Les cuento una anécdota que tal vez les suene: el otro día, y no es la primera vez, se me atragantaba un aperitivo cuando en una mesa cercana volvía a escuchar la narración cíclica de aquellos que piensan que la anunciada subida del Salario Mínimo Interprofesional (SMI) deja a los españoles de la “clase media trabajadora” desprotegidos, ya que los principales paquetes de medidas no van destinados a ellos, que además son los que mantienen sin quejarse y en silencio el país, mientras otros —tachados muchos de vagos— reciben ayudas. Entiendo que no conocer la pobreza, sus entresijos o las consecuencias de una desigualdad que desangra a la sociedad nos lleva a esa permanente óptica de victimización que tapa el estado real de marginalidad en quienes fundamentalmente sufren las brechas y crisis socioeconómicas.
En educación pasa algo similar: se ha instalado de forma permanente en el sustrato cultural de la escuela una narrativa polarizante que coloca el rol de los perdedores del sistema a los supervivientes sociales del mérito por su condición de partida —los que pagan su hipoteca todos los meses religiosamente mediante su esfuerzo personal, vamos—, pero que mira a veces con tiña y recelo a los que son empujados a caminos paralelos (diversificación o la formación profesional de grado básico, fundamentalmente) para evitar engordar las cifras de abandono o exclusión educativa —las víctimas de los desahucios—, la gran sangría de nuestra educación se mire por donde se mire.
Existe un salario mínimo educativo: un salario que va destinado a políticas compensatorias que siguen siendo deficitarias, por mucho que hayan avanzado, y que nacieron para atenuar brechas estructurales de arranque en multitud de estudiantes marcados por un determinismo vital que los clasifica antes de empezar. Ese salario va enfocado a favorecer la inclusión, la equidad y la justicia social a través del sistema educativo, sin olvidar por supuesto que gran parte de la pugna está fuera. Pone la esperanza a quienes nunca han tenido voz: el chico o chica con discapacidad, la hija del desempleado, el hijo del obrero, el joven migrante que llegó en patera o la niña gitana.
Las dinámicas insolidarias y el alejamiento ideológico de la concepción de la educación como bien común representan la trampa educativa que culpabiliza al individuo de su fracaso
La escuela es un instrumento de resistencia para ellos, y presuponer que la edificación de ese bastión de apoyo abandona a quien ha sido elegido para el camino del éxito, del mérito o de una visión particular y sesgada de la excelencia es, como mínimo, desolador.
Las dinámicas insolidarias y el alejamiento ideológico de la concepción de la educación como bien común representan la trampa educativa que culpabiliza al individuo de su fracaso y, al que tiene éxito, lo entroniza por su mérito personal. Los defensores de este mantra en la escuela responsabilizan a un alumnado cada vez con más signos de estrés y ansiedad de su destino, un destino que día a día se sigue jugando a través de exámenes homogeneizantes y estandarizados, porque siguen siendo —defienden— el mejor instrumento de evaluación para la mayoría, mayoría que no necesita de ese salario mínimo: qué casualidad.
La escuela cuyo único aliento vital para la desigualdad es el salario mínimo de los desposeídos a través de fórmulas compensatorias sigue tintada de fobias hacia los “objetores escolares”, la mayoría de ellos, como demuestran multitud de estudios, marcados por entornos de gran desprotección y vulnerabilidad. A los defensores del salario mínimo educativo se nos tacha de buenistas o asistencialistas; de querer dotar al sistema educativo de un sentido proteccionista cuando su función real es enseñar. Enseñar a los estudiantes de buen rendimiento, claro, para obtener un título, que es lo que ha ocurrido a lo largo de la historia, a la par que el 30% restante abandonaba porque elegía el ¿camino fácil? Es lo que François Dubet, en su ensayo Por qué preferimos la desigualdad (Siglo Veintiuno, 2021), denomina igualdad de oportunidades meritocrática, en la que “la competencia continua se ha convertido en regla y todos están interesados en ahondar sus diferencias”.
Así, la radiografía que vemos de la estructura escolar es esta: los estudiantes de buenas notas son los que, de forma mayoritaria, participan en programas de movilidad, estancias formativas en el exterior (financiadas muchas veces por los fondos públicos de Erasmus Plus) o en los programas llamados bilingües. Son los merecedores de los reconocimientos públicos y matrículas de honor al final de la etapa, de diplomas y premios por su mérito y esfuerzo personal, que nadie va a negar. Todo mi reconocimiento también para ellas y ellos: no hay que dudar de su entrega y valía.
Sin embargo, también estoy orgulloso de la escuela que tiene un salario mínimo en forma de préstamo de dispositivos electrónicos, comedores subvencionados, programas de desayunos escolares, libros de texto gratuitos, personal de apoyo para alumnado vulnerable, codocencia para atender mejor a quien más lo precisa o ratios inferiores en aquellos programas de mayor complejidad en la atención. Porque esto es también parte de la mejor educación, aunque no tenga tanto interés mediático como las listas de los supuestos mejores colegios de España o los jóvenes con mejores notas en la EBAU.
Esta escuela del salario mínimo educativo encierra también un mensaje para esos estudiantes con buen rendimiento o excelentes en su trayectoria, de los que a veces se dice que no reciben la atención que merecen: en ellos y en ellas el panorama es diverso también, y no creo con honestidad que sean tantos los que perciban abandono. En gran parte, son esas alumnas y alumnos a los que, casi en un abrir y cerrar los ojos, vemos labrándose un futuro próspero en lo académico o en lo profesional, y ese es nuestro gran aliciente..
En el transcurso del tiempo de escolarización de este alumnado brillante, al lado de los que acaparan la mayor dedicación y el mayor número de recursos, cierto que hay que potenciar y enriquecer su periplo académico individual para que exploren el máximo de sus posibilidades. Pero, además, hay que seguir despertando en ellas y ellos dinámicas solidarias y colectivas que los alerten ante un mundo plagado de injusticias e inequidad. Unas dinámicas que constituyen la fuente de esperanza para las personas golpeadas por la miseria desde que nacen e invisibilizadas por el egoísmo.
En ese alumnado también hay que impregnar ese sentimiento de opresión de las clases desfavorecidas, para que su acción trascienda sus circunstancias personales y exploren su capacidad, junto a los demás, de encarnar el interés común y la búsqueda de la cohesión social en lo cual inciden estrategias en el marco del aprendizaje cooperativo o el aprendizaje-servicio, entre otras. Este, que no lleva título ni credencial, es el otro gran salario mínimo educativo que le podemos dejar a nuestros hijos e hijas. Nada más y nada menos.
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Y este alumnado aventajado aprenderá, del contacto con otras personas, diferentes pero iguales, que hay valores más importantes, más necesarios para la vida y la felicidad, que eso que llaman éxito económico.