En una realidad educativa, ya afectada por una pandemia que quisiéramos que acabara de una vez -pero sigue con olas y variantes nuevas-, el placer de leer está en la base y el punto de partida para que los procesos escolares no solo sean exitosos, sino también correspondan con una visión de lo educativo dirigida al cambio individual y colectivo.
Las distintas estrategias que se realizan en sistemas educativos para propiciar o estimular la lectura pasan por esas primeras tres razones que mencionamos. Por eso, precisamente, fracasan. Se basan en la obligación, en la necesidad, en lo imperativo de leer. Enfatizan la obligatoriedad de temas, de tiempos, de formas o maneras. Obligan a leer a quienes apenas empiezan el recorrido de las escuelas. De entrada, crean un rechazo a leer que luego se espera revertir con más obligaciones de lectura.
Leer por placer debiera ser la punta de lanza de toda perspectiva que pretenda el desarrollo de capacidades intelectuales, sociales, emocionales y espirituales en las nuevas generaciones. Que leer no empiece por ser el requisito para obtener información, para comunicarnos, para cumplir con obligaciones escolares (que en la edad adulta se representa como obligaciones de trabajo). Que leer empiece por ser una ventana a mundos desconocidos, a viajar con la imaginación, a sentir que estamos en otras realidades, a sentir la fiesta de cosas novedosas. De hecho, el placer es la base y la posibilidad para leer de mejor manera en las otras tres necesidades lectoras que hemos mencionado.
Para que la lectura sea una fiesta, no debe empezar por sentirse como una obligación o como algo que hay que hacer porque nos ordenan, o porque lo necesitamos para realizar otras acciones.
Un niño o una niña que empieza su andadura escolar necesita sentir que los libros son amigos maravillosos, que no lo asustan, que no los desprecia por la dificultad para comprenderlos. Por eso, tienen que estar muy a tono con la edad, con los intereses, con el nivel comprensivo. Pero, sobre todo, debieran ser escogidos por los mismos niños. No hay cosa peor para que la lectura sea un placer que obligar a un lector inicial a leer determinados libros. He presenciado la triste escena de padres que van a las librerías y en lugar de aceptar la solicitud libre y espontánea de sus hijos, les niegan esa decisión y les compran el libro que “les va a servir”.
No debiéramos empezar por hacer pensar a las nuevas generaciones que la lectura es útil. El primer sentimiento por aprenderse debiera ser el de descubrir que la lectura es bella, placentera, gozosa. Que no es una prisión a la que nos meten, sino una ventana de libertad a mundos nuevos.
Todo esto requiere de nosotros los adultos como ejemplos vivos del amor por la lectura. Si nunca nos ven con un libro, si nunca nos ven reír o llorar con una lectura, si nunca nos ven emocionados devorándonos páginas y páginas, si nunca nos oyen comentar algo interesante que leímos, la distancia las jóvenes generaciones y los libros empezará grande y con el paso de la vida se irá agrandando aún más.
No importa si es en formato electrónico o libro físico. Tampoco importa la manera, el tiempo, las condiciones o el lugar. Lo que importa es que poco a poco se vaya convirtiendo en una costumbre libre y espontánea. Que lean lo que deseen y de las formas que deseen. Esto puede ser motivo de susto por aquello del acceso a materiales riesgosos. Riesgos existen en todas las actividades humanas, y es de cuidar o poner atención a esto; pero no nos detengamos por esta razón.
Planteémonos el compromiso porque nuestras jóvenes generaciones lean por el placer de leer, en las maneras que crean y deseen. Y así, cada vez que veamos a un joven lector emocionadamente leyendo, sentiremos que hay esperanza en el mundo.