Leía la semana pasada un artículo muy estimulante intelectualmente de Santiago Alba Rico (como prácticamente todos los que escribe, dicho sea de paso) en el que abordaba desde una perspectiva muy interesante el que probablemente sea uno de los temas más importantes de nuestra época: democracia, negacionismo y cómo se cambian este tipo de pensamientos.
Creo que todos y todas en algún momento reciente nos hemos planteado esto en forma de preguntas concretas ¿Cómo puede la gente votar este partido? ¿En serio hay gente que cree que la tierra es plana? ¿Cómo se puede negar la existencia de la COVID?
Como reflejo de la sociedad, el mundo educativo no ha permanecido ajeno a este fenómeno. De esta forma, han cobrado fuerza discursos negacionistas sobre temas educativos que están teniendo cada vez más repercusión. Así que la pregunta de este siglo es, sin duda: ¿Cómo se pueden cambiar este tipo de creencias irracionales (Elster, 1988) por ideas basadas en el desarrollo del conocimiento actual?
El problema de estos negacionismos es que son ideas extremadamente resistentes al cambio. El origen de esta resistencia trata de explicarlo Lakoff gracias a dos ideas sobre lo que él denomina «marcos mentales» y que a mí me parecen muy potentes y de las que ya hemos hablado en algún otro artículo. Estas serían:
Por un lado, que la gente no toma decisiones en función de sus intereses personales sino en función de sus ideas, aunque estas puedan ir en contra de aquellos. Es, por lo tanto, una cuestión de identidad. Así lo recogía en otro texto para este mismo diario:
Y ya sabemos qué ocurre con la identidad, que se sitúa en primer lugar por encima de hechos o argumentos, la identidad es lo que decanta cómo son recibidos e interpretados estos hechos (aunque vayan en contra de la persona que los recibe). Así se explica lo que ocurre en política o en la afición futbolística en la que un mismo hecho puede ser percibido de forma positiva o negativa en función de si afecta a las personas con las que comparto mi identidad o en contra de quienes la construyo (el equipo contrario o el partido político opuesto).
Y, por otro lado, que es el lenguaje el que nos permite acceder a estos marcos que orientan la idea de lo que denominamos «sentido común». Acceder a nuevos marcos requieren un uso de un nuevo lenguaje. Esto sería: “Pensar de modo diferente requiere hablar de modo diferente”.
En definitiva, podemos sintetizar todo este problema del cambio de mentalidad en la frase tan popularizada de que “dato no mata relato”.
El análisis que de esto hace el artículo con el que iniciaba este texto aporta a mi juicio una perspectiva muy interesante.
En primer lugar, plantea la ruptura con una idea bastante asentada y que, en mi opinión, nos hace flaco favor a la hora de diseñar estrategias realistas que conduzcan al cambio de mentalidad en las personas que mantienen estos discursos: los negacionismos no son producto de la ignorancia. Su naturaleza es más profunda y está vinculada a procesos psicológicos parecidos a los que ocurren ante un duelo en el que la primera fase es la negación. Pero en los discursos negacionistas, esta se convierte en una afirmación y, por lo tanto, pasa automáticamente a formar parte de esta “identidad” de los sujetos de la que hablábamos y que rige la interpretación de las nuevas informaciones que reciben.
La ignorancia ignora, no niega. La negación, lo sabemos, puede ser una defensa instintiva frente a un trauma, tal y como nos enseña la psicología: es, de hecho, la primera fase de casi todos los duelos: la negativa a aceptar la muerte de un ser querido. Pero el negacionismo es otra cosa, pues convierte la negación en una afirmación, en una forma activa, afirmativa, de intervención en el mundo. Puede beneficiarse de la ignorancia, desde luego […]
Alba Rico, 2023
En segundo lugar, está el asunto de que las teorías negacionistas se basan en sistemas de conocimiento que a menudo incorporan elementos verdaderos para respaldar sus afirmaciones. Es decir, aunque estén asociados a teorías conspiranoicas disparatadas, tienen algún vínculo con elementos verdaderos que permiten asimilar el relato fantástico. Digamos que estas verdades representan “la puerta de entrada” a la fantasía posterior.
Y esto nos lleva directamente al problema educativo. La esencia de lo que a este respecto plantea el autor es sobre la naturaleza y la confiabilidad de nuestros conocimientos y creencias. Los negacionistas niegan ciertos hechos aceptados. A menudo se dice que simplemente «niegan la realidad», pero la realidad y lo que llamamos «hechos» son cuestiones terriblemente complejas que no son experimentados directamente por los sujetos en la mayoría de las ocasiones. Muchos de nuestros conocimientos no provienen de experiencias directas, sino de fuentes de información que consideramos confiables, como lo que nos enseñan nuestras familias o la escuela. Por ejemplo, sabemos sobre eventos históricos, como la caída de Constantinopla o el Holocausto, no porque hayamos estado allí, sino porque confiamos en las fuentes que nos han enseñado sobre estos eventos.
A esto hay que sumarle que el conocimiento no es algo estático, sino que está vivo y en constante evolución. En palabras del autor, “en 1850, por ejemplo, los niños ingleses «sabían» que el mundo había sido creado por Dios en siete días hacía 4004 años y durante el mes de octubre; y que el último día había creado a los humanos, primero al hombre y después a la mujer.”
Por lo tanto, el asunto crucial aquí es cómo determinamos qué fuentes son autorizadas y cómo construimos y validamos nuestro conocimiento.
Y aquí es donde entra la dimensión política e ideológica de todo conocimiento que algunos insisten en negar (¿sería negacionismo esto también?) en pro de la mitificación de una supuesta objetividad que otorga un escalón superior al conocimiento y que, paradójicamente para sus defensores, es también una cuestión ideológica.
Los negacionismos y las teorías de la conspiración no surgen de la ignorancia pues, sino que son cuestiones eminentemente políticas también con una clara intención de influir en la comunidad y en la construcción social de la realidad.
Es en este punto donde me parece muy interesante conectar otra idea que leí en una novela y que el autor denomina la “falacia del eureka”:
Eso es lo que llamo la «falacia del eureka». Es una peculiar ilusión que da total credibilidad a lo que cree que ha descubierto por sí mismo.
—¿Qué falacia?— La pregunta provino de diferentes direcciones.
—La falacia del eureka. Es una palabra griega que, más o menos, se traduce como «lo encontré» o, en el contexto en el cual la estoy usando, «he descubierto la verdad». La cuestión es…— Gurney habló más despacio para enfatizar su siguiente afirmación—. Las historias que cuenta la gente sobre sí misma parecen retener la posibilidad de ser falsas. En cambio, lo que descubrimos por nosotros mismos nos parece la verdad.
(Verdon, 2011, p. 36-37)
Esta idea me parece muy potente para comprender algunas cosas. En primer lugar, que en esto que denominamos la sociedad de la información, donde tenemos a nuestra disposición cantidades ingentes de esta, es muy fácil sentir que hemos tropezado con una «verdad» que el resto del mundo no conoce o ignora. Este destello de iluminación, una epifanía que creemos haber descubierto por nosotros mismos, sería una «falacia del eureka». Cuando navegamos por internet y nos topamos con una pieza de información que parece desafiar el conocimiento convencional, hay una sensación embriagadora de haber descubierto algo valioso por uno mismo. Esta revelación se siente auténtica, y la conexión emocional que forjamos con ese «descubrimiento» la hace inmediatamente creíble. Es similar a un «momento eureka» personal, donde creemos haber hallado una verdad oculta.
Por otro lado, las redes sociales desempeñan un papel crucial a la hora de amplificar esta falacia. Utilizan algoritmos que nos muestran contenido basado en nuestras preferencias y creencias previas. Así, si yo muestro interés en una determinada teoría conspirativa, estos algoritmos inundarán mi feed con información similar, reforzando esta creencia, amplificando y validando la sensación de un «descubrimiento» propio.
Esto, en esencia, crea cámaras de eco donde raramente nos exponemos a puntos de vista o información contradictoria. El resultado es un refuerzo de la «verdad» autodescubierta, solidificando aún más nuestra creencia en ella.
Si a esto sumamos la desconfianza creciente en los últimos años hacia las instituciones científicas, gubernamentales, mediáticas, … que algunos discursos se empeñan en acrecentar. Es muy fácil pensar en escenarios en los que muchas personas sienten que sus hallazgos en, por ejemplo la web, son más confiables que las declaraciones de reconocidos expertos y expertas. De nuevo vemos aquí la «falacia del eureka», ya que se da más credibilidad a las «verdades» descubiertas personalmente que a las fuentes tradicionalmente establecidas.
Pero las redes sociales no solo nos brindan información, sino también comunidades. Y estas actúan como espacios de validación, donde los individuos con creencias similares nos reunimos, compartiendo y reforzando nuestras perspectivas.
Aunque la formación de comunidades tiene aspectos muy positivos, estas puedes ser un problema según su interés constitutivo y si esas comunidades perpetúan y magnifican información no fundamentada o basada en “creencias ideológicas” (Elster, 1988).
Bueno pues hoy sigo con la arqueología, que me ha llevado al ensayo que hice para una asignatura de @miguelsola69 (espectacular como todo lo que hace) cuando estudiaba 2º de Psicopedagogía… prácticamente ayer 😂
Las «creencias ideológicas» 👇🏻 pic.twitter.com/HRy3kSMEV6
— Manuel Fernández Navas (@nolo14) August 9, 2023
Reconocer esta «falacia del eureka» y su relación con el negacionismo moderno y, especialmente, el negacionismo en educación es esencial para la salud de nuestro discurso público. Sin embargo, esta misma falacia podría ser la clave para abordar y potencialmente revertirlo.
¿Qué pasaría si en lugar de acudir a datos y hechos, nos centráramos en una estrategia tal vez más efectiva, dando las condiciones y elementos a las personas para «descubrir» la verdad por sí mismas, permitiendo que la información sea vista no como una imposición, sino como un hallazgo personal y, por lo tanto, más creíble?
En un mundo donde cualquier «verdad» parece estar a solo un clic de distancia, es un recordatorio de que el «cómo» presentamos la información es tan crucial como el «qué» estamos presentando.
La «falacia del eureka» podría ser, paradójicamente, tanto una barrera como una herramienta para el cambio de pensamiento. Pero, sobre todo, un recordatorio de que el pensamiento de los profesionales de la educación no dista tanto de cualquier otra construcción hecha por alguien que no sea un profesional del gremio: se basa en la idea que tenemos de qué significa ser docentes y esta es una construcción que hemos hecho con todos los sesgos ideológicos, de la experiencia, …
Cuestionar y reconstruir esta identidad docente de los profesionales educativos usando sólidos conocimientos pedagógicos para ello, es la tarea pendiente de nuestra época si queremos que se produzca un cambio educativo real en las prácticas. Ya que, llegados a este punto, siempre me acuerdo de esta otra cita:
Había aceptado desde hacía mucho tiempo un principio cognitivo contraintuitivo: no creemos lo que pensamos porque vemos lo que vemos, sino que vemos lo que vemos porque pensamos lo que pensamos.
(Verdón, 2013, p. 311)
Referencias
Alba Rico, S. (2023). Negacionismos y democracia. Público. Recuperado de: https://blogs.publico.es/dominiopublico/54869/negacionismos-y-democracia/
Elster, J. (1988). Uvas amargas: sobre la subversión de la racionalidad. Editorial Península.
Verdón, J. (2011). No abras los ojos. Roca Editorial
Verdón, J. (2013). No confíes en Peter Pan. Roca Editorial