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En octubre de 2023 llegan casi al mismo tiempo a las salas de cine dos películas españolas muy diferentes entre sí, las dos inspiradas en hechos reales, que no es lo mismo que basadas, por lo que el resultado final es gracias a los guionistas que las concibieron. Por un lado, la película Chinas (2023), dirigida por Arantxa Echevarría, que también firma el guion, nos muestra a dos familias del distrito de Usera, «un barrio obrero y trabajador antes de que fuera Chinatown», en palabras de la periodista Ana Rosa Quintana el pasado 15 de mayo cuando recogía la Medalla de Oro de Madrid.
Las dos familias tienen una característica en común, que sus tres hijas son chinas, las tres interpretadas magistralmente por actrices debutantes. Una de ellas es adoptada y, se entiende, que se acaba de cambiar de escuela por algún conflicto en la anterior (sin amigas, con indicios de acoso). En la nueva clase coincide con otra niña china de nueve años, que vive con su hermana de 17 años, que aún va al instituto, y con sus padres, que emigraron a España hace dos décadas desde China, y regentan un bazar en el que ayudan esporádicamente las hijas, quizás más a menudo de lo que deberían. Echevarría coloca la cámara para que los espectadores observemos el día a día de estas personas, con situaciones cotidianas que denotan los problemas de integración y, también, de identidad, en un contexto donde la sociedad también las pone a prueba independientemente de su origen.
El largometraje está plagado de acciones de microracismo, algunas muy sutiles, casi imperceptibles (como no comprender sus costumbres o querer que asimilen las nuestras), y otras que no tienen nada de micro. Cuando llega la nueva alumna a la clase, con el curso ya comenzado, la profesora tiene la genial idea de cambiar de sitio a una niña para que se pueda sentar con otra niña de origen chino, sin pensar qué sentido tiene, vislumbrando la falta de capacidad de gestionar la diversidad por parte del profesorado, como queda evidente en otra escena en que se reúne con la madre y le habla alto cuando ésta le pide que hable despacio, con un actitud en que claramente realiza un prejuicio sin conocer los antecedentes. También aparece otro comentario habitual y discriminatorio, la expresión «chinita», por parte de los compañeros, o el uso de la expresión «ir al chino» para referirse al bazar. Y, con toda naturalidad, la cajera del supermercado dice en alto «los chinos por esta caja y las personas por la otra» y no pasa nada, como si fuera normal, perpetuando la discriminación y un trato indigno. Los comentarios racistas y homófobos de las jóvenes que atracan el bazar y violentan a la madre denotan un comportamiento grupal peligroso e intolerante.
Echevarría apunta algunos aspectos asociados a la identidad (debe la niña adoptada aprender chino, por ejemplo, y si lo hace, lo hace por decisión propia o por la decisión de los padres adoptivos), también sobre oportunidades y condiciones de trabajo. En ese sentido, la película evidencia los problemas asociados en la Comunidad de Madrid con los horarios de apertura de las tiendas, que golpea especialmente al pequeño comercio, especialmente los negocios familiares, lastrados por las largas jornadas de trabajo, los pocos días de descanso y los pequeños márgenes del negocio, que obliga a un gran esfuerzo por parte de la familia. Destaca especialmente la interpretación y complicidad de las dos hermanas en la ficción, Shiman Yang y Xinyi Ye, que han pasado una parte de su infancia ayudando en el bazar de los padres, realizando labores de traducción (el padre prácticamente no habla castellano, a pesar de los más de veinte años que reconoce que lleva en el país). En el caso de la mayor, se encara a sus progenitores por la responsabilidad que ha tenido durante largo tiempo al tener que acompañar a los padres a cualquier actividad importante, sea con proveedores, gestoría o bancos, por ejemplo, para realizar tareas de traducción y mediación.
La revelación de la película es justamente Xinyi Ye, que debuta como actriz tras contestar a uno de los anuncios de la productora que corría en una de las redes sociales más utilizadas por la comunidad china. La joven deberá lidiar, además de con los problemas citados, con los problemas asociados a los de su edad, 17 años, y todo lo que supone en cuanto a relaciones de amistad y de integración en el grupo. En la película presenciamos algunos de los peligrosos retos que se han popularizado entre los jóvenes, como el juego del muelle o del carrusel (a modo de ruleta rusa sexual), con resultados que pueden conllevar la transmisión de enfermedades o embarazos no deseados. Con el agravante de que todo se capta con el móvil y queda subido en las redes sociales, sean videos o fotos. La presión social lleva a los jóvenes a realizar acciones con las que no están de acuerdo a cambio de aparentar para un efímero postureo o la aceptación en el grupo.
Precisamente, de cómo las redes sociales nos están cambiando es un buen ejemplo la otra película a la que hacíamos referencia: Me he hecho viral (2023), dirigida por Jorge Coira, y protagonizada por Blanca Suárez en el papel principal. La guionista de la película, Araceli Gonda, parte de una noticia real, en la que una mujer descubre en un vuelo la infidelidad de su marido al revisar su móvil mientras duerme. Su airada reacción en el avión es grabada por otros pasajeros y el vídeo se hace viral en redes, con la complicidad de los programas contenedores de televisión, ávidos de carnaza de este tipo. Programas que se apuntan a todas las campañas de antiacoso, pero que lo fomentan de forma asidua en sus noticias. El colmo de este comentario es que, para dar más verosimilitud en el relato, en la película participan periodistas muy conocidos de la televisión que comentan el vídeo viral en redes en la ficción, sin pensar en las repercusiones o el perjuicio al que pueden someter a la infortunada, en este caso. Sin tener en cuenta los riesgos de salud mental que conlleva, ni las consecuencias de sus acciones ante una responsabilidad tan grande como es un medio de comunicación de gran audiencia.
La película evidencia el papanatismo de la sociedad actual, que admira o se burla de algo o alguien de una manera simplista, poco crítica ni con la persona, ni con las consecuencias a las que podamos contribuir. Todos quieren hacerse fotos con la archifamosa #locadelavión, sin pedir permiso en la mayoría de los casos, con la, supuestamente, ilusión de tener la recompensa de más «me gusta» en sus redes. Da la sensación de haber construido un monstruo que se nos está comiendo. Aunque también te puedes reír de él y aprovecharte, como lo hace en sus redes sociales Daniel Fernández, que se ha hecho viral desde hace un par de años con vídeos de humor en los que caricaturiza los consejos de supuestos influyentes. Fernández debuta en el cine en esta película interpretando al hermano de la loca del avión, en el papel de un gamer de profesión, que se pasa el día jugando por ordenador, durmiendo en el sofá de la casa de su hermana.
La chispa entre los dos hermanos y la actuación verosímil de Blanca Suárez está complementada con actuaciones secundarias relevantes, como la de su padre, interpretado por Miguel Rellán, y la del hijo del fallecido compañero de habitación en el asilo de Rellán, interpretado por Enric Auquer, con el que tendrá nuevas confusiones y malentendidos que estirarán la crisis reputacional de la protagonista. La loca del avión verá como es despedida por la empresa en la que trabaja por la presión mediática (los programas y periodistas acosan a la empresa para que opinen sobre su empleada), en lo que supone una reflexión muy interesante sobre las repercusiones de lo que haces y/o opinas en tu vida privada y cómo te puede afectar en tu vida profesional. Y, al revés, también se da, o se debería dar si no fuera por las necesidades económicas. A la pregunta de si trabajarías en una empresa en la que los propietarios o los directivos son fascistas, o son racistas, o son xenófobos, lo primero que nos viene a la cabeza es la expresión acuñada por Daniel Fernández: regulinchi.
A lo largo de la película se aprecia otra constatación permanente: la aceptación social de beber alcohol de forma no saludable. La primera constatación sucede en el mismo avión, puesto que se puede considerar que el alcohol sería un agravante de la reacción impulsiva y violenta al descubrir que su pareja la está engañando. Asumimos con normalidad que no pasa nada por emborracharte en el mismo avión por el alcohol que te suministran, y que acabes vomitando en el pasillo. Una vez vuelve a su casa en Madrid, la forma de olvidar las penas es, de nuevo, emborrachándose con las amigas, unas divertidas Cristina Gallego y Esperanza Guardado, entrañables y contundentes en sus gags. El alcohol fluye a lo largo de toda la película, como cuando la protagonista llega conduciendo en su moto a una cena, de la que sale borracha y es el espectador el que debe suponer que volverá en otro medio de transporte porque no está en condiciones de conducir, de hecho, el padre, que era su acompañante, le propone ir a tomar una última copa. Esto es lo que aceptamos como normal. El alcohol o, lo que es peor, el abuso del alcohol como condición de pasarlo bien.
La denuncia del ciberacoso que sufre la protagonista se muestra en escenas de comedia, pero las evidencias son contundentes, como cuando explica a las amigas la gran cantidad de fotos de miembros viriles que está recibiendo en las redes sociales. La reflexión que deberíamos hacer es hasta qué puntos somos cómplices cuando pulsamos la opción de «me gusta» o ayudamos directamente en la viralidad del acoso… o cuando vemos determinados programas de televisión. En la anterior película del director Jorge Coira, la impactante Código Emperador (2022), en ese caso con guión de Jorge Guerricaechevarría, ya ficcionaba sobre la corrupción sistémica en la sociedad, con ejemplos de políticos, policías y jueces. ¿Se imaginan vivir en una sociedad que hubiera políticos, policías y jueces que fueran corruptos? Si la respuesta es sí dale al «me gusta» … y si es que no, pues también.