A continuación, expongo algunos de los elementos principales del documento y reflexiono sobre las posibilidades que tienen los sistemas escolares para desatascarse de sus condiciones crónicamente precarias, agudizadas con la pandemia.
El título sintetiza la tesis central. Afirma que Latinoamérica y el Caribe están atrapadas en una doble trampa: desigualdad alta (“persistentemente alta”) y baja productividad. Breve y contundente.
Los ingresos disminuyeron y aumentó el desempleo, informan los redactores. 22 millones de personas cayeron por debajo de la línea de pobreza en la región, regresando a los niveles de 2008. El problema es añejo. Los gobiernos actuales o la pandemia no son culpables del subdesarrollo; esta región del mundo exhibe una de la tasas de desigualdad más altas en la historia. La trampa se explica por una multiplicación de factores, entre los que destacan la concentración de poder, así como la violencia política, criminal y social.
La desigualdad, como la pobreza, es hija de multitud de dimensiones. Hay desigualdades verticales, producto de las asimetrías en ingresos y concentración de riqueza, y otras, horizontales, resultado del género, etnia, geografía y orientación sexual.
El segundo capítulo del informe reúne opiniones de la gente acerca de la desigualdad y cómo creen que debería ser la respuesta en materia de políticas. Las percepciones alertan. De acuerdo con Latinobarómetro 2020: 60 % de la población cree que el acceso a la educación es injusto; 66 % opina lo mismo para salud; 80 % para la justicia y 81 % señala que es injusta la distribución de la riqueza, con diferencias notables entre el 20 % más rico y más pobre, pues los primeros creen que es menos abusiva.
También hay un consenso inquietante: “La población latinoamericana (cree) que sus países son gobernados en interés de unos pocos grupos poderosos y no por el bien de todos”, especialmente alto en Paraguay, Chile y Costa Rica, en donde más del 90 % opina eso.
El capítulo 3 analiza la concentración de los poderes económico y político y sostiene que la alta desigualdad consolida esa hegemonía. Coexisten los márgenes de rentabilidad más altos del mundo y constantes en el tiempo, con sistemas tributarios ineficientes en la distribución. Esta concentración de poder tiene efectos negativos en el presente y futuro: “Las élites económicas rara vez han utilizado su poder político para impulsar reformas que pondrían a sus países en el camino del desarrollo, aumentando el bienestar para todos”.
El capítulo 4 se detiene en el cruce de violencia, desigualdad y productividad. Por el número de homicidios es la región más violenta del mundo. Con el 9 % de la población mundial, América Latina concentra el 34 % de las muertes violentas, además, prevalecen violencia sexual, robos, abuso policial y trata de personas.
La desigualdad fomenta condiciones para la violencia, entre otras razones, porque incentiva actividades ilegales; engendra frustración entre los desposeídos, quienes perciben desventajas, falta de oportunidades e injusticia. Por las condiciones de desigualdad, algunos grupos poblacionales (mujeres, minorías étnicas y de género) se vuelven más vulnerables.
Ante el amasijo de problemas históricos y estructurales, el capítulo 5 se pregunta qué tan eficaces fueron las políticas de protección social. La conclusión se anticipa: la región exploró muchas políticas para abordar desigualdad y aumentar productividad, pero el éxito es limitado. Son políticas de corto plazo, fragmentadas e ineficaces, a veces, con efectos regresivos. La lección es nítida: sólo un abordaje desde la complejidad de las interrelaciones entre variables centrales logrará liberarnos de la trampa.
¿Atrapados en educación?
El PNUD advierte que América Latina es la región con menor movilidad educativa intergeneracional antes de la pandemia; que sus estudiantes más pobres enfrentan riesgos mayores de trompicarse en el circuito escolar.
La violencia en el continente afecta los resultados educativos. En tiempos de confinamiento, la violencia social y doméstica lastimó principalmente a adultos mayores y niños. El COVID-19 trajo una carga adicional de caos y muerte; acarrea crisis económicas y sociales que fragilizan aún más a las sociedades. En donde hubo avances, como la reducción de la pobreza multidimensional experimentada durante este siglo, la pandemia anuló la mejora en el nivel de vida de los hogares, los servicios de salud y educación, por los millones de alumnos que se desconectaron y la calidad de la enseñanza que pudieron recibir la mayor parte, especialmente en escuelas públicas.
Si las oportunidades educativas ya estaban desigualmente distribuidas, la pandemia acentuó la gravedad. En educación terciaria, por ejemplo, las diferencias son enormes entre el 20 % más bajo y el 20 % más alto.
El logro educativo, medido como promedio de años de instrucción formal en población adulta, pasó de 7.4 en el año 2000 a 9.3 en 2018. Los ricos, como los pobres, están más escolarizados que hace décadas, y eso es alentador, aunque sólo cinco países tienen promedio de escolaridad de más de 10 años entre los adultos de 25 a 65 años: Argentina, Chile, Panamá, Uruguay y Venezuela.
En el siglo XX creció la proporción de niños cuyo logro educativo al llegar a la edad adulta fue superior al máximo alcanzado por los padres. Pasó en el mundo y en América Latina. Sin embargo, la educación paterna sigue condicionando el nivel de escolaridad de los hijos. El informe sostiene que cada año de escolaridad de los padres aumenta la probabilidad de estudiar más años para los hijos, aunque esa variable pesa menos en Brasil, El Salvador, México y Venezuela.
Hay progresos: la desigualdad en la educación disminuyó. La probabilidad de que los niños de sectores desfavorecidos terminen la secundaria aumentó en América Latina, aunque la pandemia podría rebajarla, con afectaciones dispares por grupos económicos. Avanzó en igualdad de género, aunque persisten diferencias entre países, por ejemplo, atrasos en Bolivia y buenos resultados en Brasil.
En resumen, con el informe del PNUD podemos concluir que la expansión de los sistemas educativos ayuda a reducir la desigualdad, pero es insuficiente; porque faltan alternativas de política pública sistémicas y porque la calidad de la educación se distribuye inequitativamente.
En los países de América Latina y el Caribe, atrapados en las fauces de la desigualdad y el crecimiento pobre, las perspectivas para los sistemas educativos eran críticas antes de la pandemia; ahora se volvieron sombrías. No hay presente promisorio, pero el futuro puede empeorar. ¿Hay alguna vía para darle la vuelta a la historia?