Era una escuela enorme de una zona de viviendas recién construidas donde las familias eran todas similares, con problemas similares, con posibilidades similares, todos muy… similares. Lo que se dice un centro homogéneo.
Me asignaron un grupo de 3º de primaria en el que impartía Lengua, Matemáticas y Science. El bilingüismo en Madrid da como para una reflexión mucho más profunda que el taller que propuse, una actividad experiencial en la que trabajar las partes de la lengua con sus correspondientes receptáculos y las diferencias entre dulce, salado, ácido y amargo a través de la cata de diferentes productos. Seguramente este ejercicio sea uno de los más recurrentes entre las maestras y a mis ojos aquello se antojó la mar de sencillo: solo tenía que comprobar que nadie tuviera alergias reconocidas y solicitar una autorización de las familias, algo que obtuve en apenas un par de días.
Me acerqué al mercado del barrio y encargué unas naranjas y unos limones, ácidos en su justa medida. Para el dulce compré plátanos muy maduros, para el amargo metí en la bolsa un buen manojo de rúcula. Para el salado había pensado en aplicar con un gotero una única gota de salsa de soja pero estos niños tenían la soja muy trabajada y me decanté por un poco de agua con sal. Cero sorpresas en mi idea, he hecho ese taller casi en cada centro en el que he trabajado.
Llegué muy pronto ese día dispuesta a preparar todo. Con cuidado exprimí naranjas y limones, obtuve los zumos y los coloqué en vasitos de plástico preparados para ser bebidos. Troceé los plátanos y los distribuí en platos y dispuse la rúcula en montoncitos. Eché dos cucharadas generosas de sal en una jarra con agua y probé para determinar que el líquido estuviese salado sin llegar a ser desagradable. Sin sorpresas, insisto. Apuesta segura.
Cuando entraron los niños y niñas las mesas aparecían cubiertas con telas bajo las que se adivinaba la forma de algunos recipientes. Con emoción contenida empezaron a vaticinar lo que vendría después y no tardaron en entusiasmarse cuando les pedí que se tapasen los ojos con unos pañuelos que usaban en Educación Física para los juegos de orientación. Por turnos les fui dando a probar los sabores escogidos y les iba pidiendo que adivinasen qué podría ser y a qué sabor lo asociaban.
El taller fue como lo esperaba: hubo “mmmm” y “puaj” en diferentes momentos y diversos comentarios sobre las texturas y las sensaciones. Terminó la actividad y las cosas se sucedieron como habitualmente y por su orden: cambio de clase, recreo, clase, otra clase, comedor. Otra clase, otra más y para casa. Un día más como otro cualquiera.
Pero no.
Al día siguiente, al llegar al colegio, uno de los padres me esperaba en la puerta con cara de muy pocos amigos. Revisé en mi memoria todos los cajones de lo que podía haber dicho, hecho o, incluso, sugerido pero nada, no encontraba algo que pudiera haber despertado la aversión de aquel hombre. El niño no estaba. Se acercó a mí:
– Hola Paula, me gustaría que comentásemos el taller de ayer.
Vale, todo en orden. Solo quería hablar del taller. Bajé la guardia:
– Claro, dime.
– Mira, es que ayer por lo visto le diste a los niños zumo de naranja natural en la clase, y te pido por favor que no le vuelvas a dar zumo de naranja natural a mi hijo.
– ¡No me digas que era alérgico! (entré en modo pánico pero según lo iba diciendo recordé que no había habido reacción alguna tras el taller).
– No, alérgico no, pero no le gusta el zumo.
– Ah, no te preocupes –le dije– no hay problema. No pasa nada si no les gusta. Si no quieren no se lo beben, la cosa era probar una gotita para identificar el sab…
– Si el problema no es que pase o no pase, es que preferimos dárselo en casa. Con azúcar. Es que no le decimos que le echamos azúcar, le decimos que ese es el sabor del zumo natural porque no le gusta ninguna fruta. Así se lo bebe. Sin azúcar nos dice que no.
– Ah, pero ¿no se lo bebió ayer en clase? No me dijo nada (confusión absoluta).
– Sí, precisamente por eso: lo probó sin azúcar y no le gustó y ahora no se lo quiere tomar en casa porque se ha enterado de que le echamos azúcar. Y nos dice que no lo quiere, con lo que nos costó que comiese fruta y que se tomase el zumo, así que creemos que como padres estamos en todo nuestro derecho de pedirte que te abstengas de dar alimentos en clase y nos dejes elegir a las familias qué damos y cómo se lo explicamos. Lo de los sabores sobre todo.
La conversación no fue mucho más larga y la familia en cuestión me mandó por escrito la reclamación con respecto al zumo. Repitió las palabras “derecho” y “elegir” al menos dos veces. Puso en copia a la directora que se acercó a mi clase para pedirme por favor que no volviese a dar zumo de naranja en clase “por evitar controversias”. El zumo de naranja podía ser una controversia si contravenía el derecho de una familia a elegir, me dijo, incluso si esa elección consistía en mentir a un hijo con respecto a un sabor natural o en ocultarle una realidad en aras de la logística familiar.
La educación en la escuela no puede supeditarse a los intereses individuales que llevan a los sujetos a encerrarse en sí mismos, a creer que no hay nada más allá del zumo de naranja que se beben cada mañana
Esta anécdota que puede parecer obra de una familia de esas que se señalan en el parque y de las que se comenta en conversaciones privadas en WhatsApp, porque cada vez que hablan sube el pan, ilustra en realidad el renombrado derecho a elegir en materia educativa. El discurso de la elección de centro educativo es en sí mismo tan inconsistente (y se ha desvelado tan claramente como un mecanismo de conservación de los intereses privados que, lejos de aportar libertad, condena a las familias que no pueden elegir a centros guetizados y precarizados) que se ha reducido su impacto a la toma de decisiones individuales más centradas en preservar códigos de funcionamiento privados que en verdaderas defensas de una educación mejor, siquiera para los propios hijos e hijas.
La educación en la escuela no puede supeditarse a los intereses individuales que llevan a los sujetos a encerrarse en sí mismos, a creer que no hay nada más allá del zumo de naranja que se beben cada mañana sin cuestionarlo porque tampoco saben que eso es posible. La libertad de elección no puede suponer una condena para aquellos que no pueden elegir y la infancia raramente puede elegir: depende de la posibilidad de elegir de sus familias (o de las personas adultas a su cargo) y, en caso de que exista tal posibilidad, de los medios de los que dispongan después para confrontar esas elecciones realizadas en su nombre.
El valor de la escuela pública debe ser precisamente que al no poder ser elegida (aunque sabemos que también en ella operan los códigos de la libertad de elección al más puro estilo de las élites) el hecho de recalar en ella suponga una oportunidad para todas las familias de intervenir, debatir, confrontar y decidir cómo mejorarla, y que aquellas que tienen mejor contexto para tomar decisiones lo pongan al servicio de aquellas que lo tienen peor. La libertad de elección en la escuela pública no reside en seleccionar el centro, ni al alumnado ni al profesorado y tampoco puede reducirse a la petición de que se enseñe esto así o asá y ni siquiera de que se enseñe o no; la libertad de decisión debe ejercerse precisamente para tomar decisiones difíciles pero necesarias como la confrontación de políticas segregadoras, la defensa de los espacios de reflexión conjunta, el apoyo entre las familias o la organización de los recursos para cubrir las necesidades más acuciantes.
La libertad para elegir se da la mano con la responsabilidad para asumir el impacto de las decisiones: una libertad para elegir en la escuela que no incida directamente sobre la mejora de las condiciones de la propia escuela y de quienes la habitan no es libertad, es un engaño que aceptamos sin protestar mucho porque lo vamos edulcorando hasta dejarlo irreconocible.
Como el zumo de naranja.