En 1969, el escritor de ciencia ficción Brian W. Aldiss (1925-2017) publicaba un relato corto con el sugerente título de Los superjuguetes duran todo el verano (Super-Toys Last All Summer Long, 1969), una historia que encandiló durante décadas a Stanley Kubrick (1928-1999) y que se convirtió en la base de una adaptación libre en el argumento de la película A. I. Inteligencia artificial (Artificial Intelligence: AI, 2001), que finalmente dirigiría Steven Spielberg.
En el relato corto original, Aldiss presentaba a unos androides con aspecto de niños de tres años que pueden ser comprados por parejas mientras no tienen el permiso de fecundidad en una sociedad superpoblada, robots de los que te deshacías cuando, afortunadamente, llegaba la aprobación para tener tu propio hijo, tirándolos a la basura como si de un juguete se tratara, o, mejor dicho, un «superjuguete».
En la película, la situación del planeta en el futuro es catastrófica, provocada por el progresivo calentamiento del planeta, el deshielo de los casquetes polares y las consecuentes inundaciones e inclemencias meteorológicas de gran magnitud, como frío extremo, vientos huracanados, etc. La falta de recursos naturales fuerza un control de natalidad, provocando una necesidad imperiosa de los robots, que no consumen más que el propio proceso de su fabricación. Ahora bien, la tecnología permite desarrollar androides y ginoides perfectos externamente, pero todavía incapaces de sentir, con una actitud basada en la lógica sin emociones, faltos de carácter y sentimientos.
El profesor Allen Hobby, interpretado por William Hurt, responsable de la empresa Cibertronics, propone la creación de un cerebro con tecnología de secuenciación de neuronas, capaz de amar y de soñar, paradigmas simbólicos para reconocer su comportamiento humano sin vacilación. Ahora bien, se plantean cuestiones morales claves para la sociedad: si el robot puede cubrir una necesidad humana (por ejemplo, la ausencia de un hijo, como en el relato de Aldiss), ¿pueden los humanos querer al robot como si de un hijo se tratase? O, aún más complejo, ¿qué responsabilidad tendría la familia con respecto a ese artefacto?
El guionista Jeremy Holt y el dibujante George Schall van mucho más allá en su obra titulada Made in Korea (2021), publicada en 2023 en castellano por la Editorial Panini Cómics. La trama se inicia en una empresa coreana, donde uno de los técnicos de investigación cree haber ideado un algoritmo que permitiría a una inteligencia artificial comportarse como un ser humano. Ante la perspectiva de que la empresa privada en donde trabaja se otorgue todo el mérito y se adueñe de su trabajo, decide implantarlo en un robot desechado del almacén y ponerlo a la venta a un buen precio, lo que permite que sea adquirido muy rápido por una pareja china que vive en Texas, Estados Unidos. La intención es poder recuperar su trabajo en un futuro teniendo en cuenta la seguridad corporativa que dificulta la posibilidad de sacar al exterior del edificio el desarrollo realizado en su interior.
A lo largo de las páginas del cómic veremos dos historias que convergen finalmente. Por un lado, la del científico que acaba siendo despedido de forma injustificada ante las dudas que plantea el comportamiento errático del empleado, entre otras cosas, trabajar hasta altas horas de la madrugada o no dar respuestas coherentes cuando le requieren explicaciones. La situación planteada pone encima de la mesa aspectos fundamentales hoy en día a nivel empresarial en relación a la innovación, como son las condiciones de trabajo de los investigadores y desarrolladores, el reconocimiento de la autoría del resultado final y la compensación económica por la investigación desarrollada una vez esta se convierte en un producto en el mercado. Por cierto, en las peripecias vividas por el científico en su periplo para recuperar su invento, contemplamos una realidad contemporánea, como es el hecho de que existe una importante industria de sexo y robótica, que será importante en el desenlace final del cómic.
Por otro lado, asistimos a una segunda historia que corresponde a la crónica de lo que acontece a Jesse, la niña de nueve años con rasgos coreanos que es finalmente adoptada, sin que sus nuevos progenitores que le han dado el nombre social (y no un mero número de producción) sospechen que el robot tiene la particularidad de aprender, de realizarse preguntas existenciales o de tener un ansia de conocimiento irrefrenable. En primera instancia, sorprende la gran biblioteca familiar (nos hace pensar la proclama de que los infantes leerán si ven leer a los mayores del hogar), y la velocidad en que devora todos los libros. La habilidad y madurez alcanzada rápidamente en pocos días le permite leer una obra tan compleja como la novela posmoderna La broma infinita (Infinite Jest, 1996), segunda novela del escritor estadounidense David Foster Wallace, una obra de ciencia ficción sociológica sobre una utópica organización del país, narrada de una forma intrincada que demanda al lector un esfuerzo de suspensión de la realidad importante, en sus más de mil páginas que consta el libro.
El cómic de Holt y Schall pone en valor la contribución de las bibliotecas, que es adonde llevan los padres a su hija con muchas ganas de aprender más… pero no es suficiente para ella. En sus lecturas, Jesse ha aprendido a valorar la importancia de socializar y piensa, de forma acertada, que la escuela tiene una labor fundamental en ese aspecto, y les pide poder asistir a clase. Como en la película de Spielberg, nos podemos realizar preguntas, pero que han evolucionado en este cómic hasta aspectos más complejos aún: ¿Puede un robot asistir al instituto? ¿Cómo puede influir su asistencia al resto de alumnos humanos? ¿Los compañeros deberían saber que se trata de un ser artificial? ¿Quién se hace responsable de los daños o desperfectos que pueda ocasionar el robot o que se le pueda ocasionar al robot?
Alguien podría decir que se trata de ciencia ficción y que son preguntas interesantes para reflexionar por si acaso se producen en un futuro próximo pero lejanas en el tiempo, en la actualidad. Pero, ¿Y si ni la niña supiera que es un robot? En ese caso, las viñetas nos inducen otras preguntas que son más próximas a nuestra realidad: ¿Cómo gestionar a los infantes superdotados en una clase de adolescentes? ¿Cómo integrarse en un grupo si eres muy diferente en todo, física, emocional e intelectualmente? ¿Debes de callarte en clase, aunque sepas la respuesta, para no parecer repelente para tus compañeros y evitar sus burlas? ¿Puede el pensamiento grupal llevarte a realizar acciones ilegales, como medio para ser aceptado?
El guionista Jeremy Holt, que se identifica como de género no binario, plantea una situación original en el contexto de la ciencia ficción robótica, al contemplar en las páginas del cómic las decisiones que va tomando Jesse respecto a su identidad de género y la aceptación con su propio cuerpo, por cierto, encarcelado de forma perenne, aparentemente, en un cuerpo de nueve años. La lectura de la obra invoca al lector a enfatizar nuestra empatía ante la inquietud de Jesse, sobre su experiencia vital y las decisiones que va tomando. Incluso en situaciones de gran tensión como es el ataque armado a un instituto, algo a lo que, desgraciadamente, nos hemos acostumbrado a ver en las noticias de Estados Unidos.
Una de las escenas más desgarradoras de la historia del cine podría ser en la mítica A. I. Inteligencia artificial, cuando la actriz Frances O’Connor borda la escena en que abandona a David, interpretado por un estoico y conciso Haley Joel Osment, en el bosque, evadiendo la decisión de devolverlo a la fábrica donde se construyó para poder proceder a su destrucción. En Made in Korea nos preguntaremos hasta qué punto aceptamos y apoyamos las decisiones de nuestra descendencia… sea esta artificial o no.
Para los incrédulos sobre si se puedes sentir emociones por un ser artificial, solo hay que recordar el gran trabajo del Dr. Takanori Shibata desde hace más de dos décadas. Es el creador del robot PARO (acrónimo de «Personal Assistant Robot» [Robot Asistente Personal], más conocido por su nombre comercial: Nuka), un robot con forma de bebé foca blanco diseñado como instrumento terapéutico para utilizar con niños hospitalizados y con personas de edad avanzada o con enfermedades mentales. Una solución idónea para poder obtener las ventajas de la terapia animal sin los posibles riesgos derivados de la misma (imprevisibilidad, higiene, contagio, etc.), con muchas experiencias de éxito documentadas: disminución del consumo de medicamentos, acortamiento de tratamientos o disminución de la agresividad, entre otros resultados demostrados. Hay muchas personas en el mundo cuidando y viviendo acompañados de mascotas robóticas… y muchas aprendiendo, sin darse cuenta, leyendo obras como Made in Korea.