Los golpes y los insultos son la cara más amarga y visible de la violencia que se vive en todas partes. También en aulas, pasillos y patios escolares. Es mejor no negarlo. Pero estas expresiones más claras tienen un sustento mucho más discreto, más disimulado y, en cierta manera, más peligroso. Se trata de violencias estructurales y culturales que, en buena medida, todas y tenemos interiorizadas. Esto es lo que han intentado sacar a la luz una investigación de la Liga Española de la Educación y la Cultura Popular.
Bajo el título de Particip-arte. Desmontando la normalización de la violencia, han querido trabajar con centros educativos de diferentes territorios alrededor de estas violencias más o menos cotidianas. Gracias a la metodolgía de la investigación acción participativa, más allá de las cifras que han recabado (y que no son extrapolables, como explica Alejandro Sanz, investigador principal del estudio), han intentado provocar cambios, transformación, en la cultura de los centros en donde han trabajado.
La razón para acercarse a las violencias estructurales o culturales (Sanz lo ejemplifica, en refranes o chistes, por ejemplo) es que encubren o sostienen «una visión de poder o de superioridad de unos sobre otros que, a la postre, hacen que consideremos justificable determinadas actitudes violentas», por una parte o, incluso, «que ni siquiera seamos capaces de detectarlas cuando las vemos porque están tan dentro de nuestros valores que nos cuestan verlas».
Después de realizar el trabajo en diferentes centros de Canarias, Madrid o Murcia, Sanz asegura que en los centros «muestran cierta incapacidad para detectar todo lo que sucede». Algo relativamente lógico, dado que el profesorado no está el 100% pendiente (sería imposible) de todo lo que hacen chicas y chicos. «Saben que hay mucha interacción que para ellos es indetectable», «escuchan cosas que se les escapan».
A esto habría que sumar que, al menos en los centros donde han estado, «hay cierta tendencia a minusvalorar problemas que se dan o a ser permisivos y considerar que son cosas de niños». «Aunque, matiza, son menos los que nos hemos encontrado que miran hacia otro lado». El problema de que exista, en cualquier caso, esta cierta permisividad es que «al final transmite al alumnado el mensaje de que no pasa nada, por ejemplo, por dar una colleja a alguien que se acaba de cortar el pelo». El ejemplo puede parecer simple pero, en definitiva, «no sabes cuál es la relación que tiene ese chico con quien le agrede». «Puede ser una broma o puede ser una violencia contra él».
Pero, además de las posibles violencias entre iguales, hay algo relativamente común, al menos, en los centros donde se realizó la investigación acción participativa. Alrededor del 16% del profesorado aseguró que gritaba o insultaba al alumnado para corregir algún comportamiento. Además, el 13% se mostraba dudoso ante la afirmación, lo que da a entender que una cierta cantidad más, también lo hace.
Ante estas situaciones, Alejandro Sanz aseguró que «se produjo bastante reflexión por parte del profesorado sobre el hecho de que no eran conscientes de que era una forma de violentarles y de que no es la mejor manera de educar y transmitir valores de concordia ni de democracia».
Estos tipos de violencias o de situaciones que pasan en buena medida desapercibidas, opina Sanz, se sustentann no en las violencias culturales, sino en las estructurales que, en definitiva, se relacionan con la falta de recursos personales y materiales en los centros educativos. «Las instituciones, al final, no favorecen que el profesorado tenga unas condiciones buenas para formarse, para atender bien al alumnado, para no estar sobrecargado de burocracia, para tener una vida estable también». El hecho de que los equipos docentes, en un alto porcentaje, cambien cada año por culpa de la interinidad, «no se den los protocolos que tienen los centros para políticas de violencia sexual o ciberacoso», por ejemplo. «Si cada año estás en un centro, te cuesta más echar raíces y conocer los procedimientos del propio centro».
Igualdad y racismo
Son de las cuestiones en las que también se ha centrado la investigación que han realizado desde la Liga de la Educación. En relación a la igualdad entre hombres y mujeres, Sanz aclara que en cuanto a la formación y la sensibilización que el profesorado tiene sobre feminismo o coeducación «me he llevado una buena sensación». «Hay muy buena actitud y todas esas reflexiones que se están dando a nivel social están calando en el profesorado».
A pesar de ello, se encuentran con actitudes discutibles, por ejemplo, en las relaciones de pareja que establece el alumnado. En este sentido destaca que predominan las ideas de los celos, el control o la falta de intimidad: «Las tienen bastante arraigadas», asegura. Es algo que preocupa al investigador, como también lo hace el hecho de que haya una cierta mayor permisividad a las actitudes violentas de ellos, más que de ellas, «como entendiendo que el hombre tiene ese esterotipo tradicional del dominio y de la fuerza y que es natural que el hombre se pegue».
Mientras, dice Sanz, parece que la reflexión alrededor del papel de los hombres y las mujeres en la sociedad, está calando poco a poco y ha habido avances, aunque haya ideas que costará erradicar, uno de los asuntos importantes que parece no estar llegando del todo al común es «la reflexión sobre el racismo, no se está dando». Reflejo de ello, dice el investigador, se encuentra en los contenidos curriculares o, incluso en los nombres de los centros educativos. «Vivimos en una sociedad con una perspectiva eurocéntrica y lo de los márgenes se ve como algo inferior».
Un racismo que también se da del lado del profesorado. Sanz lo ejemplifica al preguntar al profesorado participante en la investigación sobre el hecho de que corrigieran el acento a su alumnado. «Hay profesores, sobre todo hombres y mayoritariamente de Madrid, que tienen tendencia a corregir el acentro del alumnado». Una actitud con la que «estás poniendo una barrera con el alumnado, señalando como un error por el hecho de hablar diferente».
Sanz asegura que al devolverle esta cuestión a los centros, «muchos se revolvían: ‘Es que lo correcto es hablar así’. Lo correcto para ti, que lo ves desde tu punto de vista. Señalas que en sus casas (las de los alumnos) hablan mal. No ayuda a nadie».
La investigación, por supuesto, también pone el foco en las relaciones de los centros con las familias y viceversa y en la importancia de generar buenos vínculos porque, en buena medida, el alumnado que tiene comportamientos violentos en el centro, los trae principalmente de casa. Aclara Sanz que muchos de los centros con los que han trabajado señalan que echan de menos la presencia y el apoyo desde los hogares, pero explica que la mayor parte de ellos se encuentran en barrios o territorios en situaciones complicadas. «La mayoría de las familias están en contextos complicados y la escuela, muchas veces, no es una de sus prioridades porque lo es el día a día».
La investigación, a pesar de que, como aclara Sanz, ofrece datos que no son extrapolables por lo concreto de los contextos en los que se ha realizado, puede resultar de interés para otras direcciones y claustros dado que se ofrecen diferentes herramientas y acciones que, en su momento, pusieron en marcha los centros participantes para mejorar diferentes cuestiones.
Algunos datos
A pesar de que Alejandro Sanz aclare que los resultados cuantitativos de la investigación no son extrapolables por el número de centros donde se ha realizado y su tipología, recogemos algunos de los datos que muestran las encuestas que han realizado con profesorado y alumnado.
En general, unos y otros perciben los centros como lugares seguros en los que no hay una presencia excesiva de violencia. Los equipos docentes, en un 65,9%, opina que esta no está muy presente, mientras que chicas y chicos opinan que se sienten seguros en ellos en el 86,6% de los casos.
Aunque el alumnado sienta el centro educativo como un lugar seguro en su inmensa mayoría, se dan datos relevantes en cuanto al uso de la violencia, física y verbal, para «solucionar» problemas y conflictos que pueden darse. Eso sí, hay diferencias por edades. Cuanto más mayor es el alumnado, más violencia utiliza y menos siente como seguro el centro educativo.
La investigación da un repaso también a la respuesta que dan chicas y chicos a situaciones de violencia o a, en el caso de ser testigos de situaciones de acoso, qué harían al respecto, a quién recurrirían para solucionarlo. De igual manera, se tratan las vivencias de violencia física y verbal que se viven en las casas según la percepción del alumnado, por ejemplo.
Intercalado entre la información de la investigación y el análisis que se hace de los datos, a lo largo de todo el documento aparecen alternativas y documentación con las que hacer frente de otra manera, con otra perspectiva a las situaciones de violencia cotidiana que se viven en los centros.
El objetivo, más allá de las cifras, es promover la reflexión entre la comunidad educativa de los centros para que sean conscientes de las situaciones que se viven como normalizadas, en muchos casos, y que sería interesante atajar. Principalmente por suponer los cimientos estructurales y culturales en los que se apoyan las violencias físicas y verbales.