Siempre he sido partidario de la rendición de cuentas por parte de las instituciones educativas. Una rendición de cuentas que no debe dirigirse solo a la Administración, aunque es un destinatario esencial, sino que, de maneras diversas, debe dirigirse a la sociedad en general y a los usuarios más directos, familias y alumnado, en particular. Esta necesidad, que creo que debería darse en cualquier institución que se dedique a educar, es inexorable en el caso de los centros sostenidos con fondos públicos.
También he sido siempre partidario de las evaluaciones de los centros educativos y de su práctica. Prefiero con mucho que sean evaluaciones internas, situadas y contextualizadas, pero no me repugna que puedan ser externas o, aún mejor, una combinación de ambas posibilidades. Me parecen pertinentes algunas evaluaciones de nivel académico, siempre que no sean un disparate como las previstas en la extinta Lomce, así como algunas encuestas o estudios sobre cualquier aspecto del funcionamiento del sistema en general o de contextos más o menos amplios, como una comunidad autónoma, un municipio, un grupo de centros o un centro en particular.
Más allá de las formas que adopten en cada centro, en el uso de su escasa autonomía, los procesos de evaluación de la práctica o de rendición de cuentas ante la sociedad, es evidente que a las administraciones educativas les toca también arbitrar algunos mecanismos de control y supervisión de la tarea educativa. Estos mecanismos contemplan la necesidad de que cada centro educativo ponga a disposición de la administración un buen número de documentos: de planificación y programación; de ejecución presupuestaria; de recopilación de la actividad a través de memorias anuales; de información estadística; de resultados académicos, etc. Y, por supuesto, incluyen también la existencia de todo un servicio de Inspección que ha de vigilar el cumplimiento de las leyes y disposiciones y que vela también, de una forma algo más difusa, porque las cosas se hagan de forma correcta y porque los usuarios tengan un espacio al que acudir cuando piensan que se conculcan sus derechos o cuando creen que determinadas prácticas no están siendo adecuadas.
Si no hacemos algo, la burocracia va a terminar con nuestras prácticas, las buenas, las malas y las regulares
Hasta hace pocos años, esta necesidad y estos mecanismos de control y supervisión, aunque no siempre del gusto de los centros, digamos que se mantenían en unos niveles razonables. Creo, aunque tal vez me equivoque, que incluso la Administración podía ser percibida como un elemento de ayuda en nuestra tarea, a través de la validación de muchas iniciativas y del respaldo que, al menos tal como yo lo he vivido, podía proporcionarnos la Inspección educativa.
Pero –y creo que en este caso no me equivoco– la sensación que invade hoy en día las instituciones educativas es que estos mecanismos de supervisión y control se han convertido en una losa que transciende esa necesidad primigenia para convertirse en un fin en sí misma, como siempre ocurre cuando la burocracia degenera de diversas formas hasta anquilosarse y perder su función original, con consecuencias como la pérdida de flexibilidad y ajuste; la creación de confusión en lugar de claridad o la saturación de normas que finalmente resultan, por su propio número y por la falta de coordinación al dictarlas, incluso contradictorias.
Supongo que las causas de esta saturación serán variadas: pueden tener que ver con propósitos nobles, como el de garantizar derechos y evitar situaciones de discriminación o de injusticia, que dan lugar a protocolos hipertrofiados y extenuantes en la gestión de la convivencia, por ejemplo; o con la necesidad de justificar hasta el último céntimo de algunas subvenciones o aportaciones económicas a los centros, tal como ocurre con los fondos europeos o algunos programas como el PROA+ actual, cuyas aportaciones económicas empiezan a no compensar el tremendo esfuerzo que hay que hacer para justificar todo, y también pueden tener que ver con la propia inoperancia de algunas administraciones educativas, sea porque su personal también es escaso o porque sus responsables, en sus distintos niveles, están lejos de ser técnicos competentes.
Pero creo que, por encima de las razones más concretas que existan en cada caso, lo que subyace a esta profusión de normas y mecanismos desajustados de control y supervisión es la endémica desconfianza de las administraciones educativas hacia sus centros y profesionales. La falta de autonomía de los centros en nuestro país, que no soluciona ninguna ley educativa, por bienintencionada que parezca, da lugar a situaciones absurdas y esperpénticas en las que hay que justificar cualquier decisión, cualquier innovación, cualquier cambio mínimo que al burócrata de turno le parezca que no se ajusta a su propia idea de cómo tienen que ser las cosas. Ocurre con los horarios, con los espacios del centro, con la asignación de horas de apoyo o refuerzo o con cualquier asignación de horas al profesorado, con las horas lectivas de cada área o materia, con la evaluación del alumnado, con la participación encorsetada de las familias y con un sinfín de cosas más. De hecho, la autonomía de los centros debe concretarse en “planes de autonomía” que tienen que ser autorizados por la propia administración, en lo que constituye una singular paradoja.
En la Comunidad de Madrid, a toda esta tendencia que ya parece imparable, se une la puesta en marcha de una aplicación de gestión que tiene la particularidad de volver locos y locas a quienes se acercan a ella, muy especialmente en aquellos centros que estaban trabajando con plataformas que de un plumazo resultan incompatibles. Su nombre, que no menciono, inspira el título del artículo.
Estamos en un año de concreción de una nueva ley educativa y seguramente la sensación de saturación y de agobio de los profesionales y, sobre todo, de los equipos directivos es algo mayor de lo que sería en otras circunstancias. Ojalá la percepción que expongo en estas líneas sea futo de esa saturación. Pero lo dudo. Si no hacemos algo, la burocracia va a terminar con nuestras prácticas, las buenas, las malas y las regulares. Cada día que pasa, el profesorado piensa menos en el alumnado y más en el registro que tiene que rellenar. Y eso es, sin paliativos, una calamidad.