Hace menos de un mes publicaba el artículo titulado Educar frente a la impunidad, en el que reflexionaba sobre para qué vale educar en valores en la escuela cuando “el emérito” (el exrey) vuelve con impunidad a España y sus delitos prescriben para una justicia amañada por los poderosos. O vemos cómo las grandes fortunas se enriquecen aún más con la pandemia y evaden impunemente sus beneficios a paraísos fiscales; las eléctricas siguen ganando sumas astronómicas que se reparten entre sus directivos con absoluta impunidad mientras inflan el precio de la luz y la pobreza energética irrumpe en los hogares; o el gobierno gasta 20.000 millones de euros en armamento, mientras no se revierten los recortes en educación o la sanidad pública cada vez está más infrafinanciada. O vemos, otra vez, cómo son asesinados jóvenes en la valla de Melilla por las políticas migratorias de nuestro Estado y el Régimen marroquí, mientras se nos pide a las instituciones educativas que formemos a las futuras generaciones en los valores de la interculturalidad y el antirracismo.
Hoy escribo con indignación y con un dolor, para el que no tengo ni palabras con las que expresarme, ante la impunidad de este crimen contra la humanidad. El asesinato masivo de entre 37 y 45 jóvenes refugiados. No solo por este brutal asesinato colectivo, sino porque el actual presidente de mi Gobierno lo ha justificado, utilizando el marco argumental habitual del neofascismo. Una matanza “bien resuelta”, aseguró Pedro Sánchez tras la masacre. Sus declaraciones han sido para felicitar a la policía marroquí. Ni una palabra en memoria de los muertos ni de aliento a sus familias, ni una sombra de luto por la pérdida de vidas humanas. Mientras, la dictadura marroquí se apresura a enterrar a las víctimas para ocultar la barbarie sin investigación, sin autopsia, sin identificación. En fosas comunes, que tanto nos horrorizan cuando lo hacen los «enemigos» y poco o nada cuando lo hacen los “aliados”.
Las vidas negras sí importan
El asesinato de estos jóvenes refugiados y la represión de otros más de 2.000 es consecuencia de la política de migración de la Unión Europea (siendo España uno de sus adalides) que firma acuerdos para externalizar esa labor de represión y así poder asesinar impunemente, como ha sucedido en tantas ocasiones anteriores con absoluta impunidad. La UE y España se lavan así las manos, justificando que se cumplen los tratados internacionales de derechos humanos dado que el genocidio no se realiza en territorio europeo. No es un ‘drama’ ni una ‘tragedia’. Las muertes en la frontera son decisiones políticas con responsables políticos, que los medios y aparatos del Estado se apresuran a ocultar y justificar con un manto de silencio, blanqueamiento, minimización e impunidad.
Como dice Helena Maleno: desde el nuevo acuerdo entre España y Marruecos, las redadas y otras medidas represivas contra la población migrante se han multiplicado y extendido en la cotidianidad. El Gobierno de coalición se comprometió a su llegada al poder, hace cuatro años, a eliminar las vallas fronterizas de Ceuta y Melilla, que están electrificadas y con alambres de púas, pero no solo no se ha hecho nada al respecto, sino que la altura de las vallas se ha incrementado un par de metros y se ha ampliado el sistema de vigilancia y control.
Nos tenemos que preguntar lo que se ha viralizado en las redes: cómo es posible que hayan podido entrar en España 124.000 personas en menos de cuatro meses huyendo de una guerra en Ucrania y hayamos matado a 37 que querían entrar en España huyendo de una guerra y hambruna en Sudán: “Hay guerras en África pero no importa somos negros, no somos blancos de ojos azules como los ucranianos, no somos de los suyos”. Es el racismo estructural que está inundando la narrativa colectiva y que normaliza e incluso reacciona con indiferencia ante la vulneración sistemática de los derechos humanos en las fronteras, alegando que la necesidad de millones de personas que huyen del hambre, la guerra, la persecución política y la falta de posibilidades de supervivencia es un “asalto violento y organizado por mafias” que constituye “un ataque a la integridad territorial de nuestro país”. Esta es la narrativa criminal de la extrema derecha y del neofascismo, que el presidente de un país supuestamente democrático utiliza para eludir sus responsabilidades humanitarias y el cumplimiento de los derechos humanos.
Por mucho que nos encomienden a la escuela o la universidad educar en interculturalidad, de nada servirá si las políticas de estado que se practican y justifican transmiten justamente el mensaje contrario, brutal y sostenidamente. Como si las vidas negras no importaran, al igual que viene denunciando y combatiendo el movimiento Black Lives Matter. En estos días se cumple la frase de Brecht: «¡Qué tiempos serán los que vivimos, que hay que explicar lo obvio!».
Luchando también estamos enseñando
Por eso el profesorado y la comunidad educativa debemos apostar por una pedagogía del compromiso. Para ir más allá de la escuela y luchar por convertir la sociedad en una escuela plena, a tiempo completo, que eduque también en los valores que proclamamos en educación.
Uno de los lemas más coreados por la comunidad educativa en las manifestaciones en defensa de la educación pública o en las marchas del 15M fue “el maestro, la maestra luchando, también está enseñando”. Frase que nos recuerda al profesorado que, por una parte, somos también parte de la ciudadanía que se implica social y políticamente por conseguir un mundo más justo y mejor y que por ello debemos defender en la calle y en los espacios públicos, con el resto de la sociedad, los valores y principios que proclamamos en nuestras aulas; y, por otra parte, que nuestro ejemplo es un referente también, como educadores y educadoras, para los más jóvenes y para el resto de la sociedad. Ofreciendo con nuestro compromiso a los estudiantes oportunidades para comprender y experimentar cómo la política, el poder y la responsabilidad funcionan en y través de ellos, tanto dentro como fuera de las escuelas.
La pedagogía del compromiso no sólo proporciona las capacidades intelectuales y las normas éticas para que los profesionales de la educación nos comprometamos con la justicia social y los derechos humanos, sino que nos implica en formar a nuestros estudiantes para que luchen contra la injusticia, la vulneración de derechos y el racismo, tratando de desarrollar en ellos un profundo deseo de una sociedad basada en relaciones de justicia y equidad.
Los profesionales de la educación debemos redefinir el propósito y significado de la educación como parte de un intento más amplio de luchar por un orden social democrático justo, combatiendo el intento de reducir la enseñanza en el aula exclusivamente a cuestiones de técnica y método. No olvidemos que lo que los profesionales de la educación enseñamos es inseparable de la visión del conocimiento que producimos, de las relaciones sociales que legitimamos y de las visiones y enfoques que difundimos entre los estudiantes.
Implicarnos hasta mancharnos: evitar la indiferencia cómplice
Debemos, en definitiva, “implicarnos hasta mancharnos”, que diría el poeta Rafael Alberti. La escuela, la comunidad educativa no podemos ser indiferentes ni cómplices ante cualquier vulneración de los derechos humanos. No podemos permanecer silenciosos. Debemos unir nuestras voces con las de tantos movimientos sociales, oenegés, redes de solidaridad, organizaciones, sindicatos y colectivos que están clamando contra la barbarie.
La educación es inseparable de la vida, del modelo social y político que queremos construir y defender. Es necesario que pasemos de una pedagogía crítica a una praxis crítica. Necesitamos involucrarnos “hasta mancharnos las manos”, tomar partido, sentirnos implicados, comprometernos con el sufrimiento de quienes nos rodean y poner en práctica una pedagogía más abierta y más comprometida que conecte las aulas de clase con los desafíos enfrentados por los movimientos sociales en las calles con objeto de repensar el injusto orden social actual y contribuir a reconstruir otro mundo posible.
La educación es un proyecto de desarrollo de las personas como ciudadanos y ciudadanas partícipes activamente en el proyecto político, económico y cultural de la sociedad en la que viven. Es un proyecto para la democracia y la ciudadanía. Y eso supone la imposible separación entre educación y práctica política. Por eso es más necesaria que nunca una hoy día una “Pedagogía Antifascista” no solo en la escuela sino también en la calle, en la sociedad, en nuestras instituciones y en nuestra política.