Memoria y enseñanza memorística
En la anterior entrega, se constataba de qué modo la evaluación actúa, por una parte, como un instrumento jerarquizador del valor que la comunidad educativa atribuye a las distintas áreas y materias escolares y, por otra, no independiente de la anterior, como un generador de inercias que dificultan cualquier cambio curricular. Se señalaba, además, que el modelo de evaluación tradicional, aún hoy mayoritariamente vigente, cronifica el fracaso escolar y convierte al alumnado en el exclusivo culpable de ese fracaso. Pero aún no se entraba en el análisis específico de los procedimientos y criterios de evaluación, que es lo que se pretende con esta segunda entrega.
Un lugar común en los discursos antipedagógicos que combaten el giro adoptado por las leyes reformistas puestas en marcha en España a partir de la LOGSE (especialmente las promovidas desde la izquierda) es el supuesto desprecio de la memoria que estas leyes estarían favoreciendo. Creo que, para aclarar este punto, es indispensable distinguir entre el papel de la memoria en el aprendizaje y la enseñanza memorística. El primero, considerado de manera general, nadie lo discute: sin el ejercicio de la memoria ningún aprendizaje es posible. Lo que sí se discute es qué función se atribuye al conocimiento memorístico dentro de los objetivos de aprendizaje y de qué modo se han de valorar, en los procedimientos y criterios de evaluación, los logros alcanzados por el alumnado en relación con esos objetivos. Cuando se denuncia, con razón, la enseñanza meramente memorística se señala que en los modelos tradicionales de enseñanza se ha venido usando de forma exclusiva un procedimiento evaluador -los exámenes orientados a medir la capacidad por parte del alumnado de reproducir determinadas definiciones y datos- que de hecho no son útiles para estimular un uso funcional de la memoria.
Esto lo sabe cualquier profesor o profesora, y por supuesto cualquier alumno o alumna. Bastaría aplicar (y esto se ha hecho en repetidas ocasiones) un nuevo ejercicio, sin aviso previo, sobre los conocimientos ya evaluados y superados en exámenes previos, para comprobar que buena parte de aquellos conocimientos ya no permanecen en la memoria. Esta es la debilidad de la enseñanza memorística: que se usa la memoria exclusivamente para aprobar unos exámenes, no para conocer realmente algo. Además, saber de memoria algo no implica conocerlo. Esta es una obviedad que no debería ser necesario recordar: saber lo que es una escala no es lo mismo que saber usarla, algo que igualmente podríamos decir de cualquier concepto gramatical o fórmula matemática. Nada de esto debiera resultar controvertible como punto de partida para cualquier análisis del problema de la evaluación educativa, sin entrar en otras cuestiones de fondo, como la llamada evaluación por competencias, que aquí no se va a tomar en consideración.
El aprendizaje significativo y el ChatGPT
Como es sabido, la teoría del aprendizaje significativo de Ausubel, que inspiró el modelo pedagógico de la LOGSE, pretende escapar de las debilidades derivadas del aprendizaje memorístico. De ahí su propuesta dirigida a garantizar que todo aprendizaje sea “significativo”, es decir, que no solo sea entendido en el sentido elemental de que el alumno o alumna comprenda el significado de lo que dice, sino que además lo sea en el sentido especial de que sepa cuál es su aplicación práctica o, en general, otras aplicaciones que vayan más allá del contexto limitado de dar respuesta a la pregunta de un examen. La pretensión debe ser que el aprendizaje cambie o enriquezca la visión que tenemos previamente de las cosas que son objeto de estudio.
De hecho, esa era la crítica que los defensores de las nuevas pedagogías, desde comienzos del siglo XX, venían lanzando contra la escuela tradicional: que no enseña para “la vida” sino que sus enseñanzas son útiles exclusivamente para progresar dentro de la escuela. La escuela, en sus distintos niveles, se convierte de ese modo en una institución autojustificada y encerrada en sí misma. Se va a la escuela porque “hay que ir” a la escuela (la asistencia es obligatoria), no porque en ella se vaya a aprender conocimientos cuyo valor se reconozca y se desee. Tal como está concebida, dominada por inercias instaladas desde hace mucho tiempo, tanto el profesorado como el alumnado que pretenden hacer de los centros de enseñanza algo diferente -un lugar donde experimentar la alta emoción de acceder a un conocimiento valioso, conscientemente reconocido como tal- se ven obligados a actuar a contracorriente. También navegan a contracorriente las leyes reformistas que (al margen de sus mayores o menores aciertos, que aquí ahora no estamos analizando) pretenden modificar aquellas inercias.
Tan solo con lo dicho hasta aquí debería estar claro que lo meramente memorístico no favorece una buena enseñanza. Mas hay otro factor que, también con razón, repiten los críticos de la enseñanza memorística: que en el contexto de la llamada Sociedad de la Información y de la Comunicación el papel de la memoria no puede ser idéntico al que pudo tener en el pasado. Esto se hace definitivamente evidente, para quien se resistiese a reconocerlo antes, con los últimos desarrollos de la Inteligencia Artificial (IA). El problema es que, como ya sabe la mayoría del profesorado (y como ya ocurría con sitios como el muy visitado “Rincón del vago”, todo un título que es en sí mismo un enunciado acerca de lo que piensa gran parte del alumnado sobre la escuela), todos los alumnos y alumnas, incluidos los universitarios (¡sobre todo!), está usando ya aplicaciones como el ChapGPT, obligando a recurrir a más o menos sofisticados medios de detección de aparatos electrónicos para impedir su uso en los exámenes. Probablemente un inútil esfuerzo por poner puertas al campo. En mi opinión, mejor sería aprovechar la nueva situación para arrumbar con los viejos, y nunca adecuados, procedimientos de evaluación basados en la memorización, una habilidad en la cual las máquinas siempre nos llevarán la delantera, para concebir y desarrollar nuevos procedimientos basados en el uso inteligente, creativo y crítico de los datos, esto sí, algo radicalmente humano.
La importancia del fracaso para el aprendizaje
Pero no se trata solo de nuevos procedimientos evaluadores. Se trata, sobre todo, de qué función se atribuye a la evaluación. Ya se señaló que el modelo vigente en España se orienta en exclusiva a la evaluación del alumnado, mientras que la evaluación del profesorado, del propio currículo y en general de todo el sistema, hasta ahora viene siendo prácticamente olvidada. No insistiré en este punto, que merecería algún mayor desarrollo. Lo que ahora quisiera resaltar es que, a pesar de los intentos de las nuevas leyes reformistas impulsadas desde la izquierda (no así la única aprobada por un gobierno del PP, continuista del modelo tradicional) de abandonar el examen y la evaluación cuantitativa como única fórmula, las inercias del profesorado, unidas al fracaso y escasa convicción aplicada en los cursos de formación dirigidos a adoptar los nuevos modelos contemplados en las leyes reformistas, han tenido como resultado que aquella fórmula resiste en la práctica, aunque luego se tenga que adaptar de una forma ritual a conceptos como el de la evaluación continua que, de hecho y en rigor, raramente se aplica.
No me interesa analizar aquí si la taxonomía introducida por las nuevas leyes, o la propuesta en manuales didácticos en las facultades de Pedagogía, es o no la más idónea. Creo que a menudo el debate terminológico ha acabado oscureciendo las cuestiones de fondo, que son las que aquí he querido apuntar. No creo que exista un único procedimiento de evaluación válido, sino que se pueden y se deben combinar varios. Por ejemplo, los cuantitativos, más objetivos pero limitados, y los cualitativos, más abiertos a interpretaciones subjetivas, pero también más capaces de integrar criterios dirigidos a detectar el desarrollo de capacidades, como el espíritu crítico o la creatividad, generalmente opacos para los modelos cuantitativos.
Pero me parece evidente que el modelo de evaluación tradicional que, como vengo señalando, persiste en la práctica de la mayoría de los centros educativos, especialmente en los de secundaria, precisa ser modificado por ser exclusivamente selectivo y punitivo. Por serlo, se pierde la que, en mi opinión, debería ser la función principal de la evaluación: la orientada a que el alumnado aprenda de sus errores y los corrija, desarrollando así su propia autopercepción sobre lo que sabe y lo que ignora. Con ello se obstaculiza la aceptación del fracaso dentro de las dinámicas del aula, condición sin la cual el aprendizaje difícilmente se produce. Pero, además, desencadena la ritualización mecánica de unos procedimientos y unos criterios (los exámenes tradicionales) que tienden a reforzar las inercias curriculares de las viejas jerarquías entre áreas y materias, las dinámicas en cuanto a la selección de los contenidos que favorecen la enseñanza y el aprendizaje memorísticos y, en fin, dificultan cualquier iniciativa de cambio.
La conclusión se hace evidente: o modificamos el modelo de evaluación que en la práctica se continúa aplicando en las aulas, especialmente en las de secundaria, o no habrá auténtico cambio curricular.