La recreación del mito de Prometeo ha dado muchos giros y ha tenido muchas interpretaciones. Ha destacado en la moderna cultura occidental, por ejemplo, la libre adaptación simbólica que Mary Shelley hizo a través de su novela Frankenstein o el moderno Prometeo (1823). En ella se conjugan el poder de la ciencia con la audacia humana para revelarse contra natura y poner sobre la mesa el debate sobre la creación y destrucción de una vida, de enormes implicaciones morales.
En la actualidad, una importante parte del profesorado se podría sentir como ese moderno Prometeo, siempre quebrando esquemas para robarle el fuego (los aprendizajes, la sabiduría) a los dioses y hacérselo llegar a su alumnado. Pero esta idea tiene también una doblez preocupante: el docente que cambia su praxis y adopta nuevas metodologías se siente, a la vez, encadenado -haciendo un juego de palabras con el título de la versión teatral atribuida a Esquilo- a esa visión problematizadora que lleva a la sociedad a que se le cuestione una y otra vez.
Porque el docente que innova, que transgrede y que rompe inercias a través de nuevas dinámicas, instrumentos, herramientas o metodologías, no solo tiene que sufrir la falta de medios, recursos y apoyo por parte de la Administración, sino también el cuestionamiento de aquellas personas que piensan que su labor no se apoya en la solidez de la demostración científica. Y eso, duele.
Duele porque el nuevo Prometeo es aquel que percibe que siempre se le pone en duda, que es un rara avis en su centro porque le gusta trabajar por proyectos o de forma cooperativa y al final eso va quedarse en una estela utópica, una especie de nube negra que rompe en lluvia torrencial cuando el alumnado llega a Bachillerato y es atemorizado con la EVAU.
Duele, también, porque sus prácticas, que buscan solo la universalización del éxito escolar y que el alumnado convierta los conocimientos en vivencias, son tachadas de pseudociencias ya que no se apoyan en estudios avalados, desdeñando que la mejor evidencia que se puede tener en la educación es la muestra de que el alumnado -el de un contexto determinado, en un grupo o aula particular- progrese, aprenda y apruebe.
La innovación que lleva a cabo ese docente no siempre va atada a una base científica sólida, contrastada en el tiempo; de hecho, muchas veces determinadas metodologías clasificadas de forma arbitraria como pseudociencias se encuentran en fase de observación, experimentación o de evaluación. Ello no las convierte en técnicas perjudiciales para el alumnado, sino que son muestra del creciente interés por avanzar a través de la práctica en algo tan complejo como es el trabajo con seres humanos, en uno de los campos más controvertidos de las ciencias sociales.
Que se sienta encadenado un docente por trabajar a través del diálogo, a través de metodologías participativas u horizontales no basadas en la cuantificación numérica o estadísticas de resultados censales o muestrales, puede llegar a atenazar la ilusión de un importante sector de docentes que lo único que quiere es sacar del papel y llevar a la praxis cuestiones como la ciudadanía, la equidad o la inclusión, que llevan circulando décadas y que no terminan de aterrizar porque pueden suponer cambios demasiado incómodos.
Porque, sí: el estudiante tiene que saber, tiene que conocer y tiene que ser; nadie lo va a negar. Pero los caminos para llegar a conseguir esas metas compartidas son tan variados como identidades se forjan en cada espacio educativo, y para ello a veces hay que romper determinadas cadenas que nos constriñen.
En ninguno de esos casos, el docente, sea de la impronta que sea, debe sentirse como aquel albatros del poema de Charles Baudelaire: un pájaro apaleado en la superficie, puesto que las mismas alas que le inspiraban confianza en el cielo, cuando era cazado y burlado por los marineros en las cubiertas de los barcos lo condenaban a la incomprensión y a la indiferencia: a seguir viviendo como Prometeo encadenado.