La proclamación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948 supuso un hito transcendental en la definición de las relaciones entre la ciudadanía y los Estados modernos. Los Estados asumían la condición de garantes de los derechos recién proclamados ante toda persona, sin importar su nacionalidad, sexo, lengua, religión, capacidades, situación económica, etc. De este modo y tras los inconmensurables horrores de la Segunda Guerra Mundial, se materializaba una comprensión de la dignidad del ser humano en la que sus derechos eran un elemento central, desde la que no se podría concebir a la persona sin sus derechos. La traslación de esta nueva relación entre la ciudadanía y los Estados a las políticas públicas supondría la transformación de las reglas de juego que rigen la relación entre los Estados y la ciudadanía, convirtiéndola en una relación entre garantes de derechos (Estados) y sujetos de derechos (personas).
En este contexto hay que situar el derecho a la educación, consagrado en el artículo 26 de la Declaración Universal y también en convenciones internacionales como la del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales o la Convención sobre los derechos del niño. En este marco, se hace obligatorio que los Estados ofrezcan una educación gratuita y universal, dirigida al pleno desarrollo de la personalidad humana. Una educación que, pese a tener como sector de población destinatario más visible a niños y niñas, ha de responder al ejercicio de este derecho por parte de personas de cualquier edad.
La disponibilidad de la oferta formativa y su accesibilidad no son las únicas condiciones para garantizar el derecho a la educación
A lo largo de los años, la implementación del derecho a la educación se ha llevado a cabo a través de la configuración y extensión de sistemas educativos cada vez más complejos. Con ellos se han ido ofreciendo centros educativos, programas y plazas de enseñanza en cantidad suficiente como para atender a la población a la que se dirigen, alcanzando unas tasas de cobertura muy elevadas. Así lo muestran los últimos datos oficiales del Ministerio de Educación y Formación Profesional, con una tasa neta de escolarización de la población a los 16 años superior al 95% y una participación en actividades de educación superior al 70% entre los 16 y los 24 años. A partir de esos datos oficiales, podría intuirse que la finalidad prevista para la educación, ese desarrollo humano emancipador, está siendo alcanzado. Sin embargo, la disponibilidad de la oferta formativa y su accesibilidad no son las únicas condiciones para garantizar el derecho a la educación.
Nos encontramos ante una situación que podría ser calificada de paradójica: de una parte, probablemente nunca antes se había logrado un mayor acceso de la población a la educación; de otra parte, y al mismo tiempo, nos encontramos en una situación en la que la educación muestra sus mayores dificultades para posibilitar la “lectura del mundo”. Frente a la propuesta de Paulo Freire, en la que la educación, por medio del diálogo y la cooperación, se marca como finalidad del desarrollo el pensamiento crítico y romper con la cultura del silencio para promover la acción transformadora en la realidad desde la concientización; buena parte de la oferta formativa, esa educación disponible, únicamente pretende equiparnos con las competencias requeridas para posibilitar los procesos de acumulación del capital previstos y con ello, reforzar nuestra disciplinada capacidad de adaptación, nuestra servidumbre.
Novedosas y deslumbrantes versiones de la freireana educación bancaria proliferan en consecuencia, alineadas con la condición póstuma de nuestro tiempo definida por la filósofa Marina Garcés. Se trata de una educación ajena al contexto y situación en la que se desarrolla, centrada en la reproducción del conocimiento legitimado y su transmisión, que convierte a las y los participantes en meros objetos sobre los que intervenir o, en el mejor de los casos, a quienes únicamente se les puede proponer una mejor gestión de sí mismos para aumentar de manera eficaz y eficiente sus opciones de acumulación. En definitiva, diversas propuestas de educación bancaria dirigidas a intentar evitar que sus participantes acaben formando parte de las personas que conforman los cada vez más numerosos grupos de “desechables” –según la expresión de nuestras compañeras latinoamericanas–, propuestas que pretenden evitar nuestra conversión en un residuo más de nuestra sociedad.
La negación de lo común, de lo compartido, es al mismo tiempo la negación de cualquier posibilidad de emancipación pues, como mostraba Antoni Domènech, emanciparse es necesariamente hermanarse con otras personas, con las que se comparte y/o compadece esa situación de opresión. Una educación desarrollada desde esa perspectiva bancaria, en ausencia de sueño y utopía, acelera y refuerza también el eclipse de la fraternidad: mera formación de recursos humanos y no educación de personas. Frente a ello, el ejercicio del derecho a la educación debe permitirnos reconocernos como miembros de redes de reciprocidad e interdependencia que nos obligan a asumir responsabilidades y cuidar de otras personas, en tanto que expresión de un compromiso consciente de la propia vulnerabilidad y dependencia (en mayor o menor grado) a lo largo de la vida; una educación capaz de superar el espejismo de la siempre calculada elección individual vinculada al mito de la autosuficiencia y del hombre hecho a sí mismo.
Desarrollar una educación liberadora sigue siendo imprescindible para la consecución del derecho a la educación
Desarrollar una educación liberadora sigue siendo imprescindible para la consecución del derecho a la educación, en tanto que praxis definida por la reflexión y la acción de las personas sobre su realidad circundante a fin de transformarla, vinculada a procesos de concientización y que tenga en su horizonte la consecución de la autonomía y la emancipación. Una educación en la que los educandos desarrollan su poder de comprensión del mundo desde sus propias relaciones en y con el mundo, para descubrir que la realidad no viene dada ni es inmutable, sino que está en constante transformación, en permanente proceso, y que es posible intervenir.
Para el desarrollo de esta educación liberadora hoy en día podemos contar con experiencias y aprendizajes que han tenido la capacidad de ensanchar las posibilidades reales de ejercitar el derecho a la educación en tiempos relativamente recientes. Sería el caso, por ejemplo, de la puesta en marcha de los primeros centros de educación de adultos de la mano de los movimientos ciudadanos y vecinales durante los últimos años setenta y primeros años de la década de los ochenta del siglo pasado. Iniciativas profundamente arraigadas en el territorio, nacidas de lo común y con un fuerte sentido de proyecto de desarrollo comunitario. Del mismo modo y en fechas similares, emergieron también iniciativas con características parecidas dirigidas a la educación de jóvenes que habían sido excluidos del sistema educativo. Si bien la evolución de estas iniciativas no ha estado exenta del fuerte influjo con el que la educación bancaria se ha ido dotando, de ellas es posible rescatar aún elementos de gran valor para el desarrollo del derecho a la educación. Junto a ellas, también podemos contemplar, por supuesto, las experiencias de centros educativos actuales que han decidido asumir un protagonismo significativo en el desarrollo de sus contextos y desde ahí, favorecer el de su estudiantado. En todos los casos, iniciativas marcadas por la esperanza y el compromiso de multitud de actores, tanto los tradicionalmente educativos (docentes) como otros ajenos a este ámbito (entidades ciudadanas y sociales de distinta índole), y con el enfoque de desarrollo comunitario que manifestaban las proclamas de aquel movimiento vecinal bajo la sencilla y profunda fórmula de “ni tú ni yo somos nada, si tú y yo no somos nosotros”¹.
Desde nuestra perspectiva, la educación que es un derecho es aquella que nos permite aprender a decir nuestras propias opresiones para cambiar nuestra posición en el mundo y la realidad, promoviendo procesos de emancipación y de construcción de autonomía en ese encuentro fraterno con el otro y la otra. Esta es la educación que correspondería de manera más fiel con el ejercicio de ese derecho fundamental sobre el que se asienta la posibilidad disfrute de otros derechos, reconociendo el derecho a la educación como el centro de la realización plena y eficaz de los mismos. Una práctica educativa que no es posible sin contraer riesgos de distinta índole, como el siempre cercano e íntimamente perturbador riesgo de no ser coherentes, de decir una cosa y hacer otra. Asumiendo esos riesgos, nos comprometemos con esta siempre inacabada tarea.
¹ Bordetas Jiménez, Iván (2011): «Ni tú ni yo somos nadie si tú y yo no somos nosotros»: los orígenes del movimiento vecinal en Catalunya. En Barrio Alonso, A., de Hoyos Puente, J. y Saavedra Arias R. (Ed.), Nuevos horizontes del pasado. Culturas políticas, identidades y formas de representación. Santander: Universidad de Cantabria.