Hacia 1912, Jose Ortega y Gasset escribió que “el determinismo conduce a una existencia quietista. Afloja las almas. Vacía la sociedad de heroísmo”. El fragmento procede de un manuscrito que no fue editado hasta 2014, tras una versión actualizada de Meditaciones del Quijote (1914), que fue el primer libro del autor para la editorial Alianza. Por lo tanto, quedó semienterrado casi cien años y, al poder volverse a él, me ha suscitado un reguero de reflexiones sobre la situación actual de la deseducación en nuestro país.
Es más, las palabras de Ortega quizás me hayan aportado la clave del problema, la raíz común a todas las problemáticas trenzadas que no dejan que se aflojen las ansiedades que atenazan tanto a familias como a docentes e, incluso, a buena parte de nuestro alumnado. No es la primera vez que escribo que esta situación actual de provisionalidad eterna me recuerda al ambiente de 1890, momento en que estaban de moda las ideas-acción, y momento también en el que se iban abriendo paso el irracionalismo y el pragmatismo como alternativas al desierto espiritual heredado del positivismo.
El agotamiento evidente de las propuestas oficiales, basadas en tsunamis de burocracia invasiva en los que ya nadie cree ha de retrotraernos a los períodos en que estaba todo por hacer, o bien porque la escolástica había agotado todo su crédito (1700), o bien porque el Estado liberal había mostrado ya todas sus limitaciones y timideces (1900). El desinterés podría estar en la base de la explicación de muchos de los fenómenos que observamos en las aulas cada día. Desinterés derivado de la seguridad factual con que nos rodea la sociedad en una suerte de regreso al determinismo cognitivo y social.
Expliquémonos. Si el alumnado ordinario sabe perfectamente qué nota va a sacar con el mínimo esfuerzo posible; si el alumnado diagnosticado sabe en qué etiqueta refugiarse para exigir un determinado trato, que ha de ser uniforme y sólo puede ser uno; si la vida ya no puede ofrecer encontronazos, ni alternativas, ni aventuras; si a la juventud le ordenamos no sólo lo que ha de ver y escuchar, sino también cómo se ha de vestir o qué es lo que debe sentir y cuándo; si ningún docente cree ya con alguna sinceridad que la situación educativa pueda cambiar; si son tan desesperantemente idénticas las recetas promovidas desde el poder para negar las dificultades y construir un simulacro de progreso; si la vida educativa se ha convertido en una sucesión de simulacros, simulacros estáticos de enseñanza y simulacros igualmente estáticos de aprendizaje; si ya hemos decretado cómo funcionan los cerebros de todos los seres humanos, a través de qué etiquetas y teoremas sofísticos; si cada estudiante ha de fingir que aprende y cada docente ha de fingir que enseña; si sucesivas inyecciones de burocracia no logran otra cosa que registrar y amoldar cada paso, cada gesto y cada actividad de clase; si ya se impone no sólo lo que se ha de estudiar sino también cuáles han de ser la evaluación y el resultado final, en un contexto en que los docentes han de declarar cuántos de sus alumnos van a suspender en previsión, antes de que empiecen los cursos, es decir, antes incluso de conocer a su alumnado; si todo ha de ser registrado antes y después de su realización en la realidad; si cada alumno sabe ya cuál es el papel que le corresponde en la sociedad; si el objetivo político es lograr la menor cantidad de quejas con la menor cantidad posible de dinero público, ¿cómo vamos a generar dinamismo, conocimiento o flexibilidad?
A la hipernormatividad sólo podrá sucederle el caos estático actual.
Lo único que estamos haciendo es afianzar un sentido rígido y rutinario de la existencia, reflejado en nuestro sistema educativo y en nuestra vida misma. Cuando tenía veintitrés años, un día fui a abrirme un plan de ahorro. Recuerdo que el director de la sucursal me miró de abajo a arriba, y luego dijo: “Bien hecho, así con treinta años conviertes este capital en un plan de hogar y a los cuarenta te compras un piso”. El señor ignoraba que yo ya hacía unos seis meses que vivía de alquiler, y seguramente también ignoraba que hoy, que tengo exactamente cuarenta años, a su entidad bancaria se la habría llevado el viento.
Actualmente, hasta el futuro hemos monetizado. En 2002, escribía Marina Garcés que “lo nuevo es que se nos ha vuelto imposible pensar y vivir en relación a un mundo otro”.
El quietismo del que hablaba Ortega se aprecia claramente si uno observa en qué se basa el tiempo mercantilizado de ocio en que se emplea la clase adulta: comprar cosas con el teléfono o el portátil desde el sofá de casa (una imagen, por otra parte, que patrocina la publicidad al uso), ver videos o series y chatear desde la más total inmovilidad cíclica. Con un completo desinterés de la comunidad en torno.
De algún modo hemos vuelto al mundo barroco de los autos de Calderón, a los paneles sociales que se anunciaban en verso a través de obras como El gran teatro del mundo. Todo el mundo sabe qué se espera de cada uno, y apartarse del guión es pecado. No se puede dudar de las instrucciones emanadas desde las corporaciones supranacionales o desde las multinacionales que nos gestionan. Ya hemos integrado que nuestro poder de acción sobre la política general no existe. Ya hemos integrado lo bien que tenemos que portarnos con nuestros padres patrios. Cada usuario puede criticar las normas, para eso están los confesionarios instalados en las redes, pero no dudar de su legitimidad a la hora de moldearnos la vida. Convertimos nuestras escuelas en redes sociales y nadie se pregunta si eso forma parte de un objetivo específicamente pedagógico. Preguntar por los resultados o los objetivos de los recetarios llegados desde nuestros nuevos oráculos no es algo que esté previsto en este modo totalmente determinista de entender la deseducación.
A la escuela no estamos yendo para emanciparnos y ser conscientes de qué papel se nos ha reservado en la gran comedia social
Y esto ocurre porque el objetivo de nuestra política no es garantizar una educación de calidad, sino generar el menor número posible de quejas y reclamaciones. Hace unos meses pensaba que estábamos confundiendo pedagogía con márketing, pero el texto de Ortega me ha abierto los ojos: lo que confundimos adrede en la actualidad es la pedagogía con la garantía jurídica.
Por eso se abren expedientes a profesores díscolos o autónomos, por eso se persiguen las prácticas eficaces o desburocratizadas, espontáneas o culturales. Por eso se demonizan la improvisación y la creación. Por eso se extirpan las filosofías, las literaturas y las tecnologías. Conviene que nadie sepa nada, conviene también que nadie sepa hacer absolutamente nada. Naturalmente, el grado de autenticidad que alcancen las vidas de nuestros jóvenes dependerá de su capacidad por buscar brechas y salirse de nuestros guiones burdamente mercantilizados.
El sistema educativo no ha de ser percibido como tal, no ha de servir para que nos pongamos a pensar, y mucho menos para que nos pongamos a crear: su objetivo es otro, es el quietismo: hacer pensar al alumnado y a sus familiares que continúan en el sofá, realizando compras o eligiendo videos, y ya que ese ideal doméstico quietista no puede existir porque continuamos (¡maldición!) en una cultura de la remuneración por el trabajo, toda la juventud en masa ha de ser concentrada cada mañana en centros de ocio y entretenimiento que se auto avergüencen cada vez más de poseer preocupaciones académicas, científicas, humanísticas o sociales.
A la escuela no estamos yendo para emanciparnos y ser conscientes de qué papel se nos ha reservado en la gran comedia social. Acabará estando prohibido hablar de clases sociales, de estamentos o de condiciones laborales en clase. Acabará estando prohibido incluso hablar de la realidad, por ser ésta problemática, imprevisible, invendible, como está empezando a estar judicializada la muerte o la sexualidad. Nadie explicará nada porque las palabras pueden ofender, despertar, mecer, agitar, inducir a inoportuno movimiento o crisis. No hay que estudiar economía, hay que emprender a toda costa, sin reflexión, sin preguntarnos por los orígenes de los capitales acumulados, sin preguntarnos por los desniveles económicos de origen o de cómo rayos nos aprobarán un crédito si no tenemos nómina.
Toda la operatividad infra académica se habrá trasladado ya a redes y videojuegos de interacción mutua. La delegación y el envío de todo a la tercera realidad minimizada del mundo digital es la respuesta que propone nuestro sistema, trufado de desinterés. Los problemas de los votantes son un engorro para la clase política. La ansiedad de un alumnado obviamente estafado es un engorro para las instituciones educativas. La precariedad de los docentes, otro enfadoso problema que ojalá no estuviera aquí. Para todos estos problemas: ignorancia, analfabetismo funcional, identidades agresivas, machismo, ansiedad, tiene nuestra sociedad una respuesta idéntica: enviar todo esto allí, allí donde nadie mire, donde nadie pueda encontrar nada en un océano de datos, nadando en la insignificancia. Que nadie se aparte ni media casilla de su puesto. Si naces mísero, no cambies ni de calle: no te esfuerces, ya te daremos paliativos, ya te enseñaremos a gestionar tu frustración y tu odio. Ya te enseñaremos a aplaudir a tus explotadores. Y sin embargo, ¿cómo evitar que se desinteresen docentes obligados a desarrollar los contenidos con los que serán sustituidos, docentes prescindibles, todos idénticos entre sí, totalmente intercambiables? ¿Cómo evitar su desinterés cuando llevan asistiendo cinco años al mismo curso de formación, con diferente título, cuando leen los mismos titulares acusatorios cada mañana, cuando han de rellenar cada hora de cada día de cada curso idénticos formularios grotescos? ¿Cómo evitar que se desinteresen alumnos que asisten cada días y cada de una de sus horas lectivas a idénticos ritos, a idénticas banalidades, con idénticos contenidos y procedimientos? Por eso acabo siempre prefiriendo ir a parar a primero de ESO, entre alumnado aún vivaz y espontáneo, libre de ansiedad burocrática y libre de sobre-estimulación apocalíptica.
Por no tener, esta juventud no tiene ni futuro, sólo sabemos proporcionarle apocalipsis, amenazas, moralinas y exigencias sonrientes. Les decimos que nunca podrán dejar de formarse, porque nunca podrán trabajar. Descansar será un desafío antisistema en la nueva cultura generalizada del rendimiento. No proporcionamos límites, pero sí un sentido del rendimiento totalmente insoportable. Todo el mundo ha de ser ángel o ejecutivo, cuando todo el mundo lo que está esperando es volver al sofá para intentar poner la mente en blanco con otro baño de información ruidosa y conflictividad irreal.
Que nadie se comunique. Que nadie pulule o lea o pierda el tiempo haciendo cosas raras como comentar un mito o reflexionar sobre un filosofema. La realidad nos importará un pimiento. Un pimiento casi tan grande como el que le importa al sistema la educación y el futuro de nuestra juventud, que acaba de ser vendido al peor postor.