Se llamaba Marina y tenía veintisiete años, cinco de los cuales había estado opositando para ser Maestra de Educación Primaria en la ciudad de Madrid (disculpen quienes leen esto mi madridcentrismo, es lo que tiene basarse en hechos reales). Finalmente le dieron una plaza en un colegio en el centro de la ciudad, uno de esos que tienen preciosos edificios antiguos de empinadas escaleras y amplios ventanales. Era también uno de esos donde a menudo recalan docentes que permanecen durante décadas aprovechando las buenas comunicaciones que tienen los núcleos de las ciudades.
Marina fue bien recibida en cuanto llegó a un claustro en el que el que menos, tenía quince años de antigüedad en el centro. Exhibía esa dulzura que se les presupone a las maestras y que tantos quebraderos de cabeza nos dan a las que no la traemos de serie, y también ese arrojo que se les desea a las nuevas, a las que se sabe que van a heredar el castillo. Era la mezcla perfecta de pasión, vocación y entusiasmo que entra por la puerta de los colegios y sacude a esos claustros apolillados y hastiados que se han mudado a vivir bajo el techo del “siempre lo hemos hecho así”. Marina era una maestra que había llegado para no dejar a nadie indiferente.
Durante las primeras semanas, sus compañeras la observaban con recelo. Cómo se nota cuando una es nueva, cuando no tiene familia, ni hipoteca, ni un marido apoltronado en el sofá, pensaban. Cómo se nota que la chica tiene tiempo y tiene ganas, porque eso nadie lo pone en duda, la de horas que echará ahí, metida en esa clase aún desnuda, llena del final del verano, de los primeros días en los que todo el mundo está descansado. Qué hará, se preguntaban, tanto recortar, tanto plastificar, tanto amontonar. Qué será eso que tiene preparado para colgar de las puertas, de las paredes, de las columnas. Por qué tendrá las mesas colocadas en grupos, por qué esos colores, qué significarán esas palabras que no se entiende ni en qué idioma están.
Qué hace un sombrero colocado encima de su mesa.
Y esa capa.
Y esa escoba.
Marina no solo era entusiasta en el colegio: era entusiasta por definición. Entusiasta de muchas cosas, de la buena música, de las tapas de los restaurantes que visitaba cada fin de semana, de correr cerca del río Manzanares, del cine y de la literatura. De una, concretamente: de las sagas. Y de entre esas sagas, no había duda, se quedaba con Harry Potter, ese mago obrado por la británica J.K. Rowling que conquistó el corazón de cientos de miles de niños, niñas y adolescentes en los 2000. Esos mismos que ahora, entre otras cosas, son maestros y maestras.
Colegio tras colegio, Marina había llevado su pasión por la saga de Potter en forma de un complejo entramado basado en la serie: para quien no la haya leído, Harry Potter aparece en los libros como un pequeño mago que tiene la especial cualidad de haber sobrevivido al intento de asesinato del mago más fiero y peligroso de todos los tiempos gracias a la interposición de su propia madre entre la varita asesina y él mismo. Conocido como “el chico que sobrevivió”, su periplo comienza llegando a Hogwarts, el colegio de magia y hechicería al que van todos los magos y brujas en edad de formación y en el que se desarrolla gran parte de la acción de la saga gracias a la colaboración de sus amigos, amigas y docentes.
El hecho de que Hogwarts fuera un colegio había inspirado a Marina, como a muchos otros maestros y maestras, para crear una realidad mágica en su aula. Divididos los niños y niñas por casas, como en la saga, con sus colores e insignias, como en la saga, los ejercicios de Lengua, los problemas de Matemáticas, las tareas artísticas y las investigaciones científicas estaban repletas de hechizos y pócimas, de luchas contra malvados dementores y peticiones de ayuda a nobles aurores, de peligrosos mortífagos y adorables muggles que, aunque no se enterasen de mucho, requerían de protección.
Aquel alegre revoltijo de palabras y elementos que los niños y niñas pronunciaban por pasillos y escaleras trajo consigo una petición a la dirección de los libros de la saga para la biblioteca que, aunque solo quisieron leer los aficionados a la lectura, resultó todo un logro para Marina y sus pequeños hechiceros. Llegó diciembre y la clase Potter invitó al resto de las clases a una exposición en la que se mostraron algunos de los logros que, gracias a las gamificaciones preparadas por la profesora, habían conseguido las diferentes casas, esto es, los diferentes equipos formados en el aula. Marina y la potterización habían llegado para quedarse.
Cuando el tercer lunes de enero Marina no entró por la enorme puerta ni llenó de anécdotas del fin de semana la sala de profesores, todo el mundo preguntó por ella. La directora narró con cara de circunstancias el sábado de Marina, ese en el que la joven maestra corría siguiendo la vereda del río Manzanares según su costumbre cuando una baldosa mal pavimentada se movió y ella se precipitó al suelo, fracturándose en la caída algunos huesecillos de la mano. Una caída tonta que había derivado en una operación y en un parte de baja de no menos de tres meses. Un trimestre sin Marina pero con Leire, la tímida joven que asomó a los pocos minutos con una hoja de nombramiento para sustituir a la accidentada. Todo el claustro respiró tranquilo: Leire era una continuación de Marina que apenas iba a suponer cambio para los niños y niñas para las familias, una maestra joven, formada, entusiasta, amante de los juegos, de la buena música, del cine y la literatura.
Solo había un pequeño problema. Leire jamás había leído a Harry Potter.
La maestra joven, formada, entusiasta, amante de los juegos, la buena música, el cine y la literatura que traía toda la formación pedagógica, toda la autonomía didáctica y toda la experiencia docente que se podía tener a su edad, no supo por dónde empezar cuando entró a aquella clase en la que los niños y niñas, repuestos del susto inicial por no ver a su profe, se adaptaron al cambio y empezaron a preguntar que si los puntos que habían quedado pendientes de Slytherin finalmente se iban a repartir en ese momento o no, que si habría algún reto Avada Kedavara esa semana o que si, por el contrario, habría algún Alohomora que pronunciar para abrir una nueva puerta. Leire solo supo encogerse de hombros.
Aquel primer día fue demoledor para ella, pero no menos extraño fue para los niños y niñas. Acostumbrados a una maestra que se armaba de varita y capa y lanzaba hechizos impronunciables para explicar la morfología y las fracciones, se vieron delante a una maestra que desconocía sus códigos, a quien la capa le quedaba muy larga y se le olvidaba coger la varita. Una maestra que preguntaba a cada minuto que qué significaba esto o aquello mientras pasaba desesperada páginas de la programación.
Ciertamente, la programación recogía una descripción pormenorizada de cómo acceder a los espacios virtuales, cómo trabajar con libros, cuadernos, fichas y juegos, pero no incluía todo el mundo mágico, tejido a través de cientos de páginas noveladas, que Marina había construido en base a su experiencia. Por más que Leire quería saber, quería entender, los días se sucedían y todo se llenaba una y otra vez de términos extraños, imágenes confusas e historias interminables que no tenía tiempo material de leer. Simultáneamente, trataba de conocer a sus alumnos y alumnas, sus dificultades y necesidades, sus problemas y fortalezas, y las del claustro, y las de las familias, que recelaban de esta maestra que venía a cambiar la dinámica con la que había empezado el curso.
Las semanas siguieron pasando y Leire se sorprendió encontrando por internet a cantidad de maestras y maestros a lo largo y ancho del planeta que habían elegido un “ecosistema Potter” para llenar sus aulas justificados en interminables disertaciones sobre el valor de los intereses de los niños y niñas. En su innata inclinación por la fantasía, la magia y los personajes de saga. Trató de acoplarse a la dinámica del grupo, aunque por su falta de experiencia en la materia, la capa y la varita se quedaban cada vez más tiempo encima de la mesa y otras formas de funcionar se proyectaban en la pantalla y las pizarras. Y los niños y niñas, poco a poco, se acostumbraban a llamarse por sus nombres y no por el de sus grupos, a utilizar otras palabras cómplices y otros juegos grupales. Las familias comentaban que la maestra parecía haber entendido al grupo y que el grupo parecía haber comprendido a la maestra, y el claustro se acostumbró a que no hubiese explicaciones de lo que allí se hacía, porque no se necesitaban.
Pasaron los meses y un día, Marina anunció que volvía al centro. Con pena, pero también con cierto alivio, Leire se despidió del que había sido su colegio durante ese trimestre. Como indica el procedimiento, se presentó el día en que Marina se incorporaba para conocerla y despedirse también de ella deseándole una feliz incorporación. Cuando ambas maestras se encontraron, Marina abrazó a Leire mientras le preguntaba:
– ¿Has tenido algún problema con los niños? Seguro que no, si al final todo consiste en adaptarse a sus intereses innatos.
Leire negó con la cabeza indicando que no había tenido ningún problema con ningún interés innato de los niños, y no mentía: todos los problemas que había tenido habían surgido al intentar adaptarse no a los intereses de los alumnos, sino a los intereses de una adulta.
A los de su maestra.
3 comentarios
Muy buen redactado.
La moraleja del relato me ha hecho meditar .
Gracias por invitarme a ello, Paula Bloom.
suerte de ese cole de tenerte entre ellos. Me ha llamado la atención lo de la autonomía pedagógica porque creo que es algo que está desapareciendo «por el bien de la línea de escuela»
Toda la razón…desde el primer momento que entras en un aula debes ver con ojos de niño y niña…y a partir de ahí,estructurar tu hacer…incertidumbre constante,pues,asi son ellos y ellas!💜