En el instituto se organizan muchas, muchísimas salidas. Bien es cierto que contamos con un elevado número de estudiantes, pero aun así. Inmersión lingüística en Llanes y Panticosa; viaje a Roma, a Cerdeña, Ruta de El Quijote, Camino de Santiago, visitas a museos, exposiciones, teatros, sitios arqueológicos, charlas…
Organizar este tipo de actividades no es nada fácil: lo sé porque he sido varios años jefa del departamento de actividades extraescolares. Ahora, desde jefatura, veo también el otro lado de la complejidad que suponen estas salidas a la hora de cubrir guardias, por ejemplo; de convencer a los miembros del claustro de que no pueden avanzar contenido durante las sesiones en las que los viajeros no están presentes. De que haya docentes que se presenten voluntarios para acompañar al alumnado. «Es que es año de oposición…», «Es que tengo críos pequeños…». Es que no tenemos ninguna necesidad de asumir semejante responsabilidad.
Aún recuerdo, invadida por las vergüenzas ajenas (la mía y la del director) la reunión de presentación del viaje fin de estudios a Malta, hace unos años. Una madre se sentó en su correspondiente silla de pala en primera fila. Traía un folleto de una compañía de cruceros en la mano, y un papelito sobresalía señalando una página. Tras argumentar que el crucero salía más barato, y en vista de que nos negábamos a cambiar el diseño del viaje, aquella mujer espetó, cargada de razón:
—Es que no entiendo por qué no se puede hacer un crucero, si es lo que los chicos quieren.
Mi respuesta, contundente, sacó los colores al director:
—Porque esto no es una agencia de viajes, señora; esto es un centro docente.
Me espanta estar convirtiéndome en la profe cascarrabias que, sin darse cuenta de la distancia que imponen los años, se separa de las promociones que van pasando por mis manos cada curso escolar. Otras veces veo con nitidez que, aunque eso pueda ser cierto, no lo es menos la actitud irresponsable de ciertas familias (¿en número ascendente?), sumisas a las demandas e intereses de sus retoños, independientemente de que esos intereses sean espurios.
Ante la nefasta experiencia de dejar que el alumnado se organizase por parejas para un futuro intercambio, cuya consecuencia fue que dos estudiantes se dieron de baja del viaje porque nadie quería estar con ellos, optamos por distribuir desde el centro las habitaciones de la próxima salida, que durará cinco días. Antes de conocer ni siquiera quiénes serán compañeros de cuarto, se monta un motín en el instituto. Chicos y chicas de 13 o 14 años, con pataletas inverosímiles, asaltan por los pasillos a cada jefe de estudios, a su tutor o tutora, al director… Nos miran con desprecio, de arriba abajo, levantando el labio. Y claro, en cuanto llegan a casa, nos brean a correos electrónicos, llamadas de teléfono, visitas presenciales a cualquier hora de la mañana (o de la tarde) las familias que, indignadas, argumentan que tienen derecho a exigir con quién duerme su criatura. Amenazas de boicot a las actividades; llamadas al monitor de esquí —su número de teléfono aparece en la publicidad de la agencia de viajes, para tranquilidad de las familias pero no, obviamente, para la suya—, exigencias de devolución del dinero. Todo porque sus hijos o hijas han llegado disgustadísimos a casa y les han comunicado que no van a dormir con su grupo de amigos o amigas. O sí, pero no lo saben.
Dos madres se personan en el instituto, y piden hablar con alguien del equipo directivo. Las recibe el director, porque todos los jefes de estudios estamos ocupados. De otra de las tandas me es imposible librarme. A pesar de que las aviso de que tengo una reunión y no puedo dedicarles mucho tiempo, las dos mujeres me muestran su preocupación ante las informaciones que les han trasladado sus hijos: que el único criterio aplicado para la distribución de habitaciones es un riguroso orden de lista.
—Ya veo. Y ¿qué lista, según vuestros hijos, hemos utilizado? ¿La de su clase o la de todos los participantes en la salida?
La primera en la frente, responde desconcertada.
—Ah, no. De eso no han dicho nada.
—A mí lo que me sorprende —me aseguro de que se note el tono dolido, defraudado— es que, sabiendo cómo funciona el centro, confiéis más en lo que os van contando vuestros hijos que en nuestro criterio para organizar la salida.
—Nunca se dijo que los chicos no pudieran elegir con quién dormir —se defiende la otra madre—, porque de haberlo sabido, a lo mejor mi hijo no habría querido apuntarse.
—Tampoco se dijo que pudieran elegir.
—El caso es que yo me encuentro a pocos días de un viaje que ya he pagado, y no es nada barato, por cierto, y no habéis preguntado a los chicos cómo quieren ir.
Viene a mi cabeza la imagen de aquella madre con el folleto de cruceros. Obvio el comentario sobre el precio, porque me abochorna.
—Creo que sois las familias quienes debéis decidir, con un criterio formativo, si un viaje es o no positivo para vuestros hijos. Este se organiza con tres: la práctica del inglés, el deporte y la convivencia. Para ir con los amigos a la nieve ya están las vacaciones.
—Bueno, con un criterio formativo… y con dinero, si es que se tiene—la madre saca la artillería pesada capitalista: pago, luego exijo.
—Será la primera vez que un alumno o alumna de este centro no va a una salida por falta de recursos económicos.
—Eso será en las excursiones; esto es otra cosa—sube el tono, cada vez más indignada; a ver si ahora vamos a ser todos iguales.
—Será la primera vez, que sepamos, que un alumno o alumna de este centro no va a una salida, la que sea, por falta de recursos económicos.
La otra madre empieza a tocarle el brazo a la más combativa, momento que aprovecha para meter baza intentando serenarla:
—Pero entiende que les puede tocar alguien que no conocen…
—No vamos a meter a cuatro críos diagnosticados con TDAH en la misma habitación, ni a dos que se pelearon antes de ayer. Tampoco les vamos a meter en la cama de al lado a un señor de Bilbao; van a pasar todo el día fuera del hotel, al que irán solo por la noche. ¿Cómo podéis pensar que somos tan irresponsables? Por otra parte, se conocen todos; claro que se conocen: del barrio, del patio o, incluso, de su clase de este año o el anterior. La distribución se ha hecho tomando en cuenta cómo es cada criatura, y ha sido revisada por todos los tutores.
El director asoma la cabeza, reclamando mi presencia en la reunión a la que ya llego más tarde de lo que esperaba. Logro despedir a las madres, que se van algo más tranquilas, aunque expresando su malestar ante la falta de información.
En la reunión constatamos que el mío ha sido el encuentro tipo. Tanto el director como los otros dos jefes de estudios han dedicado buena parte de la mañana a apagar el fuego de la turba que se dirige a acabar con los monstruos que han frustrado la ilusión de sus criaturas: compartir cuarto con sus amigos. Han aludido, incluso, a la falta de intimidad en la ducha (?). El argumento más asombroso es el de: «No voy a perder el dinero ahora», de donde deduzco, siguiendo su razonamiento, que esta familia está dispuesta a pagar para que su hijo sufra. Asombroso.
Me pregunto qué esperan del viaje estos chicos y chicas. No importa conocer nuevos lugares, jugar en la nieve, salir de casa, comer algo que no haya guisado mamá (sí: mamá; los padres siguen sin cocinar, apenas), ir en bus hasta el norte de España. No importa, porque en lo que están pensando a sus 13 o 14 años es en pasar noches fuera de casa, en no dormir, en transgredir. Por supuesto, esta es la vertiente más atractiva, pero no la única —si así fuera, bastaría con alojarlos en cualquier hotel cercano—, de un viaje de este tipo. El reo tiene derecho a intentar escapar, y el adolescente tiene derecho a intentar liarla. Pero es fascinante la distancia que, siendo más jóvenes que yo, se establece entre estos padres y sus hijos e hijas. ¿Acaso ellos no se hacinaron con los demás, como hicimos todos, en una habitación que no era la suya durante un viaje escolar? ¿Acaso la convivencia con el amigo o amiga del alma no derivó en una ruptura definitiva? ¿Acaso no forjaron una amistad adolescente con alguien a quien nunca le habían dirigido la palabra? No se fían; pero no solo del centro. Tampoco se fían de sus hijos e hijas; no confían en ellos: no les dejan aprender a vivir, experimentar, crecer; se empeñan en que sean una prolongación de sus cuerpos y sus vidas, en controlar cada paso que dan. Les piden que llamen por teléfono según traspasan las puertas del centro, comunicándoles que ya han salido del instituto (como si no salieran cada día a la misma hora). Vienen en el recreo a traerles el almuerzo olvidado, el material olvidado, la tarea olvidada. Son capaces de enviar, fuera de plazo y por una vía distinta a la solicitada, el trabajo de lectura de una hermana mayor de la alumna con tal de salvar las apariencias; con tal de que no se note que su hija no es perfecta. Y son capaces de pensar que, si dejamos que el alumnado elija, cada inmaculado hijo, cada perfecta hija, no será quien quede de impar. Y lo que más les preocupa es que se frustren. Aviados estamos.