Somos una Fundación que ejercemos el periodismo en abierto, sin muros de pago. Pero no podemos hacerlo solos, como explicamos en este editorial.
¡Clica aquí y ayúdanos!
Por enésima vez, una compañera de claustro nos pasa en el grupo de WhatsApp de profes un hilo de Twitter en el que figuran mil y una formas de abordar contenidos a través de las nuevas tecnologías. Convertir La Regenta en un corto, recoger las Rimas de Bécquer en un podcast, publicar un padlet en el que el aprendizaje sea colaborativo. Es todo muy divertido y, sobre todo, interactivo, porque el o la estudiante está constantemente haciendo cosas: ya no vale el cerebro-recipiente vacío, dentro de una cabeza que pertenece a un cuerpo adolescente sentado en una silla, esperando a que llegue el maestro y lo colme con su sapiencia: esta es una fórmula obsoleta (me pregunto si no rondará cerca de esta idea la obsolescencia programada).
El otro día, un compañero ya jubilado nos ofreció, generosamente, un interesante encuentro virtual centrado en herramientas contra la LGTBfobia. A raíz de algún comentario que surgió durante esa charla, reflexionaba yo sobre un par de cosas. La primera, hasta qué punto las nuevas tecnologías se han apropiado del concepto “herramienta”. Esta que escribe esperaba, ante el nombre que se le había impuesto a la charla, qué sé yo, un nuevo Kahoot, un maravilloso Genially, un trepidante scape room que generara empatía y respeto hacia otras personas entre el alumnado heteronormativo. No, persona lectora: nada de eso. Joaquín nos sugirió poner en marcha una iniciativa tan simple como los Desayunos diversos, un espacio físico, un rincón durante el recreo, una vez a la semana, que sirviera de punto de encuentro para compartir bocata, miedos, incertidumbres, vergüenzas. Un lugar donde charlar y encontrarse con otros, con otras, con otres. Aunque nuestro amable ponente no lo mencionó, supongo que es más que recomendable llevar el móvil apagado a esos encuentros.
La segunda reflexión tiene que ver con el entorno en el que trabajo: una gran ciudad. Desde luego, haber vivido siempre en una urbe condiciona mi visión del mundo. Cada vez es más fuerte mi sensación de que se nos impone estar moviéndonos constantemente; y probablemente esta sensación se mitigaría (no sé si desaparecería) en caso de vivir en un pueblo, o una ciudad donde las distancias, medidas en horas, no fueran de todo punto inhumanas.
Nuestras criaturas sufren este remeneo constante, por supuesto. Hay que hacer, siempre estar haciendo; no hay que perder el tiempo. Seguramente, el éxito de las redes sociales tiene que ver con lo que de manera falaz hemos dado en llamar “interacción”, algo que consiste en mover los dedos sobre las teclas. Hemos traducido ese hacer en un hacer que implique movimiento físico. Como si pensar fuera no hacer nada. Como si memorizar no requiriera una acción: la de concentrarse; colocar la información en la mente, cambiarla de sitio, darle la vuelta, acomodarla en alguna parte de la memoria donde encaje por fin.
Y luego están «los proyectos». Toda buena metodología requiere «el proyecto». A imagen y semejanza de la enseñanza superior, es imprescindible un proyecto. Está el TFM, el TFG y antes de esos, EL proyecto. Tiene que ser, por supuesto, algo palpable, algo que mostrar al mundo. Algo de lo que se pueda decir «esto lo he hecho yo».
Porque a ver qué sentido tiene si no el aprendizaje en esta sociedad del espectáculo donde todo el mundo expone, en medio de fanfarrias y luces, sus miserias, sus vergüenzas, sus coches o sus logros. Que lo que se haga sea siempre algo material, tangible, medible; «Me pone cuarto y mitad de proyecto».
Nada es tan propio de nuestra especie como construir conocimiento, pero mis criaturas no están dispuestas a invertir su tiempo y su energía en algo que consideran inútil: pensar, relacionar conceptos, reflexionar
No creo que seamos los y las docentes quienes pretenden que el alumnado se mantenga pasivo en todo momento ante nuestra sapiencia: queremos que hagan. También que nos escuchen, que absorban nuestras palabras (escuchar es también hacer), que son más sabias que las suyas: «Porque hemos estudiado más sobre esta asignatura y porque hemos vivido más años», les suelo decir. Y cuando sepan, queremos que nos discutan, que nos pregunten, que critiquen nuestras afirmaciones. Pero que lo hagan con argumentos: los mismos argumentos de los que les hemos dotado, entre otros muchísimos que ya estarán en condiciones de elaborar, porque tendrán un suelo sobre el que construir su capacidad crítica. Hace ya mucho tiempo que no acabo el curso con una de esas sesiones que solemos tener más que ensayadas; en este caso, confesando ante el alumnado que todo lo que les ido contando a lo largo de las sesiones es mentira. Nunca me creen.
Tampoco es verdad que quienes impartimos clase nos empeñemos en reducirlos a una mera calificación numérica; más bien ocurre lo contrario: quienes reciben esas calificaciones se entusiasman al ver un 5 en el boletín, aunque ese 5 sea fruto de un redondeo al alza que no cuadra con las capacidades del receptor, especialmente dotado para esa asignatura, o quienes montan en cólera cuando reciben un 4 que, siempre según su criterio, es claramente injusto. Una vez más, no les importa el proceso, sino el resultado. Prueba de ello es el mercado persa que siempre se instaura en los pasillos en los días previos a las reuniones de evaluación; una especie de casba donde puede oírse el eco de la sempiterna pregunta: ¿Y si te hago un trabajo?
Queremos dotarles de las herramientas más poderosas; mucho más que los Kahoot o que los Genially, que no dejan de ser solo una vía de acceso a lo fundamental. Cuando pretendemos que el alumnado aplique lo aprendido, nos encontramos, con demasiada frecuencia, topando contra un muro: el muro de «pero ¿qué tengo que contestar aquí, profe?». Creen que necesitan soluciones cerradas, únicas, incontestables. Particularmente en un entorno pandémico, sin respuestas, esa certidumbre les otorgaría un clavo ardiente al que agarrarse. Un «esto es lo que quieres leer, esto es lo que te pongo: merezco una notaza, porque he contestado lo que tú me has dicho que debo contestar». No, no somos los y las docentes quienes pretenden que el alumnado se mantenga pasivo y memorice, porque sí, los datos que les ofrecemos. Es más bien al revés: es el alumnado quien se queja cuando es forzado a pensar, a relacionar, a reflexionar, a seguir un proceso intelectual, después de haber aprendido algo por el medio que sea. Pero también se queja si se le pide que memorice unos datos, unas fechas, unas características. Todas estas acciones no parecen considerarse como un hacer, aunque lo sea: pensar, reflexionar, interiorizar, asimilar es hacer. Hacer quieto, muchas veces. Pero hacer. Es imposible convertir La Regenta en un corto decente si no he entendido quién es Ana Ozores o Fermín de Pas. Y claro que se puede aprender de muchas maneras; por supuesto que mantener una metodología propia del siglo XIX es inútil, por anacrónica, en el XXI. Sin embargo, es igual de inútil empeñarse en que no es necesario leer, escribir, pararse a recordar para asentar lo aprendido; encontrar dónde encaja.
Es cada vez más habitual encontrar entre nuestro estudiantado seres cargados de razón, lo que es, al menos desde mi punto de vista, lo más irracional del mundo. No dudar y creerse en posesión de la verdad absoluta es siempre muy peligroso. Pero a estas criaturas les hemos mandado un mensaje: que su opinión es tan válida como la de cualquiera; que todas las opiniones son respetables. Es complicado hacerles ver que esta constituye una falacia demoledora y nos acerca a que es tan respetable opinar que un soneto es en realidad una lira como opinar que es una décima, por poner un poner, aunque no haya argumentos que sostengan tales afirmaciones. Da igual: es una opinión, y hay que respetarla. Buscan certezas, pero como todas las opiniones merecen ser tenidas en cuenta, conformamos un mundo de incertidumbres. Se creen todo lo que les cuenta cualquiera (incluido el o la profe), sin dudar ni por un instante, sin pararse a construir su propio conocimiento, su propia opinión. Una vez decidido a quién seguir, esa resolución se convierte en una especie de militancia inamovible: Es lo que pienso, profe, y no me vas a convencer de otra cosa, dicen ante el más mínimo atisbo de controversia. Porque esta requiere un esfuerzo intelectual denostado casi con saña: no es tan divertido como un Plickers.
Intuyo que todo esto tiene que ver con el desprecio de lo humano, en mundo colonizado por el tráfico, el consumo, los flashes informativos caducados antes de publicarse y las prisas. Este es un mundo más antihumano que inhumano. Nada es tan propio de nuestra especie como construir conocimiento, pero mis criaturas no están dispuestas a invertir su tiempo y su energía en algo que consideran inútil: pensar, relacionar conceptos, reflexionar, aprender, proponer. Cómo convencerles de que pensar es la mejor herramienta, aunque requiera pulsar las dos barritas paralelas que sirven para pausar el tiempo.