Delphine de Vigan alerta en su novela *Los reyes de la casa* sobre la alienación que implica una cultura digital basada en la inmediatez y la búsqueda de reconocimiento. Escenario en el que los populismos encuentran su hábitat natural y crean comunidades de fieles que, como en el caso del agitador español Alvise Pérez o el exitoso youtuber chipriota Fidias Panayiotou (hay otros en Chequia), les permiten obtener un escaño en el Parlamento Europeo sin programa electoral ni argumentos sólidos para gobernar. Con ellos están los ingenieros del caos (Da Empoli) que les proporcionan los medios para llegar a un público amplio y captar a sus devotos. Su capacidad de influencers crece a medida que decrece la de los referentes tradicionales (políticos, padres, intelectuales).
Hace tiempo que todos llevamos el conocimiento en el bolsillo y lo que antes preguntábamos a profesores o expertos, ahora lo dirigimos a Mr. Google, al influencer de turno o al chat GPT. Algunos son inteligentes y creativos, nos animan a leer, cocinar, investigar, practicar deporte o desarrollar hobbies artísticos. Pero, también los hay que enmascaran la realidad, borrando las dificultades, difundiendo mentiras y estigmatizando cada vez a más sectores de la población.
Un rasgo común es el lenguaje que utilizan, sencillo, con mensajes que tienen la complejidad del habla de un niño de 10 años. Hay una razón para hacerlo: las palabras simples son eficaces. Trump utiliza un tono conversacional, con tendencia al uso del lenguaje directo; una cuidadosa distribución de contrarios que fomenta la polarización: buenos/malos; mejor/peor; nuevo/viejo. Sus recursos estilísticos (signos de exclamación, mayúsculas) enfatizan el mensaje, que incluye insultos degradantes que exaltan el odio. Simplicidad y rapidez en sus soluciones como signo de dominio y ausencia de debate, muy al estilo de las redes sociales.
A estos factores hay que añadir otros elementos propios de lo digital y de la época. Por un lado, el anonimato que favorece que cualquier persona pueda decir cualquier cosa sin hacerse cargo de las consecuencias. Por otro lado, la suspensión del tiempo y el espacio, coordenadas de la modernidad. El tiempo se genera cuando hay alternancia: presencia/ausencia; lleno/vacío; interior/exterior. ¿Qué pasa cuando la presencia, lleno y exterior ocupan todo el espacio? Que existe el riesgo de que el sujeto se desconecte de sí mismo, deje de hacerse preguntas y acelere su dependencia del objeto y del influencer de turno. Esto hace que el tiempo subjetivo se empobrezca porque dependemos excesivamente del otro y, al no existir intervalos, el pensamiento no surge.
Finalmente, la erradicación de la memoria -externalizada a lo digital como si fuera el disco duro de nuestras vidas- es también un problema, porque la memoria no es solo un asunto de memorización automatizada de contenidos. La memoria permite disponer de un reservorio de hipótesis, palabras y conceptos que nos ayudan a interpretar el presente y que nos permiten afrontar el futuro asumiendo el pasado (memoria democrática).
Todos estos factores: anonimato e impunidad, aceleración e inmediatez y borrado del pasado sustentan una cultura digital del odio, base del éxito de estos influencers populistas. Conectan así con la angustia de muchos ciudadanos cuyos referentes culturales están en una profunda crisis. Los nuevos agitadores digitales ya no prometen lo imposible, anuncian lo peor porque saben que esta promesa de odio resuena con fuerza en el ciberespacio.