compartir con las alumnos lo que sabemos, lo poco que nos dejan, es la mejor y mayor contribución que podemos ofrecer a los que están llamados a ejercer una ciudadanía sabia, crítica, reflexiva y responsable. Igual ha llegado el momento de dejar de pedir que la escuela se adapte a la sociedad, y empezar a exigir que la sociedad mime un poco más a su escuela, porque le va el futuro en ello. La vocación para las iglesias y conventos. El discurso motivacional naíf y en abstracto, para los charlatanes vendehumos y para aquellos a los que estos puedan engañar. Y la pasión, sí, pero por el saber y no para romantizar una profesión a la que se quiere, en realidad, precarizar.