En la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), de Philip K. Dick, un paisaje futurista dibuja una sociedad en la que androides avanzados con características humanas carecen de derechos. Son aislados y esclavizados en colonias dirigidas por sus amos humanos, mientras que a los desertores se los persigue hasta darles caza.
Con esta compleja metáfora de nuestro tiempo, que heredó Ridley Scoot años después en la enigmática distopía cinematográfica Blade Runner (1982), se pueden retratar también los riesgos que se asoman en la ventana de la escuela actual, que quiere ser condenada por algunos a convertirse en una maquinaria fabril. Nuestros centros escolares, a pesar de las dificultades de los contextos en los que trabajamos, son espacios de protección habitados por la diversidad, como blindaje del símbolo del progreso y a pesar de las elevadas cotas de segregación: la educación, con todos sus frentes abiertos, ha avanzado para convertirse en la principal puerta de esperanza y de posibilidad de mejora del bienestar y las condiciones de vida de las personas.
Sin embargo, sus cimientos están amenazados por las alianzas con posiciones reaccionarias y ultraconservadoras que pretenden convertir a las comunidades educativas en esas ovejas eléctricas del libro mencionado, los animales que conviven con androides y humanos en ese futuro postapocalíptico donde al final nos conformamos, en medio de la derrota del humanismo.
La presunta revolución que pretenden implantar en esta escuela fiscalizadora tiene como seña identificativa la hipervigilancia y la censura de los conocimientos y valores éticos o sociales. Esta conversión definitiva del sistema educativo en un proyecto industrial de masas alienadas atenta contra las libertades fundamentales previstas en nuestra Constitución. Y el riesgo, si no somos responsables y actuamos con cautela pero con convicción, está ahí: el sueño (o la pesadilla) de una educación centralizada donde alumnado y profesorado son tratados como los replicantes de Blade Runner a los que se les pone en jaque sin respetar sus singularidades puede ser real, si nuestra memoria se nubla para no ver las conquistas que nos han traído hasta aquí.
Las escuelas actuales son trincheras para combatir el arma de ataque de la ‘batalla cultural permanente’ en la que las posiciones conservadoras han convertido el debate educativo
La heterogeneidad lingüística, cultural y patrimonial de nuestros territorios ha logrado convertirse en buque insignia de la escuela más avanzada de nuestra democracia, con toda su problemática que no niego. Las escuelas actuales son trincheras para combatir el arma de ataque de la “batalla cultural permanente” en la que las posiciones conservadoras han convertido el debate educativo: todo lo quieren reducir ahora a la vuelta a reválidas clasificatorias y a la instauración de una prueba de acceso a la universidad única para todo el territorio. Se quiebran así de forma definitiva las competencias autonónimas que definen el marco educativo singular según las peculiaridades de cada entorno.
En los centros escolares, niños, niñas y adolescentes se impregnan de los valores y libertades que emanan de los cimientos democráticos. A pesar de las mentiras encumbradas en titulares, se siguen compartiendo en clase conocimientos clásicos, universales, sí, por mucho que el negacionismo del «todo mal» le quiera dar la vuelta para enarbolar la falacia de que se acaba la ESO sin saber leer ni escribir.
A la par que nadie discute la prevalencia de los saberes universales que cimentan todo, en las aulas más incluyentes y universalistas de la historia pueden distinguirse “naves ardiendo más allá de Orión” —en palabras del personaje del Rutger Hauer en la película de Scott—, para instalar en la práctica una pedagogía crítica necesaria en este tiempo incierto.
En la escuela que resiste a ser para siempre una pieza electrizante, los docentes trabajan desde el respeto al pluralismo ideológico cuestiones trascendentes como el ecologismo, la igualdad de género, la interculturalidad, la inclusión social, la búsqueda del bien común o la solidaridad, porque es lo que van a tener que llevar impreso en su ADN nuestros hijos e hijas en la sociedad del mañana si queremos progresar.
Hay un panorama oscuro, sin embargo, que planea usurpar de los pupitres esa educación en valores que combate el egoísmo salvaje que nos invade. Sobre la bandera de una presunta educación neutral y bajo la estela de una estrategia discursiva basada en una idealización del pasado de la que habla Jaume Trilla en La moda reaccionaria de la educación (2018), sueñan con convertir nuestras escuelas en esos animales eléctricos de la novela de Philip K. Dick, piezas inertes en una carrera seleccionadora de alto rendimiento en donde se ordena según capacidades y se desecha a quien no encaja en este proceso homogeneizante en el que la educación neocon transforma al alumnado.
los docentes trabajan desde el respeto al pluralismo ideológico cuestiones trascendentes como el ecologismo, la igualdad de género, la interculturalidad, la inclusión social, la búsqueda del bien común o la solidaridad
Atrapados por este intento de seguir persiguiendo a los androides que sienten y padecen pero que no tienen derechos análogos, se reparten carnés de libertad en un mantra mantenido para lo que pueden elegir en función de su origen étnico, condición personal, social o bolsillo. Sin embargo, la liberación auténtica, en palabras de Freire (1968) “no es una palabra más, hueca, mitificante. Es praxis, que implica la acción y la reflexión de las personas sobre el mundo para transformarlo”.
El sistema de adiestramiento con el que quieren hacer soñar a la masa (en medio de falsedades que siempre culpabilizan a la víctima) los que quieren derruir el progreso social convierte nuestras escuelas en instrumentos eléctricos, sin vida. Su efectiva maquinaria de recomposición de principios éticos y morales recuerda a la situación retratada en el experimento que narra la novela La Ola (1981), de Todd Strasser, que dio lugar a la conocida película. “Quizás fuesen minoría, pero los nazis estaban bien organizados”, cuenta el profesor a una de sus alumnas al inicio, inquietada por el rápido ascenso al poder del Partido Nazi en la Alemania de la primera mitad del XX. Este peligro es, ahora, real.
En esta ensoñación de una escuela eléctrica, encaja la máxima de la «igualdad de oportunidades meritocrática” que denuncian sociológicos como François Dubet o Michael Sandel: como baja el nivel de exigencia, el rendimiento máximo lo voy a buscar para mis hijos o hijas en este tipo de educación taylorista basada en modelos segregadores que evitan la mezcla social. Esos conocimientos o valores éticos poco interesan.
Pero, volvemos a La Ola: son minoría; son ese diez por ciento de la población que fue capaz de dominar al resto e infundir miedo. Todavía estamos a tiempo de evitarlo y soñar con otra escuela no eléctrica: la que alienta la cohesión social, la inclusión, la democratización del saber y la esperanza de un mundo mejor.