Desde que empezó la guerra, Iuri no viene a clase. Nadie lo manifiesta abiertamente, como si diera miedo mencionarlo, pero todos nos preguntamos cómo está y si tiene noticias de su familia que vive en Vinnytsia, Ucrania. Durante los primeros minutos, mientras nos vamos sentando y dejamos los libros encima de las mesas, a veces, en silencio, nos miramos. Flota un ambiente extraño en clase, una tensión latente por las imágenes estremecedoras que cada día muestran los medios. Stasia, una estudiante serbia, está inquieta y enfadada y ayer lloró en clase. Las risas de otras sesiones han desaparecido y apenas empezamos la lección. De repente, sin que nadie lo hubiera previsto, Iuri entra por la puerta, nos saluda detrás la mascarilla que le cubre nariz y boca, se sienta en su silla y saca de su mochila la tableta digital donde anota sus apuntes. Todos nos miramos de reojo y el silencio nos hace sentir incómodos.
Cuando llega a clase, Tania se presenta y sonríe. Nos explica que es de Ucrania, de Dnipró, y que tiene muchas ganas de aprender el castellano. Todo el mundo sabe que ella es refugiada y que huye de la guerra. Mientras todos (uno por uno) vamos dándole la bienvenida, una inquietud se extiende por toda la clase. Qué pasará, nos preguntamos, cuando llegue el turno de Arina, la estudiante rusa. El primero en presentarse es Massimiliano, de Italia. Después, Muge, de Turquía, Manuela, de Suiza, Alina, de Rumanía, y finalmente Alex, de Alemania. Es el turno de Arina: “Hola, Tania, soy Arina, de Rusia. Bienvenida”. Justo cuando acaba de presentarse, Tania le responde rápidamente: “Que bien! Alguien de clase que habla ruso como yo. Así podremos traducir juntas las palabras que no conocemos”. Arina ríe (parece liberada) y responde con generosidad: “Sí, claro, por supuesto, será un placer”. Tania sonríe de nuevo y se sienta a su lado.
La llegada de Iuri
Iuri Osadchuk no es refugiado. Vive en Cataluña desde hace tres años. Se enamoró de un chico catalán y se casó con él. En principio, los dos querían vivir en Kiev: “Es la ciudad que más me gusta del mundo”, explica Iurii. Como la empresa de su marido le exigía presencialidad en el trabajo y, sin embargo, Iuri podía trabajar a distancia, los dos decidieron establecerse en Barcelona. Antes de que le pregunte, como si me hubiera leído el pensamiento, me confiesa: “Los ucranianos nunca nos imaginamos que todo se agravaría tanto. No nos podíamos imaginar esta tragedia”.
Iuri recuerda con claridad el día que estalló la guerra: “Estaba en la habitación leyendo las noticias por el móvil. Mi marido llamó a la puerta y me preguntó cómo estaba, pero yo no pude pronunciar la palabra guerra. Lo intenté tres veces, pero no pude”. Desde el inicio de la invasión, Iuri se ha comunicado con su familia por el móvil. De hecho, explica que, antes de la guerra, nunca tenía el teléfono en la mesilla de noche, pero “ahora siempre lo tengo cerca de la cama porque me da miedo que me llamen mis amigos y mi familia”, concluye cansado.
—¿Qué piensas, Iuri?
—Yo tenía miedo de que no se hablara del conflicto de Ucrania. Hemos tenido suerte. Como somos blancos hemos recibido ayuda de Europa y de EEUU; pero nadie habla de Afganistán o de Siria. Es contradictorio: me satisface como ucraniano, pero me duele como ser humano.
—¿Tienes angustia?
—Tengo mucha y me engaño a mí mismo para combatirla.
—¿Cómo?
—Leo las noticias que me ratifican. Y, sobre todo, intento sentirme útil. He enviado dinero a Ucrania y hemos ayudado a mucha gente. También me ayuda el trabajo: tengo muchas reuniones que me permiten no pensar en ello constantemente. Por otro lado, necesito un equilibrio: yo no quiero no pensar en Ucrania y no ayudar a las personas que quiero.
Iuri tiene un hermano, Oleksandr, pero él le llama Sasha. Él es militar* y de momento vive en una zona donde no se están produciendo combates, cerca de Moldavia. Por eso, todavía puede dormir en su casa, donde vive con la madre y la abuela de ambos. Sin embargo, Sasha espera, no sea que el conflicto empeore y tenga que ir al frente para combatir contra las fuerzas rusas. Le pregunto a Iuri por su abuela. “Ella es una mujer con mucho carácter. Nació en 1938 y sufrió la II Guerra Mundial. Después, la época de Stalin y la hambruna de la URSS. Ella dice que no piensa moverse de su casa. Mi madre la cuida”.
Arina, una chica rusa que estudia castellano.
“Los primeros días estaba muy nerviosa. No sabía qué podía ocurrir con mis amigas ucranianas. Me daba mucho miedo que la amistad se rompiera”. Arina Razina es rusa, de Moscú. Tiene 25 años y estudia castellano porque trabaja en un centro estético de Barcelona, propiedad de su madre. «Mi familia es muy patriótica, pero yo me siento una rusa diferente», añade. Y puntualiza: «Tiene que ver con la edad».
Arina habla tranquila, con las manos abiertas encima de la mesa y con frecuencia se recoge el pelo tras la oreja. “Los rusos de más de cuarenta años son más conservadores, pero los que tenemos menos de cuarenta somos más abiertos. Parte de mi familia opina que es necesario volver a los tiempos de la URSS, de Lenin y Stalin. Pero eso también lo creen algunos rusos y algunos ucranianos”. Y añade: “Muchos rusos temen el regreso de los años noventa, cuando todo el país se hundió, cuando no había comida en los supermercados”.
La pareja de Arina es ucraniano y cuando le pregunto sobre su compañero, me responde: “Él admite que la guerra es una mierda, no le gusta. Y al mismo tiempo comprende las causas de fondo del conflicto, la lógica de los argumentos de Putin”.
Arina mantiene vínculos con una comunidad de ucranianos y de rusos que vive en Barcelona. También hay armenios y georgianos. Todos se comunican en ruso. Mientras ella habla, en muchas ocasiones expresa su angustia: “Yo no quiero dar mi opinión a mis amigos. No quiero hacerlo. Temo que la amistad se rompa. Para mí, la amistad es lo más importante”.
Ahora estamos en el aula seis, la más grande de la escuela. Hace un rato que la escucho. Ella mide las palabras y se muestra dispuesta, generosa y serena, aunque confiesa que los primeros días del conflicto sentía mucha angustia. De vez en cuando, se recoge el cabello. Le pregunto por los compañeros de clase.
—¿Cómo te has sentido cuando ha entrado Tania?
—Un poco rara porque no sabía qué podía esperar de ella, si me respondería con hostilidad. Pero ella es muy buena chica.
—Os echáis flores durante la clase.
—Sí, he intentado acercarme y me siento cómoda con ella. Entiendo a los ucranianos. No puedo imaginarme qué haría yo si la ciudad en la que he vivido toda mi infancia fuera destruida.
Y, como si se esforzara en imaginar, repite de nuevo: “¿Qué haría yo en la situación de Tania?”. Arina me explica que, después de clase, las dos se han encontrado para tomar un café. Antes de concluir, me confiesa algo más: “Ambas estamos lejos de nuestros países y cuando vives en el extranjero, tus amigos son tu familia”.
La historia de Tania, refugiada ucraniana
Tania Volokitina participa mucho en clase. Ríe, habla y colabora con los compañeros. Licenciada en Ingeniería Térmica, Tania trabajaba de contable en una empresa en Ucrania. Ahora, hace cinco minutos que hemos terminado la clase y se sienta en la silla al otro lado de la ventana, frente a la pizarra. Cuando enciendo la grabadora, me sonríe y me dice: “Hablemos, hablemos, claro. Ya he hecho bastantes entrevistas”. Encima de la mesa, junto a la grabadora, tiene el teléfono. Lo consulta con frecuencia. De hecho, durante la clase, ha preguntado dos veces si podía salir cinco minutos para hablar con su madre, que vive en Dnipró, una de las ciudades bombardeadas en los últimos días. Cuando empezamos, Tania se sube un poco la mascarilla y enseguida recuerda cómo se fue de Ucrania: “Salí sola el 24 de febrero. Yo tenía un viaje para Budapest, pero no se podía volar. Yo estaba en Kiev y fui en tren hasta el este de Ucrania. Compré un billete de autobús y esperé ochenta horas para cruzar la frontera de Eslovaquia, sin nadie de mi familia”. Y añade: “Mi madre no quiso irse de casa y mi hermana decidió quedarse con su compañero”.
Ahora asiste a las clases que la escuela BcnLanguages ofrece de forma solidaria a los refugiados. Se trata de un curso inicial gratuito para que puedan desenvolverse aquí, tramitando cualquier gestión o dificultad con la que puedan encontrarse.
Cuando se explica, Tania mueve el cuerpo, se muestra muy expresiva y me confiesa que tenía mucho miedo de que Rusia ocupara Ucrania y que ella no pudiera salir del país. «Eso era lo que más me asustaba», concluye. Tania recuerda el frío por las noches cuando atravesaba las fronteras para llegar a Austria. Y sin evitar una risa espontánea, explica las razones de haber venido a España: “En Viena no entendía las etiquetas de los productos de los supermercados. Nada de nada. Como de pequeña quería vivir en España y hablaba un poco de castellano, decidí viajar hasta aquí”. Tania ha estado dos veces en España, la última vez estas navidades y conoce bastante bien Barcelona.
Cuando cuenta su historia, en muchas ocasiones muestra su agradecimiento. Ahora vive en un albergue con otros ucranianos. Tienen tres comidas todos los días y una tarjeta de viaje. También recibe ropa. En mitad de la conversación, le pregunto por Arina. Tania reflexiona unos segundos.
—¿Que cómo me he sentido con Arina en clase? piensa—. Para mí no hay ningún problema. Las dos hablamos ruso. Yo no divido a las personas en función de su nacionalidad. Yo vivo en Dnipró y la mayoría de la gente habla ruso.
—¿Crees que ella estaba nerviosa?
—Creo que al principio ella tenía miedo. El problema son los gobiernos, no las personas. Muchos rusos son víctimas de la propaganda, pero en Ucrania también hay propaganda para odiar a los rusos. Pero yo no elijo esto.
—¿Y cómo ves tu futuro? ¿Quieres vivir en Barcelona?
—No lo sé. Desconozco cómo irá todo. Ahora vivo el momento, estoy aquí. Tengo claro que quiero construir. Soy sagitario y siempre voy hacia delante para conseguir mis metas. Y sobre todo quiero mejorar mi español.
—Gracias por tu tiempo, Tania.
—De nada.
Y justo cuando apago la grabadora, Tania se despide con una sonrisa.
*Días después de escribir este artículo, Sasha, el hermano de Iuri, ha sido llamado para incorporarse de forma permanente a la base militar de Vinnytsia, actualmente en estado de máxima alerta. Hace dos semanas que dejó su casa.