Descubrir nuestra identidad no debería doler por culpa de la incomprensión ajena. Desde las aulas tenemos la obligación de conseguir que esa primera vez en que nos reconocemos sea un momento amable. Feliz. Un momento en que no sabremos quiénes y cómo somos a través de una agresión, sino porque se nos han ofrecido los modelos necesarios para expresarnos y abrazarnos sin temor alguno.
No podemos decirnos si no nos ofrecen las palabras para hacerlo. Sin embargo, las personas LGTBIQ hemos carecido de esos referentes durante mucho tiempo y aún hoy hay voces que, a través de medidas tan reaccionarias y lesivas como el veto parental, pretenden enmudecernos en los centros educativos, un espacio esencial para la construcción identitaria.
En mi caso, que pertenezco a la generación de la sobrevaloradísima EGB, jamás recibí en esas clases una sola charla sobre la realidad LGTBIQ. No existí en medio de un discurso heteronormativo que solo contribuyó a que me sintiera aislado y confundido. ¿Cómo podía leerme sin las herramientas para hacerlo? Quienes extrañan aquellos años supongo que no vivieron esa constante sensación de marginalidad, de no pertenencia a un modelo donde pesaban como una losa adjetivos tan hirientes y vacíos como ese “normal” en el que, ojalá lo entendamos alguna vez, no cabe nadie.
Han pasado ya unos cuantos años desde esos 90 en que cursé BUP, pero en las aulas aún queda trabajo por hacer. Por suerte, cada vez hay más docentes visibles, así como centros con valiosas iniciativas contra la LGTBIQfobia, lo que favorece que la adolescencia LGTBIQ se visibilice a edades más tempranas. Y esos logros deben motivarnos a seguir, pero no anestesiarnos ante una realidad con numerosas batallas por librar.
No olvidemos que aún quedan muchos entornos familiares, sociales y escolares LGTBIQfóbicos, que hay jóvenes que no pueden expresarse con libertad en sus propias familias, que el bullying LGTBIQfóbico es una terrible lacra y que encontramos datos escalofriantes respecto a las cifras de intento de suicidio entre adolescentes LGTBIQ. Además, hay que sumar la reciente oleada tránsfoba surgida a raíz de la necesaria Ley Trans, la incomprensión que viven algunas orientaciones e identidades dentro del propio colectivo —como las personas asexuales y las personas no binarias, que siguen reivindicando, con toda justicia, su visibilidad— o el reciente incremento de las agresiones LGTBIQfóbicas, legitimadas por medios y partidos que propagan impunemente su discurso de odio.
Por obvio que resulte repetirlo, los derechos LGTBIQ son parte de los Derechos Humanos
No se trata de caer en el derrotismo, sino de evitar triunfalismos para seguir trabajando desde nuestras respectivas áreas. En mi caso, mientras ejercí como profesor siempre fui visible y planteé la educación en la diversidad como un eje central de mi labor. No solo por mi experiencia personal, sino porque forma parte de nuestro deber docente, según el cual hemos de inculcar en nuestro alumnado el conocimiento y el respeto de los Derechos Humanos. Y, por obvio que resulte repetirlo, los derechos LGTBIQ son parte de ellos.
Ahora, en estos años en los que me dedico exclusivamente a la creación literaria, trato de aportar en mis títulos adultos y juveniles una mirada tan diversa en la ficción como en mi realidad, de modo que quien se acerque a mis libros encuentre todo tipo de identidades y orientaciones. Y es que la literatura, desde la emoción de sus ficciones, nos ayuda a encontrarnos. A empatizar. Leer contribuye a que comprendamos que la lucha por ser es una de las más difíciles y universales del ser humano. Una búsqueda que las personas LGTBIQ vivimos a una edad muy temprana debido a ese discurso cisheteropatriarcal que pretende excluirnos, un canon opresivo que nos afecta seamos como seamos y contra el que el movimiento LGTBIQ ha hecho mucho a favor de la libertad individual y de la expresión de la disidencia.
En las aulas encontramos la posibilidad y, más aún, la obligación de sacarnos de esos márgenes donde han pretendido invisibilizarnos. Quienes somos LGTBIQ tenemos derecho a que se nos reconozca y mencione en todas las niveles y etapas educativos. Necesitamos contar con historias que hablen de nuestra realidad. Con actividades y propuestas didácticas, desde Infantil y Primaria, que permitan abordar la diversidad y eviten que la primera vez que alguien designe nuestra identidad sea para hacernos daño.
Para ello, no solo hay que desterrar de nuestro léxico las palabras que hieren, sino también aquellas que, incluso cuando son bienintencionadas, subrayan prejuicios. Hablemos de respeto mejor que de tolerancia —no necesitamos que nos toleren: tenemos derecho a exigir que se nos respete—, de visibilizar antes que de normalizar —no hay nada que volver normal, porque no hay nada en nuestros modos de ser y sentir que no lo sea—, de decir o expresar antes que de confesar, porque ni nuestra orientación ni nuestra identidad tienen por qué ocultarse.
Tampoco basta con una charla puntual a lo largo del curso. Es un paso adelante, sí, pero no suficiente. Necesitamos un posicionamiento concreto de cada centro, que el claustro exprese su apoyo sin fisuras a la comunidad LGTQBI de manera que todo el mundo —profesorado, alumnado, personal no docente— sepa que su colegio o instituto es un espacio seguro, que se creen protocolos precisos contra las agresiones LGTBIQfóbicas, que se respeten los pronombres de cada persona y que se facilite el acceso del alumnado LGTBIQ a todo el material que pueda ser de su interés.
En este sentido, me gustaría subrayar tanto la importancia de la visibilidad docente como el papel de las bibliotecas escolares y la necesidad de que alberguen títulos con protagonistas LGTBIQ. Por mucho que queramos creer lo contrario, parte de ese alumnado puede que no encuentre libros así en sus casas. O que ni siquiera se atrevan a pedirlos si conviven en un entorno opresivo y lgtbiqfóbico ante el que la escuela tiene que servirles de refugio. Un espacio libre e inclusivo en el que aprender a ser. A no robarse ni un solo minuto de su tiempo fingiendo una vida que no les pertenece. Esa vida que otros nos inventamos años atrás, por culpa del miedo y de la vergüenza, durante una adolescencia que ya no recuperaremos.
Si la labor última de la educación es prepararnos para el mañana y dotarnos de autonomía, responsabilidad y sentido crítico, la realidad LGTBIQ siempre debe estar representada en nuestras aulas de manera explícita y continuada. Solo así, sea cual sea su orientación, identidad y expresión de género, nuestro alumnado contará con los recursos necesarios para entenderse, aceptarse, quererse y, en definitiva, construir sus propias alas, las que deseamos que desplieguen a lo largo de su vida con toda la libertad y la felicidad que nadie, jamás, debería robarles.