Comienza un nuevo curso. Para mí, aunque ya no a pie de aula, es una vez más un momento agridulce, cargado de esperanza, anhelos de algo mejor y con un punto de realismo -para no acabarme de decepcionar-, que me dice que puede ser más de lo mismo. Más de lo mismo si no somos capaces, si no nos atrevemos o podemos hacer algo diferente.
Locura es, según se le atribuye a Albert Einstein, hacer lo mismo una y otra vez esperando obtener resultados diferentes. Así que en este texto, desde una mirada de más de cincuenta años dedicada, con pasión, a la educación pública, quiero proponer una “cordura”, quiero plantear el reto de dejar de hacer lo mismo por un momento, “una locura”, e intentar hacer algo diferente, “una cordura”. Y lo haré en una sola dimensión, pues no estoy tan “cuerda” como para invitarnos a atrevernos con todo.
Sitúo mi “cordura” en el campo de la enorme cantidad de publicaciones y mensajes en los distintos medios de comunicación, analógicos, digitales, tradicionales, emergentes, foros varios y un largo etcétera, relativos a los problemas y soluciones para la educación escolar. Caudal que ha experimentado una ingente crecida en torno a la aplaudida y denostada Lomloe (o Ley Celáa) que recoge la enésima reforma encaminada a mejorar la educación.
Como toda nueva propuesta de cambio en el sistema educativo, desde la primera a la que asistí en directo -la Ley General de Educación de 1970-, ha llegado cargada de un torrente de publicaciones y declaraciones apocalípticas -¡es la liquidación del sistema educativo”!- e integradas -¡”es la solución a todos los problemas educativos”!-. En este escenario, cargado de monólogos que se autoescuchan y desconsideran lo que piensan los otros, he encontrado muy pocas voces interesadas por “aprender de la discrepancia” como sabiamente nos invitaba Donald Schön hace casi treinta años [Hernández y Sancho, (1994), Cuadernos de Pedagogía, 222, 88-92]. También me han faltado argumentos basados en la investigación y no en la mera opinión y, sobre todo, aportaciones del profesorado y los miembros de la comunidad educativa que acogen a “todo” el alumnado, independiente de su código genético o postal y de la mochila que carguen; que tienen la misión de ayudarlo a dar sentido al mundo en el que habitan, a que puedan aprender sobre ellos mismos, quienes les rodean y el mundo en el que les ha tocado vivir; que día a día, acogen sus alegrías, sus penas, sus decepciones, sus esperanzas. Este grupo, fundamental en la educación, no suele tener tiempo ni la oportunidad para subir al escenario, así que no suelen tener quien les escuche.
A finales del curso pasado, tras haber leído y escuchado un sinfín de manifestaciones contradictorias y que nunca interactúan, y de haber mantenido largas conversaciones con profesorado y alumnado, gracias a la investigación que sigo realizando, pensé que necesitábamos un poco de silencio y de escucha. Siempre me ha fascinado el silencio, me permite descubrir lo inesperado de mí misma y mi entorno. Lo que más disfruto de la música clásica son los silencios que me reverberan todos los sonidos que les preceden. Por otra parte, he aprendido mucho de la escucha a mi alumnado, a los compañeros y a las familias. Viajo en transporte público y durante años he escuchado jugosas conversaciones del estudiantado de Pedagogía, Educación Social, Magisterio y Psicología que me han permitido aprender lo que no he encontrado en los libros ni se suele hablar en las universidades.
En todo este contexto, me encuentro una notica que me fascinó. “Por qué dejé de hablar voluntariamente durante 17 años”. En 1971, el estadounidense John Francis quedó impactado por el desastre producido por la colisión entre dos petroleros que contaminó la bahía de San Francisco con casi dos millones de litros de crudo. Intentó hacer algo, entre otras cosas, convencer a sus conciudadanos de desprenderse del coche y todo lo que conllevase consumo de petróleo. Vio que las múltiples discusiones y argumentos planteados chocaban con su rechazo e inacción. Se cansó del sonido de su propia voz, decidió dejar de hablar y se dedicó a escuchar. Recorrió caminando una buena parte de Estados Unidos, desde el silencio, logró un grado universitario y un máster con la tesis «Peregrinación y cambio: guerra, paz y medio ambiente» (1986) y un doctorado en recursos de la tierra. En 1990 decidió que tenía algo que decir sobre el medio ambiente incluyendo cómo nos tratamos unos a otros. Algo que dice no haber escuchado en sus estudios pero que aprendió “caminando y estando con gente de todo el país».
Esta historia me llevó a la “cordura” que me gustaría compartir. Quisiera invitar a todos los que ocupan los escenarios a quedarnos en silencio (un día, una semana, un mes, un año) y que nos dediquemos escucharnos y a escuchar. Quizá podríamos establecer el día del silencio. Quizá descubriríamos voces, parajes y tierras ignotas. Quizás…