Se pretende una enseñanza que deje de ser un bien público para convertirse en una herramienta que sirva para legitimar la desigualdad social y se apuesta por la estandarización de aprendizajes superficiales en lugar de reivindicar una educación plena e integral. El documento es, ciertamente, novedoso en un aspecto: alienta alguno de los postulados más queridos por la extrema derecha, con su paranoica obsesión por el adoctrinamiento que, pretendidamente, se produce en nuestro sistema educativo.
La proclama, en cualquier caso, presenta una oportunidad de analizar algunas de las premisas repetidas del discurso neoconservador que, sin recurrir a ninguna evidencia científica ni ética, se ha ido asentando en los medios de comunicación de la derecha hasta presentarse como naturalizado y fuera de discusión.
Una de ellas se ampara en la Constitución, que se utiliza como si fuese un mantra, para justificar su posición. Ellos son constitucionalistas, el resto no, aunque para ello no solo recurran a una mirada parcial de la Carta Magna, sino a su falsificación. En este caso, las personas firmantes (tres mujeres y 30 hombres) reivindican el artículo 27 de la Constitución para ir, de manera clara y decidida, contra lo que recoge el texto constitucional, proponiendo que se recorten los derechos en él establecidos. Así, el primero de los puntos principales consiste en la creación de una institución pública, un Consejo General, integrado exclusivamente por docentes con larga experiencia, académicos y científicos, “cuya principal competencia sea el diseño (…) del Sistema de Instrucción Pública y sus planes de estudios”. El artículo 27, por el contrario, establece que “los poderes públicos garantizan el derecho de todos a la educación, mediante una programación general de la enseñanza, con participación efectiva de todos los sectores afectados”. Se pretende con ese Consejo General borrar de un plumazo la participación democrática a la que tiene derecho la comunidad educativa.
El impulso por ir contra lo establecido en ese artículo 27 va más allá. En el texto constitucional se afirma que “la educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales”. En parecidos términos se expresa el artículo 26 de la Declaración de los Derechos Humanos: “La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales”. Sin embargo, el derecho a la educación integral se ve negado por el manifiesto, pues se exige sacar de ella cualquier asunto relacionado con la moral o la ideología, se dice que se ha de limitar a los contenidos concretos de cada asignatura y se sustituye la referencia a la educación por otro concepto: el de instrucción. El pleno desarrollo de la personalidad humana, que es el objeto de la educación, precisa de considerar aspectos éticos, sociales, afectivos, motrices, artísticos… No se puede empobrecer el derecho a la educación a base de “dar clase a los alumnos”, que es la verdadera misión del profesorado, en expresión de los firmantes del manifiesto. Se instruye a los animales o a personas en tareas rutinarias, repetitivas o con protocolo. Más allá de eso, los seres humanos tenemos derecho a la educación.
Otra proposición que guía al manifiesto es la reivindicación, sin citarla, claro, de la más rancia escuela tradicional. Probablemente quienes hayan firmado el manifiesto ignoran que hace ya más de un siglo surgió una reacción intelectual y democrática contra la escuela que ellos anhelan. En efecto, el movimiento de la Escuela Nueva se opuso a la escuela tradicional, esa escuela que va recorriendo, sinuosamente, las distintas líneas del manifiesto.
Cuesta creer que quienes firman el manifiesto se muestren partidarios de una escuela puramente transmisiva, en la que la labor del profesorado se reduce “a dar clase” y la del alumnado a mostrar el dominio de los contenidos adquiridos de cada asignatura. Esa concepción meramente transmisiva del proceso de enseñanza-aprendizaje, en la que el docente rellena el cerebro vacío del discente ya fue estudiada por Paulo Freire (1968), quien la dio un nombre: educación bancaria.
Si el papel asignado a alumnos y alumnas es de sumisión y pasividad, no es más atrayente el que se atribuye al profesorado: transmitir contenidos, despojados de cualquier relación o contextualización con la ética y la ideología, previamente seleccionados por expertos. Supone, en definitiva, despojar al profesorado de su condición profesional y mutilar las posibilidades humanizadoras del ejercicio docente.
La reivindicación de las notas numéricas es insostenible a estas alturas desde cualquier punto de vista pedagógico. Sin embargo, no solo es defendida en el manifiesto, sino que autoridades educativas de algunas comunidades autónomas han expresado ya que las seguirán manteniendo, aunque para ello tengan que cometer una ilegalidad. ¿De verdad alguien puede creer que poner notas numéricas —un 4, un 6, un 9…— a una criatura de seis o siete años es una medida precisa y estimulante y que sirve para asegurar la igualdad de oportunidades?
La evaluación ha de ser formativa y eso implica que debe servir para facilitar información sobre el proceso de aprendizaje, permitiendo detectar lagunas o avances y proporcionando indicaciones que permitan seguir progresando en el aprendizaje. Un número al lado de una asignatura no es más que una etiqueta para clasificar, seleccionar y ordenar en la competición en que se traduciría la educación. En realidad, si se defiende, es porque no se puede explicar con claridad lo que está debajo: una consideración de niños y niñas como seres que tendrán derechos en el futuro, pero no ahora, y una visión clasista, competitiva y selectiva del sistema educativo, que se organiza sobre las notas desde la más tierna infancia.
Hay otros aspectos del documento que merecen comentarse, como esa visión acumulativa o enciclopédica del currículo, tan decimonónica, o la ya mencionada acusación de adoctrinamiento ideológico a nuestro sistema educativo, que es un insulto a la comunidad educativa y una provocación al profesorado y que no tiene otro fin que dificultar la labor educativa más humanizadora (recuérdese que la extrema derecha, que sí ha desarrollado este tema, ha ejemplificado el supuesto adoctrinamiento con iniciativas muy valiosas de coeducación, lucha contra la violencia de género, inclusión, educación para la paz, etc.), pero, por razones de espacio, nos detendremos solo en una más: la amenaza para la equidad que está viviendo nuestro sistema educativo y que el manifiesto encubre y avala.
Otra premisa de la ideología neoconservadora es una hueca referencia a la igualdad de oportunidades. En este caso, según el documento, la igualdad de oportunidades y el papel del sistema educativo como ascensor social se ven comprometidos por el adoctrinamiento, que trae consigo como efecto el sometimiento moral y la incompetencia intelectual, y por la supresión de las notas numéricas. Sorprende que justo en ese momento sea cuando aparece la única referencia en todo el escrito a la escuela pública, como si el adoctrinamiento fuera un problema de la escuela pública al que es ajeno la privada —religiosa o no, concertada o de pago—.
Nuestro sistema educativo está lejos de cumplir con el principio de equidad que le debería orientar. No lo hace por múltiples razones. En primer lugar, porque no compensa las desigualdades de origen. Una muestra de ello es que el nivel educativo de los progenitores es un factor de importancia en el abandono. Si acudimos a la última edición del Sistema Estatal de Indicadores de Educación, nos encontraremos con que en 2020 el porcentaje de abandono de los jóvenes cuyas madres tienen estudios superiores se sitúa en solo el 3,6 %. En cambio, en los hijos de madres con estudios hasta el nivel de educación primaria e inferior, el porcentaje se decuplica: 39,2 %.
En segundo lugar, porque bajo el pretexto de la libertad, se ha desarrollado en nuestro país una anomalía educativa: la denominada libertad de elección de centro que se ha traducido en la financiación pública de una red privada de educación que, en términos generales, sirve para que se costee la segregación escolar de unas clases sociales que evitan, de esta manera y con fondos de todos y todas, que sus hijos e hijas compartan centro con los de un origen social más humilde. Las sucesivas leyes han ido apuntalando esta excepcionalidad de la concertada, que, en origen, se justificó, falsamente, aludiendo a la imposibilidad del Estado de cubrir la educación de todo el alumnado en la denominada transición democrática.
Si se preocupasen, efectivamente, por la igualdad de oportunidades verían, con datos oficiales (Sistema Estatal de Indicadores de la Educación, 2021), que, a pesar de haberse incrementado el gasto por alumno en 2018, todavía continúa siendo un 4,6 % inferior al del año 2009, cuando se alcanzó el gasto por alumno más alto. En ese mismo período, el gasto de las Administraciones educativas dedicado a transferencias a la enseñanza privada ha crecido en casi 1.000 millones de euros, de modo que en el decenio 2008 – 2018 el gasto en la concertada se ha incrementado en un 17 %.
En tercer lugar, porque se vienen produciendo, cada vez más, ataques directos a la igualdad de oportunidades en educación que los firmantes del manifiesto ignoran. Nos referimos, por ejemplo, a que se presente la oportunidad de financiar enseñanzas no obligatorias a familias pudientes, como se ha hecho con las becas de bachillerato de la Comunidad de Madrid, con la misma mano con la que se suprimen aulas, apoyos y recursos en la escuela pública y, todo ello, en aras de una pretendida libertad, que no es otra cosa que la planificación de la segregación educativa.
La situación es hoy más alarmante que nunca por otra razón añadida: el descenso de la natalidad. Las políticas públicas y la ofensiva mediática neoconservadora empujan a que la escuela pública se arrincone y vaya pasando a tener las características de un servicio social, dedicado a escolarizar a la población más desfavorecida. Así lo estamos constatando con la proliferación de escuelas gueto y con la incentivación desde las administraciones para que el alumnado de otras clases sociales deserte de la escuela pública. En una década, estaremos asimilando el concepto de escuela pública al de otorgar educación, por caridad, a grupos vulnerables.
Hablemos con claridad: si se sigue profundizando en este tipo de política educativa es un cinismo hablar de igualdad de oportunidades. No puede haber equidad ni inclusión en un sistema educativo que sitúa a quien defiende intereses privados como garante de los derechos públicos. La defensa interesada de antiguos privilegios se detecta en las líneas de este gris y anacrónico manifiesto, que ataca frontalmente la educación como bien público.
El Foro de Sevilla. Por otra Política Educativa
(6-mayo-2022)
Suscriben: Luis Torrego Egido (profesor de la universidad), Enrique Javier Díez Gutiérrez (profesor de universidad), Francisco Imbernon Muñoz (catedrático de universidad), Carmen Rodríguez Martínez (profesora de universidad), Javier Esteban Marrero Acosta (catedrático de universidad), Jordi Adell i Segura (profesor jubilado de universidad, miembro del Foro de Sevilla), Julio Rogero Anaya (miembro del colectivo Escuela Abierta), Francesca Salvà Mut (catedrática de universidad), Miguel López Melero (catedrático de Universidad), Rodrigo Juan García Gómez (bloguero en Planeta Futuro/El País, miembro del Foro de Sevilla), Montse Milán Hernández (profesora de educación secundaria), Rocío Anguita Martínez (profesora de universidad), José Luis Pazos Jiménez (movimiento asociativo de madres y padres del alumnado en defensa de la escuela pública, expresidente de CEAPA), Jaume Martínez Bonafé (profesor jubilado de universidad, miembro del colectivo Foro de Sevilla), Rafael Feito Alonso (catedrático de universidad), Ángel Pérez Gómez (catedrático de universidad), Jaume Sureda Negre (catedrático de universidad), José Ignacio Rivas Flores (catedrático de universidad), José Felix Angulo Rasco (catedrático jubilado de universidad, miembro de la Cátedra UNESCO Chair Democracy, Global Citizenship and Transformative Education), Miguel Ángel Santos Guerra (catedrático de universidad), Rafael Porlán Ariza (profesor de universidad), María Antonia Casanova Rodríguez (profesora de universidad), Juan Manuel Escudero Muñoz (catedrático jubilado de universidad), Fernando Andrés Rubia (maestro y sociólogo), Agustín Moreno García (profesor de educación secundaria jubilado, miembro del Foro de Sevilla), Aurora Ruiz González (patrona de la Fundación CIVES y coordinadora del Colectivo Lorenzo Luzuriaga), José Antonio Jesús Díaz Díaz (profesor jubilado de filosofía de educación secundaria, colaborador del Instituto de Estudios para la Paz y la Cooperación IEPC), Isabel Galvín Arribas (profesora de universidad).