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Existen edificios, cuadros, canciones y ciertas manifestaciones artísticas que trascienden su condición primigenia y acaban convirtiéndose en símbolos polisémicos; esta multiplicidad de significados conlleva una gran diversidad de miradas y el reconocimiento de la obra por diversos estratos sociales, lo que favorece que permanezca viva a lo largo de varias generaciones.
L’Escola del Mar (1921-1938) es una de estas obras. En su haber cuenta con una innegable relevancia arquitectónica, la originalidad en su emplazamiento y un sistema pedagógico -vigente a día de hoy- que la hicieron mundialmente reconocida. Se podría comparar con un buen violín tocado por un magnífico intérprete.
Otra de sus facetas digna de mención es la vertiente sociológica pues, junto con otras escuelas aún existentes, fue representante de la decidida voluntad política del Ayuntamiento de Barcelona de escolarizar y coeducar pública y laicamente a miles de niñas y niños de las clases más desfavorecidas de la sociedad. Si me permiten seguir con el símil musical, diré que L’Escola del Mar formó parte de una orquesta muy bien dirigida y, probablemente, su prematura y trágica «muerte» bajo las bombas de la aviación fascista italiana no hiciera más que agrandar el vacío que dejó y convertir su silencio en uno de esos silencios contenidos en las grandes partituras que presagian el resurgir de la melodía.
No seré yo quien escriba en esta publicación sobre las esencias educativas y pedagógicas que justificarían levantar de nuevo este edificio, mi condición de arquitecto alcanza para hablar de arquitectura, que no es poco tratándose de un edificio escolar.
L’Escola del Mar fue concebida en 1920 por el arquitecto Josep Goday Casals que, junto con el pedagogo Manuel Ainaud y el médico Enric Mias formaban el equipo directivo de la Assessoría Tècnica de la Comissió de Cultura del Ayuntamient de Barcelona, órgano encargado de ejecutar el plan de escolarización de la ciudad que, desde 1916, impulsaba la Comissió de Cultura.
En tan solo tres meses, de marzo a junio de 1921, se erigió un edificio de nueva planta construido como si estuviera flotando sobre la arena de una de las playas de Barcelona, concretamente en la Platja dels Pescadors del barrio obrero de la Barceloneta; era una construcción de madera pensada para poder ser desmontada y trasladada -en aquellos años, hablar de un edificio de madera desmontable y trasladable era hablar de modernidad- que, sustentada sobre pilares de hormigón, quedaba desvinculada de la superficie inclinada de la arena para permitir el paso de las aguas embravecidas por las temibles tempestades venidas de levante (llevantades). Aunque inicialmente fue concebida como escuela para niños y niñas con problemas de salud, pronto (26 de enero de 1922) se convirtió en escuela bajo la dirección de Pere Vergés.
El génesis de la modernidad en este tipo de construcciones nacía de los avances en sectores como la investigación médico-sanitaria y las recomendaciones higienistas de una vida al aire libre, el ejercicio físico y los beneficios de prácticas terapéuticas como la hidroterapia, la talasoterapia o la helioterapia; se hacía patente en los desplazamientos terrestres y marítimos gracias al uso del vapor como fuerza motriz que permitía no solo acelerar los tiempos en asuntos comerciales o militares, sino también abrir la puerta a la socialización del turismo y, por supuesto, la modernidad también se ponía de manifiesto en la estandarización de los procesos industriales.
Bajo estos prismas, L’Escola del Mar pertenece al enlace entre familias arquitectónicas con una base médico-sanitaria, ya sea de ascendencia militar o lúdico-marinas. Me explicaré.
La primera gran contribución a la arquitectura de madera desmontable y trasladable fue, sin duda, la del British Civil Hospital edificado en Renkoi (Turquía) durante guerra de Crimea en 1855. A las enfermeras Florence Nightingale y Mary Jean Seacole debemos las innovaciones sanitarias y al ingeniero Isambard Kingdom Brunel la concepción del proyecto que, construido en Inglaterra, se transportó desmontado en piezas hasta su lugar de destino.
La experiencia fue un éxito y, a finales del siglo XIX, la Cruz Roja convocó un concurso para un hospital portátil. Johan G.D. Döcker, capitán del ejército danés, se adjudicó el concurso. Su propuesta, que consistía en un pequeño barracón lineal construido con piezas de madera y ensamblajes metálicos que aglutinaba todos los requisitos higiénico- sanitarios, era funcional y fácil de transportar, montar y desmontar. Adquirió muy pronto renombre internacional y, a principios del siglo XX, hablar del Hospital de Döcker era sinónimo de edificio portátil. Su comercialización se extendió rápidamente y se fue adaptando a otros usos como casas de veraneo, casetas para ferias de muestras o construcciones para jardines (Henry Matisse encargó en 1909 su estudio a la empresa francesa Compagnie des Constructions démontables et hygiéniques).
La primera aplicación de este tipo de construcciones con fines sanitario-educativos la encontramos en la Waldschule de Charlottemburg, cuando en 1904 el pediatra Bernhard Bendix, inspector escolar de Berlín Hermann Neufert y arquitecto de la ciudad Walter Spickendorff transformó las «Barraken» de Döcker en un conjunto de aulas, o lo que es igual, en la primera escuela al aire libre para niñas y niños con problemas respiratorios que necesitaban huir de la polución de la gran ciudad. Al poco tiempo, en 1908, se llevaría a cabo el mismo procedimiento en la escuela Sherwbury, en Woolwich, cerca de Londres.
Josep Goday, recogió esta tradición y la elevó a la categoría de arquitectura urbana. El edificio que proyectó era una escuela y, en consecuencia, se desvinculó de la concepción espartana de los hospitales de campaña. Enalteció el edificio dotándolo de dos pisos, como si de un hotel-balneario se tratara; articuló su planta en forma de U abierta al mar, como si fuera un edificio palaciego de tres cuerpos; finalmente, lo policromó con una excelsa combinación de blanco, azul y ocre. Los pequeños de Barcelona ya tenían su balneario palaciego frente al mar. Así relucía una escuela marinera que rebosaba alegría, luminosidad y colorido en uno de los entornos más deprimidos de la ciudad. Por sus grandes ventanales siempre se veía el mar, la playa era el patio y el horizonte su límite.
Apenas habían pasado tres lustros desde su inauguración, cuando el 7 de enero de 1938 una bomba alcanzó de lleno al edificio; la escuela se incendió y desapareció en un abrir y cerrar de ojos, con la misma celeridad que sonrisas y esperanzas se transformaron en lágrimas y desesperación.
El halo de L’Escola del Mar es una urdimbre entretejida con finas hebras de intelecto, emoción y justicia para la memoria histórica que llega a nuestros días pidiendo la atención que se merece.
¿A qué atención me refiero?
A mi modo de ver se trata, lisa y llanamente, de reconstruir de nuevo el edificio -no como escuela- para devolver a la ciudad algo que le fue arrebatado. Mi propuesta aglutina toda la fuerza reivindicativa sin perder un átomo de su natural joie de vivre; es, en sí mismo, un proyecto ilusionante y no debe ser entendido como un canto a la nostalgia sino, por el contrario, como epicentro generador de miradas hacia el futuro de la pedagogía y de la educación, abierto a la ciudadanía y, cómo no, a la comunidad educativa. En definitiva, un regalo.
Desde el primer instante me he sentido acompañado; primero por gentes de mi círculo más próximo, luego por personalidades del ámbito docente desde la etapa escolar a la universitaria y, finalmente, por el respaldo de la sociedad civil representada por un amplio espectro de sensibilidades ya fueran artísticas, científicas, empresariales, literarias o periodísticas. Poco a poco iba notando cómo el proyecto de reconstrucción del edificio de L’Escola del Mar maduraba al pairo de una gran multiplicidad de aportaciones.
Pero, como ocurre en la vida, surgieron inoportunos imprevistos bajo la forma de un par de elecciones municipales y el fatídico confinamiento que superamos sin decaimiento, con paciencia y tenacidad. Cuando se firmó (abril 2023) un protocolo para su reconstrucción con el anterior equipo municipal sentí que todo el proceso de crecimiento que había percibido llegaba a su fin; sin embargo, el protocolo resultó ser papel mojado cuando el actual equipo de gobierno decidió parar el proyecto (febrero 2024).
No obstante, este «síndrome de bipolaridad política» encontró un respiro la tarde del pasado 30 de mayo cuando en la sede del Institut d’Estudis Catalans dos prestigiosas entidades adscritas a él, la Societat d’Història de l’Educació del Països de Llengua Catalana i la Societat Catalana de Pedagogia, presentaron la propuesta para la creación del Museu de l’Educació i la Pedagogia a Catalunya, apoyando expresamente la iniciativa de la reconstrucción del edificio de L’Escola del Mar como centro nodal y vertebrador de una red de sedes atomizada por todo el territorio de Catalunya y con el edificio reconstruido como primera pieza museística.
Aquella tarde tuve la sensación de estar asistiendo al acto de graduación del proyecto: lo vi adulto, muy bien acompañado y dispuesto a emprender una nueva andadura.
Por todo lo antedicho y consciente de que Barcelona es una ciudad donde existe cierta tradición de reconstruir edificios desaparecidos (sirvan como ejemplo los pabellones de Alemania y España en las Exposiciones Universales de Barcelona y París), la propuesta para la reconstrucción de L’Escola del Mar no tan solo tiene justificación per se, sino que existe una sólida base de ejemplar «jurisprudencia».
Ya solo queda el impulso de la voluntad política para levantar un edificio tan cargado de simbolismo que, por sí solo, será capaz de exaltar la enorme importancia que tuvo, tiene y tendrá la educación.