En un artículo anterior invitaba a reflexionar en torno a la escuela que queremos construir desde una mirada feminista y, en particular, desde la pedagogía de los cuidados. En esas líneas, planteaba que ese cambio implicaría vernos las unas a las otras más allá de nuestra productividad, erradicando las luchas de poder, teniendo en cuenta las emociones propias y de quienes nos rodean, y vernos como seres ecodependientes de la naturaleza y de las personas de nuestras vidas. Además, reflexionaba acerca de la necesidad de señalar y analizar por qué son las mujeres las que realizan esas labores de cuidados en nuestra sociedad, y sus implicaciones a nivel general y en la escuela.
Ahora me gustaría ir un paso más allá: seguir repensando cómo politizar los cuidados en el ámbito educativo, y animarnos a analizar las relaciones de poder que se dan en nuestros espacios. También querría invitar a la reflexión en torno al despertar de nuestra conciencia: el ser más consciente de nosotras, de las que nos rodean, de nuestras emociones, de cómo tratamos nuestro cuerpo, nuestro territorio y, en definitiva, promover caminos que nos permitan vivir vidas que merezcan la pena ser vividas.
La situación de pandemia actual ha puesto de manifiesto la necesidad de analizar todos estos aspectos, de cuestionarnos si estamos educando a las personas más jóvenes en esta línea o si, por el contrario, seguimos educando para la competición, la explotación, la falta de empatía y la ausencia de conciencia y responsabilidad en cómo nos tratamos a nosotras mismas, al resto de seres con los que compartimos existencia (animales humanos y no humanos) y a la Tierra misma.
El presente nos plantea la acuciante necesidad de consolidar redes de cuidados, de construir por y para la comunidad, y de cuidarnos a nosotras mismas y a quienes nos rodean. La escuela es una comunidad en sí misma, en la que es posible movernos en estos parámetros si le ponemos intencionalidad explícita y trazamos el camino. Se trata de un espacio privilegiado para cuestionar y desmontar las estructuras de poder, cuestionar quién tiene el poder en el aula, cómo se utiliza éste en los colegios, qué tipo de dinámicas verticales se dan entre profesorado y alumnado o dentro de cada uno de esos grupos, o entre chicos y chicas, etc. Los centros educativos pueden constituirse como espacios seguros, referentes en el modo de cuidar a las personas, siempre y cuando nos mueva la empatía y la solidaridad. Pueden serlo siempre que eduquemos en y desde las emociones, y que éstas tengan un espacio y sean reconocidas y, por tanto, no queden relegadas, despreciadas o minusvaloradas por considerarse algo “femenino” o “de las mujeres”.
Muchas veces, en los centros escolares, emociones como la rabia o el enfado (del profesorado o del alumnado) tienen un espacio, aunque sus expresiones pueden ser más o menos castigadas. La alegría también es una emoción que está aceptada en aulas, pasillos y recreos, y que se valora y alienta, especialmente teniendo en cuenta que en la sociedad en la que vivimos el bienestar o la alegría se asocian con la productividad (imaginemos los típicos mensajes “motivadores” de taza de desayuno). Sin embargo, la tristeza, la frustración, la envidia, el amor, la vergüenza, el miedo, la desmotivación, la decepción, la sensibilidad… en general, no son emociones que en sí mismas tengan legitimidad para ser mostradas en colegios e institutos, y cuando algunas de ellas aparecen, muchas veces salen en forma de enfados, peleas o abandono, y otras son silenciadas o ignoradas porque se considera que son vergonzosas o incluso debilidades. Tomar en consideración la diversidad de emociones y traerlas al centro del quehacer educativo tendría consecuencias inmediatas en cómo nos tratamos las unas a las otras. Al reconocer las emociones propias y ajenas y darles un espacio, estamos dejando que cada persona se muestre, estamos dando valor a la vulnerabilidad, imprescindible para generar relaciones de cuidados honestas.
Este despertar emocional podría llevarnos a ser más conscientes de cómo estamos en cada momento, de cómo nos sentimos y de cómo se sienten las personas de nuestro alrededor. Nos permitiría conectar con nuestros cuerpos, por los que pasan todas nuestras vivencias. En el ámbito educativo, el cuerpo no tiene mucho reconocimiento, salvo si es para hacer algún deporte en educación física o en el recreo, en alguna clase de biología y, si hay suerte, de educación sexual. Sin embargo, no hay una conciencia real de nuestro cuerpo, no hay un análisis de cómo nos atraviesan cada una de las experiencias (escolares o no), que vivimos cada día. El cuerpo se vive como una mera herramienta que permite al alumnado trasladarse a los centros para llenar lo realmente importante: los saberes que pasan por la cabeza. El cuerpo como un recipiente para el conocimiento, no como una experiencia de aprendizaje en sí misma. Podríamos hacer un símil con el ámbito laboral, y analizar cómo al final el cuerpo se vive como el medio para la producción, por ejemplo, para el profesorado.
En este sentido, el sistema actual, capitalista y patriarcal, destruye y es violento contra la Tierra y los cuerpos. Los cuerpos, nuestros cuerpos, son continuamente vulnerados y violentados; algunos en mayor medida que otros: los cuerpos de las mujeres, los cuerpos infantiles o los cuerpos ancianos, los de las personas trans o de las personas con discapacidad, los cuerpos gordos, los cuerpos racializados… En definitiva, los cuerpos disidentes, en cierto modo, sufren mayor violencia en esta sociedad capitalista, machista y explotadora. ¿Qué papel tienen estos cuerpos en el ámbito educativo? ¿Qué espacios les han sido legitimados y cuáles no? ¿Cómo son tratados, por ejemplo, los cuerpos de las mujeres? ¿Qué experiencias vitales atraviesan el cuerpo de una niña o una adolescente? ¿Cómo puede afectar todo esto a las vivencias escolares y vitales del alumnado? Todas estas son preguntas que nos pueden ayudar a reflexionar.
Asimismo, el despertar de la conciencia emocional y corporal, además de poner el cuerpo en el centro, nos invita a repensar nuestra relación con la naturaleza, con la Tierra. Igual que nos ocurre con nuestros cuerpos, también vivimos desconectados y desconectadas de la naturaleza, como si ésta fuera simplemente la proveedora de recursos que extraemos para producir y consumir. Es importante que podamos trabajar en las escuelas, desde una mirada ecofeminista, nuestra relación con la Tierra, con la naturaleza, con el agua, la tierra, los árboles, con los alimentos, con el resto de animales no humanos, etc.
Ya vienen señalándolo así desde distintos feminismos y mujeres de diferentes partes del mundo: mujeres del sur global, las mujeres defensoras de la Tierra en África, desde los feminismos comunitarios de América Latina, etc. El contexto en el que tienen lugar estos feminismos son muy distintos al nuestro, las realidades son diferentes y no podemos ni debemos, pretender copiar lo que desde ellos se plantea. Sin embargo, nos invitan a la reflexión de nuestra práctica cotidiana. Se trata de poner la vida en el centro, un mirar y atender al cuerpo y a la Tierra, una llamada a aterrizar en nuestros cuerpos y nuestras vidas los cuidados, siendo conscientes de los valores patriarcales que nos atraviesan.
Todo esto nos invita también a repensar el feminismo que queremos. Si queremos que nuestras escuelas sean feministas, sería interesante que en los centros educativos nos moviéramos por una educación basada en poner la vida en el centro, los cuidados, las emociones, los cuerpos, la Tierra… que nos inspire un feminismo crítico, inclusivo, ecologista, consciente, comprometido e interseccional, y que todo ello impregne nuestro quehacer cotidiano.