El dilema de la educación democrática
Hace algunas semanas se levantó un pequeño revuelo alrededor de un curso de astrología que se ofertaba, al parecer, dentro del programa de formación del profesorado promovido por la Consejería de Educación de la Comunidad Autónoma de Murcia. Con toda razón, el filósofo Gregorio Luri se sumó a las voces que denunciaban la inclusión de una notoria pseudociencia entre los programas formativos dirigidos a la actualización del profesorado.
He buscado en la web del centro de profesores que coordina los cursos y no he conseguido encontrar el curso denunciado. Quizás las protestas han obligado a cancelarlo y, si es así, me congratulo del éxito en la protesta. Sí he encontrado, en cambio, otro de los que suelen provocar las críticas de Luri (ver La escuela no es un parque de atracciones, Ariel 2022): “Mindfulness en educación”, dirigido a profesorado de enseñanza secundaria. No entraré a discutir si el mindfulness debe ser considerado pseudocientífico al mismo título que lo es de forma evidente la astrología, porque no es ese el tema aquí, ni yo me considero particularmente competente para juzgarlo. Lo pertinente es que Gregorio Luri forma parte de un influyente grupo que comparte la idea de que la introducción de este tipo de contenidos en la formación docente es el resultado de la banalización de los contenidos académicos rigurosos y de los procedimientos de enseñanza, derivada de los procesos de reforma educativa iniciados por la Logse (1990) y que las sucesivas leyes educativas (Lopeg, 1995, que no se llegó a aplicar; LOCE, 2002; LOE, 2006; Lomce, 2013; Lomloe, 2020) no habrían modificado en el punto esencial que justifica la crítica, en especial las promovidas por gobiernos del PSOE, que son mayoría.
Ese punto esencial puede ser expresado así: el sistema educativo de los países democráticos está sometido a una doble tensión entre, por una parte, la ampliación del acceso a la educación a un número cada vez mayor de la población (potencialmente a la totalidad, lo que supondría la realización del ideal de la plena democratización de aquel acceso); y, por otra, el mantenimiento de la exigencia del máximo rigor en la selección de los contenidos curriculares y de los procedimientos evaluadores del alumnado, lo que tendría como consecuencia inevitable el “fracaso” de una parte del alumnado, pues parece obvio que ni todos disponen de igual capacidad ni todos están dispuestos a desarrollar el esfuerzo que se requiere para adquirir el aprendizaje que una educación rigurosa, sobre todo en las etapas superiores, exige. Como dice el viejo refrán: Quod natura non dat, Salmantica non praestat.
La crítica del grupo que vengo identificando con la posición de Luri defiende que las reformas educativas resuelven este dilema concediendo prioridad al primer factor a costa del segundo, o sea, rebajando los niveles de exigencia, tanto en contenidos como en criterios evaluadores, para hacer posible la progresiva ampliación del acceso a la educación a toda la población. Además, atribuyen esa decisión a la influencia de lo que denominan las “nuevas pedagogías”, las cuales, partiendo de una concepción ingenua y paternalista de la infancia (y se supone que, por extensión, también de la adolescencia), presionan a favor de una concepción de la educación que elimina el esfuerzo y la responsabilidad del alumnado, niega lo que hay de dificultad en todo aprendizaje de conocimientos verdaderamente valiosos, anula la autoridad del profesor y pretende reducir la actividad escolar a una serie de juegos divertidos (de ahí la metáfora del parque de atracciones del título de la obra de Gregorio Luri).
Crisis de la educación y discurso antipedagógico
En realidad, esta crítica de la transformación de las instituciones escolares, cuya virulencia se ha acrecentado en los dos o tres últimos decenios, se lleva arrastrando, al menos, desde finales de la segunda Guerra Mundial. Un problema que, me atrevo a decir, sigue siendo para nosotros el problema por excelencia de la educación democrática, por eso se puede decir que desde entonces el sistema educativo entró en una crisis de la que aún no ha acertado a salir. El análisis en profundidad de este problema supera con mucho los límites de este artículo. Por ello, de los, al menos, tres grandes temas que se requiere abordar para concebir una solución, dos no serán afrontados aquí: ni el que obligaría a revisar los fundamentos antropológicos, sociológicos y psicológicos que justifican (o descartan) la hipótesis de un acceso universal y potencialmente exitoso a una enseñanza común; ni el que, complementario del anterior, opone el modelo de un sistema de enseñanza comprensivo a otro segregado. En esta ocasión me limitaré tan solo a afrontar un tercer tema: la responsabilidad de las llamadas “nuevas pedagogías” en el diseño de las reformas educativas, tomando como referencia las españolas.
Elijo centrarme en este tema porque me parece constatable, y preocupante, la recepción favorable en una parte importante del profesorado, en especial en secundaria, de un tipo de “discurso antipedagógico” que en mi opinión no hace otra cosa que reforzar determinados prejuicios e inercias muy arraigadas en ese profesorado, al tiempo que reduce toda “pedagogía” (nueva o vieja) a una simple caricatura. Creo que Gregorio Luri, aunque discrepo de sus tesis que en buena medida alimentan también el antipedagogismo, escapa de la simplificación caricaturesca cuando advierte de que no se trata de rechazar la pedagogía, sino de discernir entre la buena y la mala pedagogía. En efecto, de eso se trata y de eso debería discutirse y no de una incompetencia innata de toda pedagogía que justificaría el absurdo oxímoron de que la buena educación solo puede ser… ¡antipedagógica!
En cualquier caso, hay una cuestión previa por dilucidar: ¿Es cierto el poder que los antipedagogos atribuyen al gremio de los pedagogos en la implantación de las leyes y en las transformaciones de ellas derivadas? A este respecto, sí es cierto que destacados pedagogos participaron en los trabajos preliminares a la elaboración de la Logse, ley que marcó el modelo educativo que en general guía las leyes promovidas por gobiernos socialistas, que como ya se señaló son la mayoría de las aprobadas e implementadas. Ahora bien, también lo es que finalmente el modelo adoptado fue el llamado constructivismo, siguiendo la interpretación del psicólogo César Coll, con la colaboración de un equipo ministerial en el que ocupaban cargos directivos dos profesores de psicología evolutiva, Álvaro Marchesi y Elena Martí. En cambio, los pedagogos Ángel I. Pérez Gómez y José Gimeno Sacristán acabaron descolgándose del grupo de trabajo y posteriormente hicieron públicas posiciones críticas respecto de la ley aprobada y su proceso de implantación.
Presumo que los antipedagogos dejarán escapar una sonrisa ante esta distinción entre pedagogos y psicólogos, profesionales que, imagino, para la mayoría de ellos en nada se diferencian. Pero en cualquier caso, aunque incluyamos a los psicopedagogos como parte de los pedagogos, lo cierto es que no todos los pedagogos apoyaron la Logse. Y no lo digo solo por las diferencias entre los psicólogos y pedagogos aquí citados. De hecho, aunque no conozco estudios al respecto, es difícil creer que en los años noventa el constructivismo y el aprendizaje significativo fuesen el paradigma dominante en las facultades de Pedagogía y Psicología. Hay algunas razones para sospechar que probablemente lo eran ciertas corrientes derivadas del conductismo y la enseñanza por objetivos.
Por mi parte entiendo que uno de los grandes errores de la LOGSE fue pretender imponer desde la ley un determinado modelo didáctico, concediendo al constructivismo, en la variante desarrollada por Ausubel como aprendizaje significativo, el estatuto de paradigma científico incuestionable. Pero que no haya un modelo “científico” exclusivo no quiere decir que la práctica docente no precise adoptar recursos didácticos, organizados de acuerdo con uno o varios modelos pedagógicos.
La reforma, los pedagogos y las nuevas pedagogías
Es aquí donde reside el núcleo del problema. Las reformas educativas implantadas durante los últimos decenios en muchos países democráticos (no solo en España) han ido incrementando los años de enseñanza obligatoria y eso ha originado un conflicto que afecta en especial al profesorado de enseñanza secundaria. El tradicional profesorado de bachillerato ha visto cómo, en España (en otros países la reducción ha sido menor), ha pasado de impartir los siete cursos anteriores a la Ley General de Educación de Villar Palasí (1970) a los actuales dos. Ahora bien, tal como se señalaba explícitamente en la Logse, el enfoque que adoptar por parte del profesorado que ejerce su docencia con alumnado de las etapas obligatorias no puede ser el adoptado en el viejo bachillerato que, no se olvide, originalmente no era otra cosa que unos cursos de preparación, y selección, del alumnado para la incorporación a la enseñanza universitaria, durante mucho tiempo de acceso restringido a las clases pudientes. Si al viejo profesorado nunca se le reclamó, ni tampoco se le dotó de una formación didáctica (lo cual no quiere decir que de hecho no la necesitase, mi opinión es que sí), ahora esta se torna indispensable.
El profesor Pérez Gómez, en una comunicación personal, me señalaba que su principal discrepancia con la redacción finalmente adoptada por la Logse radicaba en considerar que, previo a cualquier cambio curricular, se requería un cambio en las prácticas docentes. Al invertir los pasos, se recurrió a una formación docente de emergencia que, como era previsible, acabó fracasando. Y, en ese fracaso, por cierto, seguramente no ocupa un lugar irrelevante la mala selección de los contenidos formativos que impartir, desde absurdas astrologías hasta artificios conceptuales que en muchas ocasiones rompieron de forma innecesaria con el lenguaje habitual de los docentes, como si el cambio en el lenguaje garantizase la modificación de las prácticas.
Complementariamente, otro error, subraya el profesor Pérez Gómez, fue forzar que el profesorado de bachillerato pasase a impartir clases en la ESO, porque esto originó una lógica reacción corporativa, al interpretarlo como un descenso de categoría. La solución debería haber pasado por abrirles las puertas hacia “arriba”, es decir, facilitar su acceso al cuerpo de profesores de universidad, promocionando en paralelo al profesorado de la vieja EGB a profesorado de la ESO (como de hecho se hizo, aunque solo de forma parcial).
Pues bien, yo me atrevo a afirmar que la virulenta reacción antipedagógica no tiene otra razón sino esta: la defensa del viejo estatuto del profesorado de bachillerato. En esta defensa, se ha acabado idealizando la figura de un docente al que no se le exigía otra cosa que un buen dominio de los contenidos disciplinarios, garantizados mediante la participación en un riguroso concurso oposición, después de lo cual el desarrollo de sus clases quedaba protegido bajo el amplio concepto de la libertad de cátedra. Un docente que gozaba del prestigio social que el propio Instituto de bachillerato mantuvo mientras fue un espacio socialmente privilegiado. De ahí obtenía su incuestionable autoridad, común en las viejas sociedades fuertemente jerarquizadas. Ese docente no concebía el fracaso en el aprendizaje de su alumnado como un fracaso propio. Al contrario, tenía interiorizado que su función era separar a los “buenos” alumnos o alumnas, merecedores de acceder a los estudios universitarios, de los “malos”. Incluso, especialmente en ciertas materias, se generó la idea de que suspender mucho era una marca tanto de la valía superior de la materia (solo accesible a unos pocos) como de la del propio profesor o profesora.
Pretender que ese docente y ese modelo de docencia, que en mi opinión ni siquiera era el mejor posible cuando el alumnado de los institutos de bachillerato era una pequeña selección de la población comprendida entre los 10 y los 18 años (el bachillerato previo a la Ley Palasí), sigue siendo válido cuando los centros de enseñanza secundaria reciben a la totalidad de la población entre los 12 y los 16 años, y a buena parte del período entre los 16 y los 18, es el error definitivo del discurso antipedagógico. Hacer recaer en el alumnado en exclusiva la responsabilidad de su éxito o fracaso escolar es, desde luego, un buen modo de eludir la propia responsabilidad como docentes.
Pero solo dotándose de poderosas y eficaces herramientas didácticas el trabajo en las aulas puede desarrollarse con éxito. Mientras grupos amplios del profesorado permanezcan seducidos por el melancólico y falaz discurso antipedagógico, que pretende convencerlos de que es posible y deseable permanecer aferrados a unas prácticas docentes que, si nunca fueron las mejores, en la actualidad solo pueden conducir a frenar los cambios que la transformación democrática de las sociedades reclaman, los grandes temas que deberían ocupar los debates en la sociedad y en la comunidad educativa (cambios en los contenidos curriculares, en los modelos didácticos, en los procedimientos metodológicos y evaluadores…) permanecerán secuestrados por el absurdo dilema entre pedagogía o antipedagogía.
3 comentarios
Una excelente explicación sobre por qué una parte del profesorado de Secundaria actual parece querer volver a los años 70 y se comporta de manera autoritaria y reaccionaria en los claustros y en las clases.
Excelentes reflexiones.
Añadiría que se debería reclamar a los detractores de la pedagogía, a qué se refieren cuando utilizan este término porqué la mayoría de veces está mal empleada.
Vaya churro de artículo: mucha información en la introducción, parece que va a hacer un análisis riguroso y de pronto resulta que se limita a dar una opinión personal sin nada que la sustente: la culpa es de la soberbia de los profesores viejos. Tela…