Educar es un ejercicio de fondo, reflexión, acción e interacción; creador de praxis que se re-crean a través de diálogos vivos y acciones compartidas, lidiándose cada día luchas educativas soterradas (que apenas son reconocidas), sembrando ilusión y creando en espacios constrictores que dificultan y limitan. Vivir la educación alejada de discursos aprendidos, desde un componente técnico y burocrático, que ahogan la forma de ser y sentir de las personas y los colectivos, (tal como la concebimos, en el ámbito universitario, en el que principalmente trabajamos); implica mirar hacia delante de forma no encorsetada, siendo conscientes del diálogo vivo que se re-crea en el presente. Pero para comprehenderla, no se puede dejar de mirar hacia ese pasado co-construido del que somos producto. Es desde él desde el que se abren posibilidades de nuevas experiencias de escucha, diálogo y praxis educativas comprometidas con una cultura de participación, impregnando espacios socializadores y singulares. Participación y diálogos que se tornan aún más complejos en la actualidad en los diferentes niveles educativos, calando profundamente, permeando una forma de relación que dista bastante de una cultura emancipatoria y liberadora; sino más bien apuntando radicalmente a un régimen que roza la estructura militar a nivel de instrucción y de mecanización, con acentuadas jerarquías a niveles de actuación. Esta desmesura en las relaciones de poder no se desliga del proceso de educar, generando formas de sentir, pensar y actuar que pueden mermar, a distintos niveles, la salud de las personas.
Esa perspectiva invita a examinar los orígenes auto/biográficos educativos y formativos, sobre todo, si se quiere comprehender su componente esencial, la dimensión humana, comprometida, socializadora, artística o creativa; como eje que no dejó de existir.
El aspecto científico es necesario para construir un conocimiento con sentido, pero no es el único que permite generar, a través del acto educativo, huellas en cada persona y colectivo; pues es esencial gestar semillas desde una inteligencia práctica de vida, que se inserta en la praxis de: discursos, emociones, sensaciones, aprendizajes, etc. De este modo, la palabra recobra un sentido más amplio, distando de ser sólo “aire comprimido” como pareciera interesar.
Y como tal, no se puede dejar de mencionar que este año 2021, en el que se celebra el centenario del nacimiento de Paulo Freire, las palabras cobran sentido de otro modo. Algunas personas dedicadas personal y profesionalmente a la educación siguen los pasos de grandes almas educadoras que sembraron en el día a día, desde la sencillez y la conexión con la vida, pequeñas-grandes “revoluciones extendidas”. Esos legados llegan a nuestros días para ser re-creados por quienes aman la educación, asumiendo un compromiso con la lectura del mundo y el diálogo para actuar, desde planteamientos conscientes, que apunten a perpetuar sistemas vinculados a sentires amorosos y generosos de interacciones y acompañamientos sentidos, de calidad y sensibilidad. Estas personas amantes de la educación comprometida, abren posibilidades de taladrar muros de emociones, pensamientos, sensaciones, ilusiones o comprensiones que son necesarias para crear ese espacio inédito viable, en el que creía Freire.
Y a pesar de ser esta una época compleja, con una situación pandémica (fundida a una situación plandémica), que ha trastocado formas de hacer, pensar y sentir, siguen existiendo personas heroicas. Educativamente también se palpan terrenos donde es fácil caer en el desaliento, al mismo tiempo que es complejo sortear miedos, y escapar a una mirada que siente cómo se ensalzan aún más esas prácticas formativas, que conciben el conocimiento como una mercancía, sirviendo a los intereses de los mercados por encima de los aspectos más humanos, que ensalzan las experiencias y conciben la educación desde otras lógicas.
Según Gómez Mundó (2020)1, “una educación que se entiende como una relación viva es (…) (aquella) que plantea la posibilidad de crear y ocupar espacios para desplegar relaciones y prácticas formativas en las que el individualismo, la competitividad, la superficialidad, el elitismo o la mediocridad no encuentren por dónde entrar”. Como indica Garcés Mascareñas (2020)2, todos somos aprendices en una educación considerada como “el sustrato de la convivencia, el taller donde se ensayan las formas de vida posible. (…) Educar no es aplicar un programa (…) es acoger la existencia, elaborar la conciencia y disputar los futuros (…) la invitación a tomar el riesgo de aprender juntos, contra las servidumbres del propio tiempo”. Una educación actualizada acorde a la praxis freireana, dice Aparicio Guadas (2020)3: “Recombina la dimensión freireana con otras dimensiones revolucionarias que recogen tanto el sentido como la práctica del proyecto cultural de las trabajadoras y trabajadores que luchan por su emancipación, tratando de sustituir valores técnicos por valores éticos”.
Así se recobra la ilusión de re-crear y sentir, desde la convicción de que esa pedagogía (de la resistencia, la esperanza, la pregunta y el sentido crítico o el compromiso), apunta a crear espacios sensibles de convivencia y universalidad. Es decir, dando un lugar a la otra persona desde la singularidad y sintiendo con ella, en conexión, valorando su parte diferencial enriquecedora y sintiendo que se traspasa lo colectivo, para dar paso a una sinergia cuántica. Ello lleva a aunar visiones científicas humanas, integradoras e inclusivas, para actuar desde prácticas educativas orientadas a crear y recrear salud y vida. Estas praxis quedan alejadas de pedagogías anestesiantes que se cuelan por los poros de las instituciones, a través de las líneas de fuerza que algunas personas tratan de perpetuar a toda costa. Ello provoca sentires de vulnerabilidad que inhabilitan o limitan, al mismo tiempo que crean retos a quienes se resisten a entrar en dinámicas destructivas y poco constructivas. Dichos retos pasan por crear acciones en las que las palabras vivas se aúnen para activar la llama del amor hacia el aprendizaje de verdad. Ese que no se olvida porque emana de una manera compartida, sentida y comprometida con otro modo de aprender y conocer (cuestionando, analizando, actualizando y vivificando praxis socio-educativas, políticas, culturales, socializadoras…); entendiendo que las prácticas de libertad se articulan como posibilidad en las relaciones.
Todo ello, lleva a la necesidad de creer y sentir que, en casi todas las instituciones educativas, existen personas o colectivos que apuestan y se comprometen recreando reflexiones y acciones diarias desde ese espíritu crítico. Aquel que Freire, entre otras personas claves, planteaba como esencial para abordar paradigmas educativos que apostaran por una autenticidad inherente a las relaciones humanas dialógicas y comprometidas. Una educación que distara de servir a ciertos intereses elitistas y segregadores, creyendo y creando espacios más solidarios y sensibles, de verdadera compasión, donde la emoción que nos cala como seres interconectados, es más que la suma de partes y mucho más que solo piezas de engranajes manejados al antojo de élites apenas visibles.
Educación que mitiga la violencia inserta en ciertos sectores, siendo palpable día a día y que, en ocasiones, envuelve teniendo que recurrir a espacios internos de re-ordenamiento y serenidad, para re-situarse sin dejar de atender lo importante y no solo lo urgente. Educación que integra una concepción de comunicación, entendida como algo más que generar diálogos desde el afecto o la confianza, pues invita a razonar con el corazón sobre aquello que sensiblemente afecta como seres humanos. Es decir, concibiendo a las personas, ricas en experiencia y en vivencias, de las que aprender in situ, re-situando y resistiendo los embates de la vida, de cada vida concadenada a la sinergia de otras vidas. Una educación amorosa y analítica (que aborda miedos, dolores o sufrimiento) que se moldea y re-crea en otro devenir, a través de la palabra encarnada, desde la emoción y la creencia profunda del calado de ésta en la re-estructuración de: pensamientos, sentimientos, emociones y acciones.
La labor educativa, entre otras acciones, implica contar historias, conocer y aprender desde la esencia… Ahora, ¿dónde queda todo esto? ¿Son heroínas esas personas que viven por y para esa educación que es un derecho (García Goncet, 2021)? ¿Cómo de lejos o cerca se está de esa otra educación que se necesita para dar sentido real (interna y externamente) a la palabra, al lenguaje, a la forma de dialogar? ¿Se puede dar un sentido profundo a la educación que atienda a las personas de verdad, en su sentido más íntegro y que no sea esa educación bancaria la que siga presente? La resiliencia educativa no se da aisladamente; hay sinergias esperanzadoras de encuentros reconfortantes que refuerzan esa esencia inmune de quien de verdad cree en una educación con una ética que ayude a aprender, construir y dar sentido a la vida.
1 Gómez Mundó, Anna (2020). El (casi) secuestro del conocimiento. En Corella LLopis, Iolanda y Borox López, Paqui (Ed.), La capacidad de transformar. Educación Permanente, Políticas y Convivencialidad. Xátiva-Valencia: Ed. Instituto Paulo Freire. Sendas y travesías del aprendizaje.
2 Garcés Mascareñas, Marina (2020). Escuela de aprendices. Barcelona: Editorial Galaxia Gutemberg.
3 Aparicio Guadas, Pep (2020). La transformación de las capacidades. En ídem pie pág. 1.