Adaptadora en el contexto latinoamericano de la escuela activa que, a finales del siglo XIX y principios del XX, puso patas arriba la educación en Europa y EEUU. Heredera de un tipo de enseñanza con fuerte raigambre espiritual —y predilección por los entornos rurales— en la que brillan figuras como León Tolstoi y Rabindranath Tagore. Precursora de la desescolarización (o el rechazo a la institución escolar como ente monolítico) que mucho más tarde conceptualizaría Iván Ilich.
Pionera también de un aprendizaje con mirada horizontal —en el que los roles de alumno y docente se desdibujan— que décadas después llevaría a su máxima expresión Paulo Freire. Defensora a ultranza de la belleza en el aula, del amor como condición indispensable para ser buen profesor, del potencial de la educación para dar voz y conciencia crítica a sectores marginados, en especial al campesinado indígena.
El legado pedagógico de Gabriela Mistral (1889-1957) —hasta ahora única mujer latinoamericana ganadora de un premio Nobel, obtenido en 1945 por su obra poética— admite lecturas muy diversas. Sin un libro de referencia en el que la autora chilena plasmara sus ideas sobre educación, las numerosas recopilaciones de sus escritos sobre el tema son un filón interpretativo que no se agota. Una extensa veta plagada de matices para los estudiosos de su faceta pedagógica.
“Resulta contradictoria, difícil de clasificar. Su pedagogía no es una, puesto que ella va pensando en problemáticas concretas en las circunstancias en que está y desde el lugar que ella ocupa. No es la misma cuando es estudiante, cuando es maestra o cuando empieza a adquirir posiciones diplomáticas a partir del año 1925”, explica Adrián Baeza, del departamento de Estudios Pedagógicos de la Universidad de Chile.
Para muchos, el hito docente de Mistral, su momento de mayor realización personal, llega cuando viaja a México en 1922 invitada por José Vasconcelos, entonces ministro de Educación del país centroamericano. Inmersa en un profundo proceso de renovación, abierta a diversos experimentos y contribuciones rupturistas, la educación mexicana ofrece a Mistral lo que la chilena —anquilosada en estáticos formalismos— le había negado: aire fresco, énfasis por las clases populares, flexibilidad, foco en la iniciativa y acción del alumno, en el aprender haciendo.
“Visita una escuela-granja y ve a los niños sembrando, trabajando la tierra. Los alumnos habían formado una cooperativa, un periódico… Se reencuentra con su propio bagaje en medio de una revolución educativa”, señala Fabio Moraga, investigador de la Universidad Nacional Autónoma de México. Mistral se entusiasma también con las llamadas misiones culturales, un artefacto didáctico ambulante que México activó con fuerza en aquellos años, similar a las misiones pedagógicas de la II República en España.
Durante las misiones en que participa, la poetisa se vuelca en promover el que, para ella, representaba el diamante educativo más valioso: la lectura crítica. Con una querencia especial por el autodidactismo (engarzada por cierto en su propia biografía), Mistral preconiza, en palabras de Baeza, “una lectura personal, desde tus propias coordenadas y situación vital, a partir de la cual puedes darte cuenta de tu posición en la construcción de la realidad”.
En zonas remotas de México exprime, casi con total libertad, el potencial de magia y espontaneidad que ofrecen las escuelas al aire libre, un formato en el que naturaleza y cooperación se funden hacia un aprendizaje genuino. En realidad, la educación a cielo abierto, matiza Moraga, no fue en México una elección consciente, sino “una realidad que se impone sobre un sistema que no satisfacía la demanda, ya que, en un momento de expansión escolar, no había tantos edificios construidos”. Y, sin embargo, la escuela sin muros se enmarca totalmente en esa visión mistraliana, constante en su trayectoria docente, sobre la deseable apertura al entorno del centro educativo.
Antes de viajar a México, Mistral ya había llevado a cabo en Chile numerosas experiencias con las que rompió la rigidez de la escuela. Frecuentes paseos con alumnos en su Valle del Elqui natal y otros lugares del país adonde la condujo su itinerancia docente, clases de conversación con ex-presidiarios en el sur del país, en la gélida Punta Arenas…
En zonas aisladas de Los Andes, escribió rondas (poemas que madres y alumnos recitaban en corro bajo el firmamento) inspiradas en la teosofía, un movimiento religioso sincrético con una esencia hinduista. En cuestiones de fe, Mistral no tuvo nunca problemas para compaginar el cristianismo con otros credos. Según Baeza, las rondas de Mistral simbolizan su disconformidad con el estatismo educativo imperante: “Si la escuela está basada en la racionalidad, el individualismo, la calificación y el control, en la ronda todos se igualan en un acto de transformación didáctica trascendente”.
Isabel Orellana, directora del Museo de la Educación Gabriela Mistral (MEGM), en Santiago de Chile, cuenta que el desencuentro de la premio Nobel con el status quo educativo de Chile tuvo otros muchos frentes. Uno esencial surge de la propia experiencia formativa de Mistral, marcadamente discontinua y heterogénea. De origen humilde, la poetisa avanzó en la adquisición de conocimiento alentada por las lecciones caseras de su medio hermana Emelina (misma madre, distinto padre), su pasión lectora y su paso atropellado por escuelas regulares. En una de ellas “le llegaron a decir a su madre que Mistral tenía una deficiencia mental”, relata Orellana, quien añade que la chilena también sufrió episodios de acoso escolar que la alejaron aún más de la educación reglada.
Eran otros tiempos y, en un contexto rural víctima de negligencia y desprecio desde los núcleos de poder urbano, Mistral empieza a ejercer como una suerte de maestra asistente a la temprana edad de 14 años. Era un puesto híbrido, con ciertas incursiones didácticas y un rol versátil de chica para todo: “Ordenaba a los niños en la fila, comprobaba que trajeran su uniforme en condiciones, llevaba el material a los profesores…”, concreta Moraga.
Durante su adolescencia, Mistral también trabaja como preceptora o profesora particular y, a los 17 años, en el año 1906, intenta ingresar en un centro oficial de formación docente en La Serena, ciudad costera cercana al Valle del Elqui. Un artículo sobre la educación científica de las mujeres, publicado meses atrás en un periódico local, le valió la condena de la oficialidad católica y decantó el rechazo a su solicitud. Casualidad o no, el artículo que tumbó su aspiración de formarse como enseñante había aparecido un 8 de marzo.
Sin embargo, en 1910 logra convalidar sus aptitudes —básicamente autoaprendidas— para ser profesora de Secundaria y el estado le concede un título al que la mayoría de compañeros de profesión en su país siempre negaron validez. En realidad, Mistral y el grueso del profesorado chileno de aquella época no chocaron solo por razón de algunos pormenores burocráticos, sino por sostener visiones contrapuestas en cuanto al significado profundo —y las implicaciones casi existenciales— de dedicar la vida a la enseñanza.
“Tuvo muchos conflictos con la institucionalidad docente. Ella era tremendamente crítica con ese tipo de profesor que se sienta satisfecho a reposar sobre su cultura, sin querer avanzar, sin estar en una permanente búsqueda”, sostiene Orellana. La directora del MEGM extiende la falta de sintonía mutua entre Mistral y el profesor estándar del Chile de principios del siglo XX a la intelectualidad dominante en aquella época, a todas las clases bienpensantes: “Sufrió clasismo toda su vida. Representaba todo lo que era incómodo para la élite chilena: pobre, de provincias, fea, con orígenes indígenas que ella reivindicaba, criada en un hogar sin padre y sin unos estudios al uso que sí tenían otras mujeres progresistas del momento”.
Según Baeza, más adelante Mistral también empezó a desconfiar de la escuela pública como eje educativo básico de cualquier país. Comprobó que, para los poderes públicos, se antojaba difícil sustraerse a la tentación de convertirla, en palabras de este investigador, “en una fábrica de conciencias, en una máquina de aprender” engrasada “por un estado militante”. Para Baeza, a partir de 1925 Mistral “radicaliza su pertenencia al pueblo” y consolida, más si cabe, su apuesta por el autodidactismo y por una “educación dialógica”, sin preguntas ni respuestas apriorísticas y carente de ese regusto dogmático que ella percibe por doquier, también en los movimientos de renovación pedagógica como la Escuela Nueva.
En su Decálogo del Maestro, Mistral concretó los ingredientes que configuran a una profesora de raza, a un verdadero enseñante. Este ha de ser “fervoroso” y capaz de “simplificar sin quitar esencia”. Debe enseñar con “intención de hermosura” y lograr que “cada lección sea viva como un ser”. Pero, por encima de todo, en el número uno del decálogo, se erige esa concepción de amor multidimensional al que tantos poemas dedicó: “Si no puedes amar mucho, no enseñes a niños”.
2 comentarios
Me entero ahora de la riqueza de esta chilena extraordinaria. ¡Qué poco sabía de ella! y, gracias a Rodrigo Santodomingo, me refuerza la certeza de que hay que conocer mejor a estas maestras y maestros singulares que revolucionan la escuela cada poco tiempo y por todas partes.
Que maravilloso legado. Digno de profundizar. Hoy en día incluso sería vista como agente no deseado del sistema.