Elegí la mañana del sábado para escribir el artículo que enviaré a El Diario de la Educación el lunes. Un taller de escritura extraviado en la agenda me separa de la intención por dos horas.
Dubitativo me paseo por el estudio de casa entre los espacios que abren las sillas, el escritorio y dos mesitas llenas de libros desordenados. Una distracción más se acumula: es la final de la Champions femenil. Jo volia gaudir el triomf del Barça. No va ser possible. Ganaron las francesas: Je me résigne avec la victoire de l’Olympique.
Es mediodía. Debo comenzar.
Tengo notas para tres temas. Al primero lo justifica la oportunidad: el Congreso Mundial de Educación Superior 2022 de la Unesco, realizado en Barcelona hace unos días; al segundo, la conveniencia de reflexionar sobre implicaciones pedagógicas del conflicto entre Rusia y Ucrania; el tercero es un gusto personalísimo, aunque compartido con millones en Iberoamérica: la despedida de Joan Manuel Serrat después de cinco décadas.
Me seduce la Cumbre de Barcelona. La Unesco no es el organismo internacional con mayor peso en materia de educación superior, pero su importancia es considerable, por lo menos,.
para los expertos. Fuera de ese círculo, el acontecimiento tuvo escasa repercusión.
Todas las mañanas acostumbro escuchar un par de noticieros televisivos y otro radiofónico. Ninguno de los días del Congreso observé alguna nota o reportaje. Ninguno de nadie. Ni siquiera un cintillo de esos que parecen redactados con prisa y presentados uno encima de otro. Nada vi en la tele mexicana.
No me sorprende. La educación no es prioridad para los gobiernos o los políticos que inciden en las decisiones del nivel más alto; tampoco para los medios.
El hecho mismo del Congreso debería ser materia de interés; adicionalmente, la primera conferencia fue de una mujer mexicana, Sylvia Schmelkes. Tristemente la distinción fue desapercibida entre la opinión pública. La maestra Sylvia, como se le conoce en el mundo pedagógico, es ganadora también de la Medalla Comenius (2008) que otorgan la Unesco y la República Checa.
Sus ideas en Barcelona son una invitación para urgir el cambio en las instituciones de educación superior y sus funciones principales: docencia, investigación y extensión.
El Instituto donde labora la maestra Schmelkes en la Universidad Iberoamericana resumió las ideas principales en Twitter: las instituciones deben idear nuevas estructuras organizativas, impulsar carreras que favorezcan la investigación inter y transdisciplinaria y cuiden el impacto social y ambiental; ser críticas con los esquemas de calificación y estandarización; empujar las publicaciones abiertas; formar estudiantes en contacto con la realidad, con los problemas y sectores marginales para desatar las capacidades de indignación, empatía y compasión.
Sigo con la síntesis. La democratización de las instituciones educativas es imperativa para desarrollar nuevas ideas y proyectos; escuchar a los estudiantes es imprescindible. Implicar a los profesores en los procesos de cambio incentiva transformaciones genuinas.
Termino. La maestra Sylvia afirma que la brújula es la Declaración Universal de los Derechos Humanos y los pactos que garanticen futuros promisorios a las generaciones venideras. En la educación superior deben ser prioritarios el pensamiento crítico, la sostenibilidad y la justicia social. Concluye con un desafío generacional: “Abramos nuestras mentes y nuestras almas al pensamiento aterrador de que no hay futuro para la humanidad. Redescubramos nuestro poder, potenciémoslo a través de las redes y su colaboración”.
El segundo tema que me ronda desde hace tiempo es la guerra de Rusia y Ucrania. Sus impactos son perceptibles en distintos órdenes: en la paz mundial, por supuesto; en la geopolítica, economía, diplomacia, en la industria militar… Pero no me queda tan claro que los sistemas educativos y sus actores principales adviertan la afectación de lo que sucede en Europa Oriental.
Más allá de que el tema sea motivo perfecto para comprender la historia de aquella región, la geografía, personajes y el lugar estratégico que ocupa ese país de 44 millones de habitantes, me preocupa, como hipótesis, que las escuelas, en este lado del mundo, sigamos enseñando de espaldas a la realidad, por ignorancia, apatía o inhumanidad.
¿Es que las escuelas eluden que la realidad penetre entre sus muros y sea motivo de estudio?
¿Cómo se forman ciudadanos con instrucción angelical, aséptica, inocua?
Me resisto a la resignación, pero puedo entender que se perciba que esto sucede muy lejos, a 13 o 25 horas de las costas mexicanas o la Patagonia. Pero aquí hay otros problemas lacerantes: los registros indican que en México hay cien mil desaparecidos, muertas violentas que suman todos los días, pobres que incrementan estadísticas y se vuelven carne de programas clientelares. ¿Eso tampoco conmueve?
Cuando llego al tercer tema, la despedida de Joan Manuel Serrat, se me cierra la garganta. Un amigo, Sergio Dávila, me envía la foto de la previa al concierto final en la Ciudad de México. Me embargan envidia y tristeza, pero me queda la alegría de su música que permanecerá siempre. Otro amigo, Salvador Silva, me comparte un artículo del excelso escritor mexicano Juan Villoro. Juzgo innecesario escribir más. Juan escribe, magistral, un poco de lo mucho que el Nano nos inspiró y le debemos.
El tercer asunto, el adiós de Serrat a los escenarios, es lo menos importante en el panorama mundial reseñado, pero es, también, lo más esencial (perdón la redundancia): aquellas pequeñas cosas que nos dejan los tiempos de rosas (o espinas), con ganas de seguir… o claudicar.
Sigamos, sigamos siempre, dice mi colega y maestro sevillano Juan Miguel Batalloso. ¡Sigamos, pues!