No es que en el 2020 el mundo dejara de ser un lugar de profundos intercambios y sanas relaciones entre los seres humanos, dentro o fuera de sus hogares. No es que la pandemia causara la eliminación de las conexiones y las complicidades, a favor de la vida, la justicia y la dignidad. Pero sí es evidente que la entrada en un mundo de distancias, de aprendizajes remotos y de un enamoramiento alocado por las pantallas y las plataformas, agudizó las distancias y las rupturas cotidianas.
La pedagogía de los espacios interpersonales debiera ser la bandera de una educación hoy, en el aparente primer año de verdadera pospandemia. No podemos ni debemos aceptar que el esfuerzo máximo en hombres y mujeres que pretenden proponer, vivir y sentir unas dinámicas educativas diferentes, se concentre en lo que llaman “la recuperación de los aprendizajes perdidos”, o la recuperación académica, u otros conceptos que acentúan que la crisis está en los contenidos curriculares que se dejaron de aprender. ¿Y las vinculaciones, las interacciones, la necesidad de la presencialidad física y sensual? ¿Todo eso no fue afectado, no fue perdido o no fue agravado?
El gigantesco dominio de programas, plataformas, manejo de dispositivos, uso cotidiano del móvil, la capacidad para obtener información (eso sí, de manera fragmentada, dispersa, distraída, irreflexiva) contrastan con las grandes incapacidades para la vida con los demás, para la resolución digna y profunda de conflictos, para el intercambio, para la discusión sana, para la preocupación solidaria, para el intercambio cotidiano cargado de palabras, gestos, ternura y cercanía.
El mundo, nuestras sociedades, necesitan el esfuerzo pedagógico para hacer de la educación el sistema de aprendizajes que nos permitan vivir plenamente en todos los espacios que compartimos con otros (en cercanía física). Debe ocupar la reflexión y la vivencia de maneras cercanas e íntimas en espacios que van desde el hogar hasta las tarimas y los escenarios de las discusiones y decisiones políticas. Debe estar en las callas, en las escuelas, en los espacios más íntimos.
Me parece que Bauman nos lo planteó muy claramente: “La soledad detrás de la puerta cerrada de una habitación particular y con un teléfono celular a mano es una situación segura y menos riesgosa que compartir el terreno común del ámbito doméstico. Cuanto más atención y esfuerzos de aprendizaje consumen la proximidad de tipo virtual, menos tiempo se dedica a la adquisición y ejercicio de las habilidades que la proximidad no-virtual requiere”.
Estos años fueron de aprendizaje en una virtualidad forzada y con unas habilidades que ahí se reconocieron. Pero también dejamos a un lado las habilidades sociales por una pandemia que, junto a globalización de la informática (previa a la pandemia), han creado una cultura de vida desde el aislamiento, la ruptura y la creencia de que no es necesaria la vida con y cerca de los demás.
¿Cómo hacemos para que la vida en las aulas y en las casas esté más condicionada y marcada por las interacciones que se crean? ¿Cómo hacemos para que la actividad física, la recreación con los demás en espacios naturales, los juegos, el simple diálogo y la proximidad con los demás, ocupen más espacio y sean más interesantes que el refugio y la isla que se inventa alrededor de un teléfono móvil y unas pantallas? ¿Cómo hacemos, como docentes, para ser tan interesantes y atractivos que robemos tiempo y espacio a los dispositivos? ¿Cómo hacemos para saber detectar, comprender y atender las penas, sufrimientos y angustias de niños, niñas y adolescentes, así como las de sus familias?
Estas y muchísimas preguntas más tienen que irse respondiendo de manera colectiva, científica y práctica. En sus respuestas se encuentra mucho de una pedagogía que pretenda estar situada en el ojo de los grandes sufrimientos de hoy. Y de las grandes disputas frente a los poderes en el mundo actual.